domingo, 22 de mayo de 2011

Las Antípodas (y nosotros)

Durante un largo tiempo y hasta hoy, el concepto ha resultado de gran utilidad en varias áreas del conocimiento y la acción humanas. Muy productivo en la geografía, en la historia, y por qué no en la sociología. Aunque no quedó ausente en la psicología, cada vez que se trata de bipolaridades, redundantes psicosis o esquizofrenias. La esperanza de que deje de ser tan explicativo de nuestras conductas, por ahora permanece en el polo opuesto a las expectativas que la realidad ofrece.


El bien y el mal, ellos y nosotros, uno y los otros; nosotros y los otros. Aquí y allá,  Razón y sin-Razón, Razón contra Imaginación, versus lo incomprensible, lo inexpresable, la locura. Oriente y Occidente; cerca, lejos; el orden y el caos.  Luces y sombras, lo pro y lo anti, las ideas y las cosas. Paraísos e infiernos: tierra, civilización y barbaries. Osamas, Obamas. La guerra y la paz. Tantas y tan pocas las contradicciones. Y siempre, las antípodas. Desde que el hombre es hombre, todo conflicto tuvo su origen en una misma, breve, inocente idea: ellos y nosotros.
Como adjetivo, el término refiere a cualquier habitante o lugar que se encuentre situado en un punto diametralmente opuesto a otro tomado como referencia; geográficamente hablando, podríamos decir: “nosotros, y aquellos africanos antípodas”, o bien “nosotros, y aquellos norteamericanos antípodas” (en este último caso, un porcentaje de la población debería dejar de lado ciertas aspiraciones, o reemplazar alguna palabra por el bien de sus deseos de ser).
En otro sentido, aunque conservando el significado esencial, también se dice así de toda persona o cosa que esté en una situación radicalmente opuesta a algo o alguien. Por ejemplo, “abandonó todas sus ideologías y promesas, cuando llegó al poder se transformó en las antípodas de lo que decía ser”; las ilustraciones del caso quedan a libre elección.
Por cierto que, al momento de hablar de ideologías y especies semejantes, el término en cuestión sirve para marcar las diferencias tajantes e inconciliables entre mundos de ideas, por supuesto, contrarios. Dícese así, entonces, de cristianos y musulmanes como antípodas, de capitalistas y comunistas, de liberales y conservadores, de peronistas y radicales… Y según cómo se escriba o se enuncie, a uno de los bandos le tocará el privilegio de la verdad mientras que otro caerá en el fangoso mundo del error eterno: lo que está en las antípodas de lo que defendemos es aquello que jamás podrá parecerse a nosotros. Una vez más, está más claro que todo conflicto humano nace de una misma, breve e “inocente” idea: ellos y nosotros.   
A los que nacen, viven y mueren en el extremo opuesto a donde nosotros estamos parados en el mundo se les llama también “periecos”, además de antípodas. Los lenguajes han estado siempre a la orden del día para adornar ciertas cosillas incómodas, dígame acaso si ese último mote tan parecido a “perico” no suena más simpático que algo que viene con el “anti”, ¿no? En fin, que la cuestión de fondo permanece igual. El perieco es más usado en la geografía, donde la palabra “antípoda” proviene del prefijo griego “anti” (opuesto) y el sustantivo “pous” (pie). Es decir, las antípodas son la síntesis de todos aquellos puntos donde no estamos parados; refiere apenas a una circunstancia y bien podría resolverse con un poco de movimiento, si fuésemos capaces de corrernos un cachito al menos de nuestros techos conocidos y, por ende, seguros. No hace falta atravesar un hemisferio o un océano entero para conocer el sitio de nuestras antípodas, a lo mejor está a sólo un pasito, a un par de centímetros de nuestra nariz. Pero, como sea, toda identidad que se haya construido siempre se fundó por oposición a lo que no somos. Una vez más, y una más, todo conflicto se desencadena y se multiplica con una misma, breve, ignorante suposición: ellos y nosotros. Y vea cuántos ejemplos cotidianos existen al alcance de la mano, si hasta en las más felices y exitosas parejas los desencuentros se producen porque él o ella “no se pone en mi lugar, es incapaz de comprenderme, ya no sé cómo explicarle lo importante que es para mí que ponga en su lugar el asiento cada vez que me usa el auto”, o “que se embrome, yo soy así, que me quiera como soy, no voy a vivir tratando de descubrir qué espera de mí”. Al final, sucede en casa y se proyecta al mundo por entero, y el desencuentro de las antípodas va arrastrando desde tiempos remotos, muy remotos, repetidos errores.   
Existe un error epistemológico que los humanos de este lado del mundo, desde que construimos la cultura occidental como tal hace varios siglos, venimos arrastrando. Oriente y Occidente, ellos y nosotros, con fronteras que fortalecer y con otras que derribar; cuando alguna vez América también fue la antípoda, pero una muy atractiva que ir a buscar y digerir. Históricamente, las sociedades humanas han aprendido a colocarse siempre sobre un margen de las cosas, en las antípodas de otro algo o alguien. De tal modo que la identidad y la acción se van dando en contra de y/o a favor de. Así emprendimos las sucesivas luchas con los otros, las conquistas, remozadas según la moda de los tiempos que corran…
En un principio el mundo quedó dividido a partir del divorcio que separó a dos reinos: el hombre y el animal; el ser humano se salió y se salvó de esa masa informe, inasible, ingobernable de la naturaleza. Del otro lado quedó el animal y todas las existencias bestiales que buscó doblegar o eliminar. (Bien vale recordar que fuera de ese reino privilegiado también quedaron las mujeres durante largos siglos, acusadas de ser criaturas sin alma ni Razón).
Pero también existe un error político y ya casi folklórico: todas las ideologías que se encuentren en las antípodas de la que se cree “verdadera”, no merece ser llamada tal. Está condenada al error y la exclusión. Debe cambiar; y si no puede, debe desaparecer. Claro que con una pizca de flexibilidad, es bien claro que todos somos Montescos y Capuletos.
Y por si fuese poco, existe un error humano fundamental: haber permitido que la contradicción y la oposición formen la médula de nuestro carácter. Claro, nadie sabe a priori lidiar con lo que no conoce, o con todo lo que rechaza por raro y porque asusta. Es algo normal, todos los animales somos cuidadosos al momento de salir a husmear por zonas desconocidas. Instinto de preservación, que le llaman. Aunque ser ciegos y sordos no nos garantiza la paz y el bienestar. 
Pero estamos aquí, refugiados en nuestra pequeña orilla que hace de trinchera: ante el riesgo de vivir a tientas sobre un mundo que se parte -que está partido- continuamos transmitiendo de generación en generación la peligrosa tendencia de creer que allí, en las antípodas, están los otros, las guerras, los equivocados, los pobres, la anormalidad, la amoralidad, el peligro, lo indeseable. Aquí, nosotros, en las antípodas de aquéllos.
¿Será cierto que nunca es tarde para enmendar los errores? ¿Será cierto que los seres humanos queremos, podemos, vivir relaciones sin conflicto, en un mundo sin conflictos? ¿De qué nos sorprendemos cada vez que alguien descubre que vivimos en una sociedad bipolar?

domingo, 1 de mayo de 2011

Fieles (fumando espero...)

"...Fumar es un placer

genial, sensual.
Fumando espero
(a quien) yo quiero,
tras los cristales
de alegres ventanales.
Mientras fumo,
mi vida no consumo
porque flotando el humo
me suelo adormecer..."
(tango  Masanas/Garzo, 1922)


No, no hay ninguna soledad en el asunto. ¡Al contrario! Somos más de mil trescientos cincuenta millones en todo el mundo. Es cierto, la mayoría vive en China, allí hay treinta de cada cien que andan por el resto del planeta. Se habla tan mal de nosotros últimamente, y cada vez tenemos menos espacios donde hacer eso que nos encanta. ¿De qué se espantan? Dejando de lado a los niños, todos los seres humanos de este mundo son adictos a algo, no sólo nosotros.
Como le decía, la mayoría de nosotros vive en China: una tercera parte del total, trescientos millones de personas. Nada despreciable el porcentaje, especialmente si se tiene en cuenta que allí se encuentra apenas una parte del potencial: las mujeres casi no participan, la práctica es más bien de dominio masculino, por lo que la franja poblacional femenina resulta cada vez más tentadora. Hacia ellas vienen apuntando todos sus esfuerzos hace tiempo.
En Argentina no venimos tan mal, sumamos casi el cuarenta por ciento de la población; algo parecido a lo que sucede en Brasil, Chile, Uruguay y Paraguay. El detalle es que el treinta por ciento, más o menos, es gente prometedora: con edades de entre trece y quince años, son la franca promesa de que la práctica siga viva cuando varios de nosotros ya no estemos por aquí. Por eso, como decía antes, ¿de qué se espantan? Por cada cinco habitantes del mundo, uno es como nosotros. Entonces, ¿para qué corrernos, si siempre vamos a estar dando vueltas por ahí? A menos, claro, que se pretenda vaciar gran parte de la Tierra. Pero incluso si eso fuese posible (es cierto, lo sé, es posible, y mucho más fácil y rápido de lo que uno quisiera) de algún lado y de algún modo volveríamos a aparecer.
Así que, ¿para qué tantos esfuerzos vanos? Estamos, y estaremos. De alguna manera, siempre estuvimos. Según dicen, cada año mueren por lo menos doce mil de nosotros; algunos calculan que son cien de los nuestros que caen a diario. Con algunos números de más o de menos, fíjese: somos famosos y reconocidos por esto o por aquello, aunque no le gustemos a casi nadie. De hecho, hace un buen tiempo ya que estamos en boca de todos porque se nos achacan otras seiscientas mil muertes al año, digamos, la muerte de casi el uno por ciento de los fallecimientos de la población mundial anual es responsabilidad nuestra. Para oscurecer todavía más el panorama, insisten en afirmar que somos culpables de que ciento sesenta y cinco mil niños mueran en el mundo cada año. En este punto, me veo forzada a aclarar que nuestra práctica no se relaciona con el uso de armas o la experimentación con algún tipo de método letal. No, no. Insisto, apenas un gusto en particular nos diferencia del resto de los mortales; de todos esos que, a su vez, se distinguen de nosotros por tener y conservar y mantener y estimular el gusto por alguna otra cosa. Así que, convengamos, puede ser que no sea la primera vez que el hombre y la mujer se conviertan en víctimas de sus costumbres.
¿Quiere saber qué hacemos? Cierto, el hábito muchas veces es distractivo, uno se entretiene de golpe con algún estímulo que aparece. Mire, la verdad, a esta altura de la soireé, no sé qué hacemos, no sé qué hago, ni por qué ni para qué. Pero dejar de hacerlo, después de más de quince años de práctica apenas interrumpida, me complica la vida: cuando no lo hago, no me reconozco, todo es extraño y no sé ni dónde estar ni qué hacer conmigo.
Le confieso algo, hace muchísimo tiempo que estoy queriendo salirme del club, pero se me complica. Arranqué a los diecisiete, y desde entonces dejé de fumar dos veces. La primera vez fue un abandono sostenido de un año; la segunda, de unos meses nomás, hasta que el desamor me empujó a volver a la vieja y constante compañía que en verdad me calienta los pulmones. No tengo problemas de salud, por lo menos nada alarmante, nada que no sea más o menos común. Pero no por eso quiero abandonar otra vez. Quiero hacerlo por muchas razones, pero la peor dificultad es transitar la compleja y contradictoria situación de transformarme simultáneamente en amiga y enemiga de mi cuerpo por un tiempo indeterminado. Y de mi cabeza, por cierto.
¿Por qué hacerlo? Bueno, principalmente porque ya casi no hay disfrute en ello. También porque como toda mala costumbre, llega un momento en que empieza a hacer mella en uno. Por mi propio bienestar, físico, mental, general… Pero, por sobre todas las cosas, porque (aunque aún no lo he logrado por completo, pero los intentos bien valen) me significa un enorme gesto de libertad: no quiero, me rehúso a ser una más de los cientos de millones de seres humanos que mueren de cáncer, una enfermedad que, como varias otras en auge, prospera y prospera gracias a los estímulos que se le plantan con las cosas que hacemos y no elegimos hacer.
Muchos componentes de los alimentos que consumimos a diario, de las bebidas que tragamos cada día, también contienen muchos y muy distintos ingredientes que ignoramos absolutamente; justamente esos, por supuesto, son los que suelen producirnos el enorme gusto por comer o beber tal cosa, y son precisamente ésos los que nos dañan lenta, silenciosamente, pero sin pausa. Pero hay cosas, casos, que se pasan de la raya, demasiado: cada vez que me fumo un cigarrillo rubio común, me fumo por lo menos cuatro mil sustancias que nunca supe ni me avisaron que estaban ahí. Pero me encanta, ¿o no? ¿No es por eso que siempre quiero más? No sólo de nicotina y alquitrán vivimos los fumadores. Cada día nos fumamos, además, una cantidad de: amoníaco (eleva los niveles de ph en el humo del cigarrillo, generando altos niveles de "nicotina libre" que puede absorberse más rápido), acetaldehído (trabaja con la nicotina con el fin de incrementar la adicción), acetona (solvente tóxico), arsénico (como en el veneno de ratas), cadmio, monóxido de carbono, formaldehído (conocido como un “fluido embalsamante”), mercurio, nitrosaminas, plutonio-210 (radioactivo y cancerígeno), metano, butano, cianuro, benzeno, radón, ácido acético (como en la tintura del pelo), ácido esteárico (como en la cera de vela), benceno (cemento de goma), cloruro de vinilo (muy típico en las bolsas de basura), estireno, fenol, hexamine (combustivo para parrillas), hidracina (típico en los combustibles), metanol (como en el combustible de cohetes), napthalenes (usado en explosivos y naftalina), níquel, polonium (radiactivo), tolueno (solvente industrial). Y por supuesto, el alquitrán, alma y gracia de todo este conjunto, se encarga de reunir los ingredientes y transportarlos a través del cuerpo. De tabaco, bien gracias, apenas de rellenito. Y la nicotina, presente en un porcentaje mínimo, fuente de deseo inagotable pues de ella provienen los dos efectos que nos tienen tambaleando a sus seguidores de aquí para allá por la vida: la adicción y el síndrome de abstinencia.
¿Por qué dejar de hacerlo? Como dicen muchos, de algo hay que morir… Sí, claro. Aunque, a ver, de algo vamos a morir, pero no de algo tenemos que morir. ¿Sabe? es la primera vez que escribo sin fumar. Le confieso que me ha llevado tiempo, porque más de una vez dudé entre tomarme una pausa para visitar el kiosco o seguir perseverando. En ocasiones como ésta me siento orgullosa de ser porfiada. Pero no sé hasta dónde llegaré. Lo cierto es que, más allá de lo que ocurra de aquí en más, al día de hoy llevo poco más de quince años de ser fumadora. Y uno cree que es lo suficientemente inteligente como para decidir qué se lleva a la boca: al final, el pececito más chico, adentro del pez más grande que se lo comió, es en verdad el depredador…