domingo, 21 de agosto de 2011

Nadies (o la fuerza potencial de tantos Ulises)


En este mismo momento, simultáneamente, en numerosas partes del mundo hay gente manifestándose públicamente en demanda por diferentes problemáticas, malestares y excesos. Cambian los motivos, en cierto modo; varían las modalidades, las causas y las consecuencias. Pero en todos los casos, los protagonistas parecen ser los mismos.
A simple vista, un observador ingenuo podría pensar que las multitudinarias manifestaciones en Egipto y Túnez a comienzos de este año hicieron que la práctica haya ido despertando ecos en cada rincón del mundo, incluso en aquellos donde de antemano uno creería que fuese muy improbable que sucediera. Sin embargo, las causas son mucho más profundas que el ejemplo de dos hechos puntuales; y no es la primera vez, ni serán las últimas, lamentablemente. Pero si hay algo que es cierto, es que las protestas masivas de gente común que inauguraron el 2011 derrocando enquistados gobiernos de Medio Oriente, dejaron un mensaje claro al resto del mundo: le recordaron que se puede, incluso cuando aquello a lo que se enfrenta parezca imposible de mover, torcer o cortar. Gente del común, anónimos, personas que apenas pueden identificarse con una nacionalidad –cuando es posible- o algún otro nombre genérico que poco dice, en verdad, sobre quiénes son. Salen a manifestarse una y otra vez; insisten, día tras día aquí y allá. No suelen agruparse bajo el nombre de un partido o un líder; son, simple y llanamente, personas, digamos… nadie. Más allá de sus diferencias,  particularidades, problemáticas y orígenes, a todos los une el factor común de salir a pedir lo que por derecho les corresponde: trabajo, libertad, educación, a veces incluso la historia o la identidad; en pocas palabras, dignidad.
Y si de dignidad se trata, bien vale no perder de vista lo que sucedió con la caída de los regímenes de Mubarak y Ben Ali. Gestos valiosos en cuanto a la reivindicación de una sociedad entera que se batió contra la violencia y las constantes amenazas a favor de defender la dignidad de su propia historia, que no ha querido continuar bajo el yugo de un gobierno que los privó históricamente de derechos y libertades elementales. Algo que ocurrió y continúa ocurriendo por estos días en India. Miles de ciudadanos salieron a manifestarse por las calles simple y sencillamente bajo el pedido de que el gobierno frene su hábito de manejarse por vía de la corrupción. Lo que es lo mismo que reclamar por el ejercicio claro y básico que le cabe a los gobernantes de cualquier nación del mundo: trabajar por el bien de sus pueblos; de hecho, no hay más fin que ése para la tarea de cualquier gobernante o funcionario público. Pues, sin ir más lejos, cuando se dice “público” se está diciendo que trabajan para los ciudadanos a los que les toca representar, oír, ver y responder.
Ahora bien, en India, la respuesta del gobierno fue arrasar con los manifestantes; devolver el reclamo por sus deberes constitucionales con el más que cuestionable saldo de más de mil detenidos en un solo día. En pocas palabras, a quien exige por sus derechos, se les paga con violencia y silencio forzado.
Algo similar ocurrió en Londres tras varios días de violencia, destrozos y forcejeos. Consecuencias, todas, de una respuesta igualmente hostil y necia por parte del gobierno al que le tocó escuchar y hacerse cargo, algo que también en este caso se evadió por la vía de la violencia y la necedad que, al fin, alimentan la indignación y fagocitan la crecida de violencia, que no es más que la respuesta humana ante la impotencia de una sordera voluntaria e histórica.
A miles de kilómetros, en China, un país donde poco lugar cabe para imaginar protestas multitudinarias contra un régimen tan estrecho para las libertades y programáticamente enquistado en algo tan paradójico como el hecho de ser una “dictadura democrática”, cientos de ciudadanos fueron reprimidos por las fuerzas policiales tras varias jornadas de protesta en pedido de la retirada de una planta química. Se sumaron, además, las manifestaciones y las consecuentes represiones en otros poblados donde nuevas plantas intentan instalarse. Pese a que el gobierno chino viene repitiendo desde hace tiempo su “compromiso” de frenar la intoxicación por plomo y otras sustancias que han afectado ya irreversiblemente la salud de millones de niños y adultos, sigue habiendo plantas químicas con fugas comprobadas que operan a metros de zonas urbanas. Año tras año las protestas por este mismo motivo se multiplican y crecen en China, cientos de miles de manifestaciones que encuentran igual respuesta y aún así vuelven a surgir por un mismo y básico reclamo: el derecho a la salud, a la simple dignidad de vivir sin la amenaza de morir o enfermar por una intoxicación tan letal como evitable.
Ya conocemos bien cómo ha sido la larga demanda de los indignados en España, que no se ha apagado sino que continúa y se reaviva cada día en diferentes formas. No piden más que conservar el derecho a trabajar, lo que implica al mismo tiempo conservar el derecho a una vivienda, a un sustento, a una educación y a una vida dignas. No porque sea en el Primer Mundo estos derechos básicos están asegurados; muy por el contrario, la coyuntura mundial, con su anquilosada dinámica económica y política, viene desarmando la continuidad de estos derechos humanos básicos que deberían -claro, deberían, pero…- valer y funcionar para todos por igual, sea donde sea, por eso se llaman como se llaman, ¿no?, “derechos humanos”. Pero así van las cosas. Veamos, si no, lo que ocurre con Grecia, origen de toda la civilización occidental, cuna misma de la democracia, donde sin embargo al día de hoy los ciudadanos se ven forzados a vender nada menos que sus islas para intentar frágilmente asegurar la continuidad de un sistema financiero que los ha llevado a la ruina y al quiebre de todo lo imaginable. Un sistema financiero, además, que tal como está planteado, debería servir para asegurar los derechos humanos que a todos los griegos les toca pero que, al revés, les ha jugado en contra y hoy los mantiene como rehenes de una situación donde, si no hay liquidez, se liquidan los derechos.
En Israel, han sido miles también los que han salido a la calle en demanda de lo mismo, reclamando justicia social, sin que el gobierno se ocupe de dar respuestas claras y concretas al asunto. Pero algo peor, quizás, ocurre más cerca nuestro, todos los días. En Bolivia, miles de indígenas llevan días recorriendo el país en una marcha masiva e incansable de familias enteras que se abren paso de kilómetro en kilómetro para pedir al gobierno que no devaste sus tierras y no vulnere la protección de territorios declarados por ley bajo protección. Los amenaza la inminente construcción de una vía que contra toda legalidad pretende instalarse en un largo tramo, arrasando con una enorme área del Territorio Indígena Parque Nacional Sécure (TIPINS). Otra vez, tan paradójico como indignante, que algo así ocurra repitiéndose en diferentes formas tras siglos de reclamar por el mismo derecho a la dignidad y a la protección de la vida; y que suceda, además, cuando el gobierno al que en este caso le corresponde responder, haga oídos sordos a su propia gente, un gobierno autoproclamado indígena y popular, que parece más de una vez prestar más atención a los intereses del tinte inverso. No muy diferente es lo que ocurre en el Chaco paraguayo, donde más de siete etnias indígenas se levantaron en protesta contra su gobernador, que ha reducido a lo ínfimo y sin justificaciones los fondos públicos destinados al trabajo y la preservación de los derechos humanos de esas poblaciones.
Y qué decir de los estudiantes chilenos, que hace más de un mes no dejan de reclamar por un espacio de diálogo donde discutir y buscar una alternativa que les garantice la posibilidad de ejercer su derecho humano a la educación. Allí, donde muy pocas escuelas de nivel secundario son de acceso público y gratuito, y donde ni una sola universidad recibe a sus estudiantes sin que medie el pago de aranceles, la única respuesta que el gobierno fue capaz de dar, salió de la mano de los carabineros y trajo las consecuencias que ya bien conocemos.      
Pero no acaba aquí. Estos son sólo unos pocos hechos, algunos con más prensa que otros. Pero si se fija, verá que con más o menos participantes, en cada rincón del mundo (quizás haya muy pocos países donde no ocurra) las protestas se despiertan y se repiten. Y en el fondo, más allá de los pedidos particulares, todos van por la consigna común de pedir por el respeto de sus derechos humanos.
No tienen nombre, no tienen más que apenas un motor común y alguna que otra denominación vaga, genérica: indignados, estudiantes, indígenas, indios, chinos, etc. Pero ahí están. Personas, gente, grupos, seres humanos; nadie en realidad. 
Pero es incalculable, y no debería subestimarse, el poder que tiene nadie cuando insiste en pedir por lo que le corresponde por derecho y se le usurpa por fuera de toda ley. Cuenta la mítica Odisea que, cuando Ulises volvió a su Ítaca natal para restituirse lo que por derecho era suyo, su hogar y su mujer, arrebatados por los pretendientes que lo creían muerto, se abrió paso con una hábil estrategia: había envejecido, nadie lo conocía, no tenía nombre, ni posesiones, ni identidad ni gloria; pero cuando se presentó de regreso en su casa se hizo llamar “kaneis” (“nadie”). Y siendo nadie, ¿qué riesgo podría haber? Y sin embargo, cuando dejó de oír el canto de las sirenas, nadie se abrió paso y se devolvió la dignidad.