domingo, 27 de marzo de 2011

Desastres

Los hay de todo tipo: naturales, humanos, mundiales, regionales, previsibles, imprevistos, avisados, sorpresivos. Varios de los posibles ejemplos han ocurrido en los últimos días, y están a la vista del mundo entero. De alguna manera, se nos van transformando en un condimento de la vida común. Dentro de poco, o quizá ya mismo, no podremos ser capaces de vivir sin ellos.
Existe una patología cada vez más extendida entre los habitantes del mundo actual, y se caracteriza fundamentalmente por la incapacidad de vivir sin “estados alterados”. En cierto modo, reflexionar sobre este hecho -inobjetable, ante la simple vista de las evidencias cotidianas- podría convertirse en una tarea tan absurda como intentar averiguar de una buena vez quién vino primero, si el huevo o la gallina. Porque la inquietud que anima esta idea es similar: ¿es el mundo quien produce esta forma de vida alterada a la vez angustiante y placentera, o es nuestra necesidad cada vez mayor de vivir en medio de conflictos lo que hace al mundo tal como es hoy? Difícil de decidir cuál será la opción acertada; pero quizá, ambas cosas van de la mano, tan apretadamente que no tienen planes de soltarse los deditos ni por asomo.
Existe, por un lado, un extendido síndrome aún no formulado clínicamente por alguna disciplina científica, pero que todos conocemos por padecerlo al menos un rato cada día. Prefiero llamarlo “el síndrome de la carencia del algo”. Lo sé, puede sonar a filosofía barata o chamuyo de cafecito mediante, pero fíjese si no encaja. Este síndrome se caracteriza fundamentalmente por padecer una constante insatisfacción por el deseo de poseer o ser “algo” que suele no tener forma, pero que puede adquirir la apariencia de innumerables cosas. En todos los casos, suele suceder que si se identifica una de esas formas posibles como deseo genuino, el individuo va en busca de aquello y en algunas ocasiones tiene éxito y lo consigue; pongamos como ejemplo burdo, “quiero comprarme un auto”. Claro que no es cualquier auto: el verdadero deseo dicta características específicas para la supuesta verdadera satisfacción de esa carencia; tener un auto más o menos parecido al que imaginamos sería un error fatal, porque significaría el doble fracaso de no haber podido alcanzar lo realmente deseado y de haber tenido que conformarse con “lo que hay”. Llegado a ese punto, el individuo en cuestión vuelve a encontrarse en el mismo punto del que partió: el deseo insatisfecho y la urgencia, redoblada, por la carencia de ese algo que no pudo lograr.
Así entonces, se encuentra con dos alternativas: renovar la apuesta por la búsqueda del “algo” que nunca tuvo pero que perdió, o sustituir el objeto de su deseo para llenar de algún modo la ausencia de ese “algo” que le embroma la vida haciendo que ya desde hace tiempo esté somatizando de mil formas posibles.
Habrá sujetos que experimenten depresión, diversas clases de fobias, ataques de pánico, diferentes niveles de estrés, descalabros en la tiroides o en el funcionamiento cardíaco, problemas de atención y sociabilidad, inapetencia, pérdida de peso o de pelo, pérdida de ganas, inconformismo crónico y en aumento, búsqueda irrefrenable de estímulos para acrecentar sus dosis de adrenalina (una vez cada tanto, hasta que se vuelva una exigencia diaria), tristeza, malhumor, melancolía, entumecimientos o contracturas, alergias, tos, migrañas, inclinación a realizar actividad física intensa y sostenida, tendencia a echarse a ver el tiempo correr… Y tantas cosas más. Insisto, aunque pueda parecerlo, no es una broma; ocurre y nos ocurre. Y es que es así, simple, sencillo y claro: ¿cómo no experimentar todas estas cosas, si estamos mal porque no podemos vivir sin nuestro “algo”?
Ahora bien, a esta altura, atento lector, debe de estar preguntándose -y con gran razón- qué tiene que ver todo esto del “algo” y la carencia y las somatizaciones con los desastres planteados en el título. Bueno pues, muchísimo. No hace falta ilustrar mucho más la situación de las vidas individuales contemporáneas -que hacen al devenir de la vida colectiva tal como está planteada- para darnos cuenta de que, lisa y llanamente, así como transcurren nuestras vidas son, cada una, un pequeño e íntimo desastre. En todos nosotros habita la velada o explícita amenaza de algo -otra vez, “algo”- que tiembla, que amenaza con estallar, que se retuerce e incomoda, una especie de generador de malestar constante que acomodamos como podemos o nos acomoda como somos capaces; o algo que de pronto literalmente estalla, se rompe, se desgarra y nos enferma o nos devasta. Dicho sea de paso, o no tanto, está demostrado desde diversos ámbitos de la investigación que la mayor parte de las enfermedades que afectan a la población mundial hoy en día, por no decir todas, son de origen psicosomático. Es decir, se trata de patologías que nuestro cuerpo, tan creativo y receptivo como es, “inventa” como vía de escape o como expresión para todo aquello que nos sucede sin alternativa aparente o sin otro lenguaje.
Luego del último terremoto que sacudió a Chile, cuando el ardor de las noticias se fue apagando y se fueron barriendo los escombros, otro desastre comenzó a invadir las vidas y a afectar los cuerpos de aquellos que atravesaron por la experiencia del temblor. Cientos de chilenos aún hoy conviven con el estado de alerta permanente ante una nueva sacudida que, sienten, podría ocurrir en cualquier momento. Cientos de chilenos (jóvenes, niños, adultos o ancianos) en perfecto estado de salud hasta el momento del desastre, comenzaron a desarrollar algún tipo de cáncer como respuesta al pánico. En otras partes del mundo, las crisis financieras de los últimos años encontraron eco en quienes las padecieron y las padecen, desarrollando sobre todo enfermedades cardíacas, depresión o estados crónicos de hipertensión.
Me sorprendió en estos días una situación que no me deja salir aún del asombro. Alguien lanzó la pregunta, y se armó el debate: “¿alguna vez sintieron ganas de tener una enfermedad terminal o algo parecido para vivir intensamente de una vez por todas”? Una vez más: no estoy inventando. Cientos, o miles de personas en el mundo se inventan efectivamente algún tipo de mal para poder experimentar lo que llamarían “la verdadera sensación de estar vivos”; sí, de estar vivos sólo cuando se está atravesando algún tipo de situación límite con o sin retorno posible. Y sucede así, ante la falta del “algo” y el estado inconsolable y permanente de vivir con su carencia a cuestas: necesitamos del conflicto, y del íntimo o masivo desastre que afecte nuestras vidas. Todo lo demás, parece apenas una pobre y gris vida sin emociones cuando no hay conflicto o amenaza de desastre.
En miles de otros casos, si no lo hemos inventado para nosotros, el desastre se nos ofrece por causas imponderables de la naturaleza o bien por causas imponderables de la soberbia y la idiotez. Así las cosas, mientras algunas partes del mundo se destrozan ante la fuerza de una cadena de desastres que provocamos y alimentamos, otros nuevos se desatan bajo la misma idea: hacer la guerra, en nombre de la paz.
Una vez más, ¿el huevo o la gallina? ¿Nos adaptamos mal y pronto a un mundo transformado en desastre, o adaptamos al mundo a nuestra necesidad vital de desastres constantes y dolorosos? Como para sentirlos bien sentidos, ¿no?

jueves, 10 de marzo de 2011

Puntitos (al maestro con cariño)

Una vez más, comenzó el ciclo lectivo. Tiempo de adaptaciones y readaptaciones. Época de corridas, rutinas, horarios. Los umbrales del estrés. Reinicio de una cuenta regresiva: para los padres, contra los presupuestos; para los alumnos, en contra o a favor de los presupuestos de aprobar o desear que alcancen los dedos para contar cuántas se llevan. Para los docentes, bueno, eso es más complejo.


Aunque, en pocas, breves y simplificadísimas palabras, podría decirse que la cuenta regresiva de los docentes establece una carrera a matar o morir contra los puntitos. De pronto, como en un súbito arranque productivo, se ponen a la orden del día editoriales, planillas, viejos papeles guardados de años anteriores, certificados y certificaditos, numeritos que se sacan para hacer largos colas en las oficinas donde toque ir a reclamar por algún antecedente, o inscripción, o licencia, o constancia de una horita más de antigüedad; por los subsidios y los retroactivos, por lo sellado y lo no sellado, por las copias fieles de los originales y los originales e insólitos y hasta entonces desconocidos incisos de leyes o de normas llenas de polvo y pelusas. Y el Consejo Escolar, otra vez, vuelve a la vida.
Vuelve a la vida como un apaleado que se despierta después de hibernar su modorra congénita, que ejercerá cada día un poco mientras esté en funciones de nuevo, por unos meses más, al calor del mate mañanero y al compás del gesto corporal desgarbado, desganado, desarticulado, desinteresado de la existencia ajena. Vuelve a la vida como un moribundo al que los intereses de aquí y allá lo mantienen en pie, alargándole la agonía que le da razón de ser cada vez que en sus pasillos alguien corre desesperado tras su puntaje o su licencia. Cada vez que en sus oficinas alguien se putea con alguien y al día siguiente regresa poniendo cara de bonito para que, así, logren preguntarle si necesita algo y le recuerden que existe; eso para los que no cuentan con la divina y providencial fortuna de tener allí dentro algún conocido, en el castillo de ninguneos. Cada vez que internarse allí es como meterse entre las enroscadas y laberínticas tripas de una lombriz revuelta, espástica. Una que se alimenta de quejas, pues de quejas están hechas todas las crías que allí habitan o las que andan por fuera, transformadas en escuelas, expedientes, administrativos y docentes alienados cuya única motivación y cuya única tarea consistirán en afilar las habilidades del codeo y la pelea para quedarse con más puntos con los que escalar el ranking de las titularidades, las licencias y las jubilaciones interesantes y tempranas. No le extrañe que, tras pocos años de ejercicio invertidos, más que en la docencia, en alimentar y aprender a convivir en este sistema perverso y burocrático que es la educación, un docente ya desee sólo continuar por una sola y clara meta: ganar antigüedad para dejar horas, o jubilarse anticipadamente con alguna carpetita médica extendida a más no poder.
Aquí no corre ni funciona el estúpido mito que parasita en el inconsciente colectivo según el cual el trabajo como docente es ideal, pues se cree que quienes ejercemos la docencia somos la casta privilegiada de la sociedad que goza de dos semanas para rascarse el ombligo en el invierno, de tres meses de rascadura crónica en el verano, de sueldos abultados que les aumentan cada año, y que no tienen de qué quejarse porque encima tienen el privilegio agregado de tomarse días de paro cuando se les canta. Mito popular, además de difundido y multiplicable, tan estúpido como ajeno a la verdad de la cuestión. Porque, hablando a calzón quitado, pocas deben ser las profesiones o los trabajos capaces de saturar tanto a una persona al punto de relegarla a un ámbito de la existencia donde, si no se tiene papel, no se es nada. Y donde, para tener papel, y ser y existir, no queda más opción que transar.
Transar con la perversidad de un sistema educativo que vive según los caprichitos políticos de turno y los favores que directa o indirectamente ganen los gobiernos a través de él (favores que pueden llegar tanto desde el FMI por amoldar los planes de estudio a sus dictámenes, o bien desde más cerca, desde el bolsillo partido que siempre tiene un vuelto que dejar para quienes se ocupen de subsidios, reclamos gremiales o meriendas). Y transar, además, ni siquiera contra la voluntad; en este terreno de la vida humana, la voluntad es algo que no tiene lugar. Sin ir más lejos, en poco más de una década nuestro país ha cambiado ¿cuántas veces ya? su ley de Educación. Al día de hoy, todas las escuelas regadas a lo largo y ancho de la Argentina conviven con dos, y a veces tres, sistemas educativos diferentes. Con suerte, los alumnos suelen recordarle a uno qué año están cursando de qué secundaria.
Y se transa también con lo que uno debe hacer y no hacer sin poder siquiera tener un mínimo margen de chance. Los designios están planteados y moldeados de antemano. Están elaborados por técnicos (en realidad, burócratas) que desde la teoría indican qué contenidos dictar y cómo dictarlos, porque según Juan de los Palotes y la pedagogía y las crecidas yerbas de las ciencias de la educación de escritorio suponen que es el bien para todos y cada uno de nosotros. Ya se trate de “educar para el mundo del trabajo”, o “educar para la construcción de la ciudadanía”, o “educar para la inclusión”; perdiendo, en todos los casos, el sentido básico de lo primero: educar.
Educar, algo que se experimenta a fuerza de frustraciones y cansancio sólo cuando se convive con los alumnos dentro de un aula. Cuando uno se toma la molestia y el tiempo de verlos, más aún, cuando se presta a sí mismo un pedazo de tiempo y de oído para escuchar. Y si, además, se toma el trabajo de dejar de patear para más adelante el hecho de preguntarse qué está haciendo uno como docente y dónde está parado, pues entonces el sentido del “educar” se topa con la mayor de todas las impotencias: el vacío. ¿A cuántos nos ha tocado escuchar, de boca de los propios directivos (o jefes, en algunos casos) cosas como “no importa que no sepan escribir, necesitamos que haya menos repitentes"? ¿Cuántas veces más tendremos que comenzar un ciclo lectivo a comienzos de febrero con reuniones de “perfeccionamiento docente” (ejem…trataré de evitar despacharme sobre esto, pues sería demasiado fuerte para los ojos del lector saber, en efecto, qué hacemos ahí) donde nos dicen qué hacer con las ganas que nos quedan de educar? ¿Cuántas veces más nos las tendremos que tragar?
Y un buen día, antes del primer día de clases, o algunos pocos días más tarde, llega la visita de esos sonrientes, amables, muy predispuestos, atentos, alumbrados y providenciales representantes de las editoriales. Un staff que se renueva cada año, con el ingreso de algún neófito que viene a contarnos subre los beneficios de los manuales de la nueva Editorial Tachito de Lata que viene a regalarnos sus coloridos, brillantes e hiper ilustrados libros. Aunque, hay que decirlo, siempre preferimos que nos visiten los que ya conocemos. Porque Estrada, Santillana, Kapeluz o Aique, con el tiempo, te atienden mejor y te regalan nuevas cosas para que adoptemos sus textos en clase. Para que nos regalen, además, cada año, una nueva carterita o cartuchera tan monona que entre nosotros nos miramos con envidia en sala de profesores y volvemos a casa para mandar un e-mail o hacer un llamadito a la editorial para recordar que no nos dejaron un bolsito tan grande como a la de Historia. Porque, claro, estamos tan alienados, hartos y olvidados del significado real de nuestra tarea (que, por otra parte, a ninguno de nosotros le fue dada por la fuerza sino por elección deliberada) que ahora, cuando a los docentes nos regalan un libro de texto, también nos dejan otro más finito y de otro color, con dibujitos preciosos y diagramas y cuadros re didácticos con la resolución de todos y toditos los ejercicios que figuran en el libro que usarán los chicos. Tan idiotizados vamos quedando, y tanto se van dando cuenta de eso quienes lucran con nuestra alienación, que los diarios de todos los días confían más en la raza humana cuando publican un sudoku o una sopa de letras sin la clave de resolución en la página siguiente. Lo peor de todo es que no son pocos los docentes que saltan en una pata con estas cosas, y las adoptan. ¿Qué más quieren, si ya no tienen nada más en qué pensar ni de qué preocuparse? Eso sí, que nadie se atreva después, en los recreos, a sacarle el cuero al rubio con cara de idiota o a la boluda que viene con maquillaje porque en una evaluación contesten que una estación de trenes es una “trenería”, o porque cuando se les pide el sustantivo abstracto de “profesión” anoten masivamente “profesora”.
Porque profesores, en el más amplio y riguroso sentido del término, quedan y se “producen” (en los centros de formación docente tan concurridos como vaciados de formación) de tal forma que no queda otra que pensar que un profesora, hoy en día, es lo más parecido a una abstracta entelequia suspendida en algún rincón remoto de la cajita de los recuerdos.
Y para quienes realmente quieran hacer carrera en la docencia, las editoriales dejarán también tentadores afiches en la escuela para que veamos cuáles de todos los cursos de capacitación que ofrecen nos deja más puntaje: 0.12, 0.08, 0.03 puntos… Eso sí que es invertir demasiado para nada. Igual, ¿de qué quejarse? Ahora también los cursos de capacitación se hacen a distancia y se compran en Mercadolibre o en DeRemate.com.