lunes, 20 de junio de 2011

Felices

Dicen que lo son; lo afirman, a veces, con esmerada convicción. Lo repiten. Y hasta lo difunden. Pero, ¿quién les va a creer? Apenas un enunciado, poco de verdad. Son unos inconscientes, ciegos, sordos, insensibles… Se burlan de nosotros, ¿qué saben realmente de vivir en este mundo?
Convengamos que nunca han sido héroes, excepto en las comedias o en las sátiras, donde ganan simplemente porque logran ser los más ridículos. En los demás órdenes de la vida, de lo real, los felices no tienen protagonismo. De vez en cuando ganan en la juglería, en la mofa, en la representación deforme de lo real. Pero no son gente seria, no pueden: se ríen, y eso no es de gente, no debe ser; no debería…
Es que la historia cultural de Occidente da claras muestras de ello, y reiteradas moralejas al respecto: no te entretengas en el camino; no te rías de tus errores, debes pensar seriamente cada paso que vayas a dar; no te distraigas, no te lo tomes a la ligera; has de mantenerte recto y fuerte; muéstrate siempre estoico ante los demás, firme; no hagas el ridículo, debes lograr que los demás te tomen en serio; si en semejante ocasión, y ante tamaña decisión, llegas a reírte, sólo has de lograr tirar todo por la borda. Que no se rían, o serás un fracasado más. En fin, los felices y los hedonistas no han vencido. Será por eso, tal vez, que nuestros referentes y nuestros dioses siempre se ven y han de verse ante nosotros con pulcra solemnidad, serios, altivos, allá arriba en las alturas inhumanas del ejemplo recto, sólido, de lo moral. ¿Quién ha visto alguna vez a Napoleón agarrarse el costado en un ataque de risa? No, su constante sostenerse el hígado sólo se debió a la bilis derramada en sus batallas. ¿Quién ha aprendido de un mártir a ver sus luchas con una sonrisa de costado? No, sus logros son consecuencia y causa de las lágrimas y el dolor. ¿Quién habrá podido aprender de un dios que baile y se ría? Algunos paganos quizá, desvergonzados creyentes de cosas vanas. Lejos de establecer una defensa de los orientalismos o la falsa fe, y muy lejos de desmerecer las penas por las heroicas gestas, bien vale, creo, el mínimo gesto de observar cómo en otras latitudes -del mundo, del pensamiento, del hacer- existen figuras paradigmáticas, sagradas incluso, que se representan danzando, riendo, cantando, bebiendo, comiendo, y hasta gozando de los confines del cuerpo. En cambio, nuestros dioses, occidentales, cristianos, suelen ser  más bien serios, felices pero asépticos. Curioso, por lo menos.
¿Por qué será que un gran porcentaje de la población mundial, a lo largo del irrefrenable devenir de los tiempos, se ha guiado por referencias tan duras, tan dolorosas, con tanto peso sobre todo lo posible? A ver, busquemos en los orígenes, que suelen explicar o por lo menos ejemplificar con suficiente claridad nuestros  motivos.
La comedia, que probablemente nos pesa y sin dudas nos distrae, no es culpa ni creación nuestra. La inventaron nuestros abuelos, pulcros y sabios, y griegos. Por supuesto que ellos sabían disfrutar, gozar; entre otras cosas, también han sido maestros en las artes de los placeres, de los más básicos, de los más fundamentales. Inventaron y veneraron a Eros, adalid del cuerpo y sus roces, dios de los placeres. Inventaron también a Dionisio, dios de la inspiración y simultáneamente dios del vino; padre y honrado destinatario de las fiestas dionisíacas, de las bacanales, de los carnavales. Pero así como crearon los simulacros y las bellas ideas, los griegos también fueron inventores del teatro. Es decir, configuraron la realidad, le dieron forma, la moldearon; y a la vez, enseñaron y perfeccionaron el delicado artificio de cómo, por qué y para qué representar la realidad, la sombra, el reflejo de lo que es. Y hubo dos maneras: por el camino de lo trágico, y por la vía de la risa. Para la tragedia, todas las glorias y los olivos. Ésa forma del teatro fue la herramienta vital, fundamental, para formar y educar a los gobernantes, a los nobles, a la gente de bien, a los ciudadanos, a los más humanos de los humanos. Y se sostuvo en un solo y firme principio: entretener, pero para educar. ¿Y sobre qué educarían con el ejemplo doloroso, sufrido y sacrificado de los héroes trágicos? Sobre las verdades de la vida: sólo doliendo y muriendo podrás pagar tus faltas, no hay ni habrá otro modo. Para los reidores, en cambio, el destierro, o desenfreno de unos pocos días al año; unos pocos días de perdón, de comprensión displicente, de indiferencia. La comedia siempre fue un género menor, porque se ocupó de representar los aspectos poco serios de la vida. Sus protagonistas fueron siempre humanos no tan humanos sino más bien bestias; criaturas torpes, deformes, ridículas, que poblaron los espacios públicos –nunca los anfiteatros- con el único y poco útil propósito de divertir. Y en esos escenarios rodeados de la vida común, donde nada podía ni debía ser sagrado, los cómicos representaron a sus reyes y sus héroes riendo, cantando, besando,  equivocándose, borrachos, enamorados, desengañados, divertidos, mal vestidos, mal hablados, desmesurados, panzones, mostrando los dientes con la risa. Al final, y durante siglos, el rey del carnaval siempre fue el más deforme entre todos. Y nunca, está claro, fue un héroe ni sirvió de ejemplo para nada ni nadie.
Al final, los cómicos y los dramaturgos que escribieron comedias, no sólo no fueron tomados en serio por la polis; tampoco fueron respetados y terminaron siendo desterrados, pues no había espacio para la alegría allí donde debían cocinarse cosas serias. Ciertos mitos de la antigüedad de Occidente insisten en sospechar que se conservan pocas comedias no porque se hayan perdido accidentalmente en el ir y venir de los acontecimientos; dicen, en cambio, que sólo queda un puñado porque el resto fue eliminado, destruido. Los alegres, los felices, no han sido héroes, han sido más bien rebeldes; ¿o los rebeldes han sido felices?
Cuando llegó el momento de las escuelas, muchos niños aprendieron (aprendimos) a sentarnos erguidos, a que no se nos note nada ante la autoridad implacable del profesor. La letra debe ir armónica en su dibujo, redondeando y estirando los trazos para que quepa en el renglón. Los distraídos, fueron, son, castigados con alguna repetición para grabarse la lección, la atención, la tarea, el deber. Las universidades enseñan aún a respetar y honrar el saber. Un profesional debe mostrarse serio ante los demás para ser respetado; un profesor que ríe es un profesor que no sabe enseñar: pierde la claridad, la materia, el respeto de sus discípulos. Los jefes deben hacer esfuerzos por no demostrar emociones ante sus subalternos, si no quedan estancados en ese espacio de allí abajo, pues las alturas no se recuperan si hay debilidad. Y si hay humor, qué va, demasiada distensión y mucha distracción que redunda en poca productividad. El ensamblador aprende a no perder un centímetro de estrés, porque toda una cadena productiva depende de ese malestar constante que se llama proactividad.
Y ahí están los terapeutas, haciendo ganancias en las empresas vanguardistas que dan talleres de risa para distender a sus empleados. Y los terapeutas que abren, generosos, sus consultorios para que podamos, por fin, llorar, descargar,  sacar, desahogar, vaciar. Pero también están ahí los artistas que entienden que la alegría también puede ser creación. Y los que leen y escuchan y observan con una sonrisa de costado o con el osado afán de una risa abierta de mandíbulas, aprendiendo del placer. Sienten. Se animan. Lo consiguen. Se plantan en el cuerpo, con los placeres y las ideas. No son héroes, o quizás lo sean en su particular modo de entender sus vidas; sin pudor a ser felices, se equivocan y no se mueren: se ríen.