lunes, 28 de noviembre de 2011

Antidialéctica - II

Días atrás, en esta misma sección, advertimos de qué modo uno de los más urgentes y aún pendientes debates de la sociedad argentina resulta una tarea casi imposible de emprender, e incluso de continuar cuando apenas asoma la nariz. Hablar, discutir, dialogar, implica necesaria e inevitablemente una gran cuota de paciencia y otra de tolerancia. Considerar como válidas, aunque discutibles, las posiciones ajenas, es condición imprescindible para que toda dialéctica llegue a una síntesis.

En ese sentido, quizás haya echado algo de claridad la reflexión acerca de la postura de la Iglesia respecto de la despenalización del aborto. Una postura que, de por sí, se declara incapaz de dialogar y debatir, pues no acepta que haya al menos una mínima posibilidad de verdad o de posible verdad en los planteos que no son suyos. Planteos que, por otro lado, en uno que otro caso resultan contradictorios en sí mismos, es decir, falacias lógicas del discurso; para un área de la vida humana, dicho sea de paso, que se sustenta casi exclusivamente en el discurso y en la fe depositada en él. Y sin dudas, siendo una de las instituciones que mayor influencia tiene sobre las acciones humanas, como consecuencia de los favores o condenas morales que surgen de la obediencia o discrepancia respecto de sus preceptos, realmente sería valioso e interesante que la Iglesia se mostrase dispuesta al diálogo, y no al revés. Porque, ¿qué podría decirse aquí que no se vea en tantos lugares? Las agrupaciones religiosas dan excesivas muestras de intolerancia cuando se trata de discutir algunas de las cuestiones más hondas del ser humano: esto es así, y si no lo es, no es de ningún modo.
En fin. Lo cierto es que existen unas cuantas posiciones alternativas involucradas en el mismo debate. Por supuesto que uno podría resumir esas perspectivas como las pro y las anti, las que están a favor o en contra, sin más, de la despenalización del aborto en nuestro país. Aunque hay algunas que intentan plantarse desde un lugar pretendidamente neutral. Claro, la neutralidad absoluta no es posible; pero se supone que desde la ciencia son otras las pasiones que guían el espíritu y la reflexión; una de esas pasiones directrices es la duda, método y dinámica de todo quehacer científico, ya sea empírico o abstracto.
La bioética es una disciplina que quizás no pueda caracterizarse como ciencia, pero sí reúne elementos, métodos, motivos y fundamentos de varias disciplinas humanas y científicas que hacen de ella un campo particular del pensamiento y la acción del hombre contemporáneo. Se trata de una disciplina que, como tal, bastante reciente. De más está decir que los debates sobre qué es bueno o qué es malo, qué debería hacerse y qué no en las ciencias, qué debería estar permitido y que debería prohibirse, han estado a la orden del día desde que a las criaturas humanas se nos dio por investigar el mundo en que vivimos e investigarnos, y experimentar con él y con nosotros mismos. Según los usos y costumbres de cada época, la ciencia ha despertado tanto aplausos como horrores; y el resto de las instituciones (el derecho, las religiones, las filosofías) han intentado regular los descubrimientos y, más todavía, sus aplicaciones –reales o hipotéticas-.
Vinculada a reflexionar y tratar de dilucidar cuestiones relativas a todos los problemas éticos que surgen de la vida en general, la bioética tiene como objetivo amplio y general proveer reglas o normas para la conducta humana en relación a la vida del hombre, de su medio ambiente y de todos los demás seres, hechos y cosas relacionados a él. Intentando disociarse lo más posible de la presión o influencia de otras disciplinas externas, e incluso de las propias ideologías internas, la bioética se esfuerza por concretar en una síntesis las posiciones encontradas y contradictorias.
La enfermedad, la salud, la muerte y los modos en que se experimentan han sido y tal vez serán siempre inquietudes sobre las que se reflexiona una y otra vez; problemáticas que en cada época y lugar encuentran muy diferentes respuestas y que, por eso mismo, no tienen clausura definitiva. De un modo u otro, todas las disciplinas y áreas del quehacer humano están guiadas por esas inquietudes, en diferentes niveles y formas.
Así que, lo que hoy hacemos en relación a la salud, la muerte, la vida y la enfermedad, puede parecernos mucho mejor de lo que se hacía hace unos años o hace unas cuantas épocas, cuando también se creía que se hacía lo mejor. Actualmente discutimos –creemos que discutimos- lo correcto o incorrecto que será moralmente aprobar o no la despenalización del aborto, cuando se trata de una práctica que los seres humanos consideramos muy positiva o con mucha menor carga moral o de tabú no hace tanto tiempo. Sin ir más lejos, nuestra legislación impuso restricciones para la práctica del aborto no punible recién en 1922. 
Desde una perspectiva amplia, no fue hace mucho tiempo que la humanidad entendió que las mujeres también somos seres humanos, personas; y que somos tan dueñas de nuestros cuerpos como se creyó siempre de los varones. Cuando la mujer y su cuerpo eran propiedad de sus hombres, también lo eran los hijos concebidos y los en el vientre materno; por este motivo, los varones disponían de las vidas y los destinos de sus mujeres y de sus hijos como de sus animales de corral. Antiguamente, en la Grecia clásica de Platón se aseguraba que el feto humano no tenía alma, por eso el aborto era una práctica no punible y especialmente ordenada en casos de incesto o de padres menores de edad. Otros pensadores y políticos de la época consideraron al aborto una de las mejores técnicas para limitar las dimensiones de las familias; y en esto, hay sociedades del mundo actual que mantienen una postura muy similar. Aristóteles defendió la idea de que el feto pertenecía al cuerpo de las madres, y que por lo tanto sólo ellas podían disponer de sus cuerpos y sus fetos.
Recién en tiempos del Imperio Romano comenzó a castigarse severamente la práctica hasta entonces no restringida del aborto, cuando se observó que los métodos abortivos de entonces eran riesgosos para la salud de las mujeres. Se trataba de métodos no médicos sino más bien folklóricos, o tradicionales; técnicas transmitidas de una mujer a otra a través de las generaciones. Algunas mujeres utilizaban una mezcla de estiércol de cocodrilo que insertaban en sus vaginas, o tampones de lino impregnados con jugo de limón o cáscaras de limón que se colocaban en la cérvix. Entre las chinas, fue una técnica muy difundida la de ingerir catorce renacuajos vivos tres días después de la menstruación como método anticonceptivo. En Europa, durante algunos siglos se utilizaron con los mismos fines ciertos brebajes de hojas de sauce, óxido de hierro, barro o riñones de mula. En el segundo siglo de la era cristiana, como media para regular la higiene de la población femenina y los riesgos de contraer enfermedades o de morir, la Iglesia católica comenzó a condenar la anticoncepción y el aborto con castigos corporales, el exilio o la pena de muerte. Sin embargo, entre 1450 y 1750, a lo largo de trescientos años, la doctrina cristiana fue tomando diferentes posturas respecto del hecho de que el feto tenga o no alma, y llegó a permitir el aborto hasta los cuarenta días de gestación. Recién en el último siglo la Iglesia ha tomado una actitud directamente prohibitiva en cuanto al aborto.
Los dispositivos intrauterinos para el control de los embarazos comenzaron a tomar forma médica rigurosa recién en el siglo XX, y no hubo ni hay amenaza de castigo moral capaz de impedir que el desarrollo de los métodos anticonceptivos y abortivos siga adelante. Simplemente porque se trata de un problema que sigue vigente en la vida de las mujeres, por varios motivos y circunstancias.
De acuerdo a la cultura de los diferentes países del mundo actual, el aborto encuentra legislaciones más bien liberales (EEUU; Canadá, Holanda, Austria, Noruega, Dinamarca, Cuba, China), otras que consideran causales amplias (Japón, Israel, Gran Bretaña, India, Sudáfrica), algunas más restrictivas (Argentina, Brasil, México, Arabia Saudita) o que permiten sólo el aborto terapéutico (Irán, Afganistán, Venezuela, Nigeria) y otras tantas directamente prohibitivas (Chile, Somalia, Haití, El Vaticano).
Según la bioética, que se posiciona al margen de estas diferencias ideológicas y culturales, cuatro principios deberían dirigir el debate en torno a la despenalización del aborto, como en relación a cualquier otro tema que afecte a la vida. El principio de beneficencia: establece que las acciones humanas deben evitar hacer daño a uno mismo y a los otros, procurando en cada situación prevenir cualquier daño real o potencial sobre la vida humana. El principio de autonomía incluye los derechos inalienables de libertad, intimidad, elección individual y libre voluntad. Y finalmente, el principio de justicia implica que jurídicamente debe tratar a todos los seres humanos del mismo modo disminuyendo cualquier tipo de situación que provoque desigualdades sociales. Sólo desde este último principio, llama muchísimo la atención que la legislación argentina considere no punible el aborto a mujeres violadas que posean deficiencias cognitivas (la ley dice, literalmente, “idiota o demente”). ¿Por qué le haría menos daño a una mujer que no sea idiota o demente? ¿Por qué, además de esos casos, no se consideran ilegales los abortos efectuados con el “fin de evitar un peligro para la vida o la salud de la mujer y del hijo”? Señores, señoras, habría que aggiornarse: “peligro para la salud” no es sólo sinónimo de “riesgo de muerte” en los tiempos que corren…   

Antidialéctica - I

Más allá de toda contradicción, esa es la naturaleza de los grandes y polémicos debates de la actualidad. Cuando, en realidad, justamente lo que urge y lo que menos se consigue es dialogar. Y cada vez que los diálogos se vuelven más complejos, conflictivos y tirantes se tornan, por lo tanto, más urgentes y necesarios.
Y sin embargo, la notable y evidente incapacidad de intercambiar argumentos, o simplemente de escuchar las posiciones y opciones ajenas, hacen que esos debates se conviertan en un pendiente cada vez más enquistado y difícil de resolver. Hay cuestiones que toda sociedad debe enfrentar alguna vez, le guste no, quiera o no quiera. Mientras eso no sucede, hay algo que crece en la médula misma de esas sociedades con graves dificultades para el diálogo, o con gravísimos problemas para abrir los ojos y ver, sin más. Las pocas muestras de lo contrario dejan en claro que, en cada ocasión en que más allá de lo áspero de los temas a tratar y enfrentar, se llegó a una solución, una gran presión se liberó y algo se aflojó entre las personas. Y claramente, las mayores dificultades aparecen cuando deben tratarse y resolverse los aspectos que en cada época y lugar resultan más incómodos -a menudo, tienen que ver con lugares tradicionales que piden cambios en los vínculos sociales- y que exigen una modificación sustancial y significativa en el ámbito de lo legal.
Y es que lo que no se reconoce de un modo u otro por “fuerza de ley”, permanece mientras tanto como sombra; y las sombras que merodean entre los seres humanos no son sanas para ninguna sociedad; perturban, insisten, empujan, molestan. También porque, naturalmente, los marcos legales están sujetos a mutaciones y revisiones permanentes: ninguna sociedad permanece igual e intacta a lo largo del tiempo, y sus leyes se elaboran para atender a lo que ocurre en un tiempo y lugar concretos. Por citar algunos ejemplos paradigmáticos, basta con recordar que así sucedió con la aprobación legal del divorcio, del matrimonio igualitario, con el voto femenino, viene sucediendo con el avance del diálogo por la identidad de género, y se supondría que otro tanto debería ir sucediendo en cuanto a la despenalización o no del aborto.
El último intento por avanzar en la revisión legal de lo respectivo al aborto duró poco, se apagó en apenas unos días, despertó fervorosas vociferaciones de un lado y otro, y otra vez no llegó a más. Luego de que no encontrara curso en lo legislativo, la sociedad en general volvió a silenciarse. Apenas se vieron y leyeron por los medios algunas notas editoriales a favor o en contra, y alguna que otra revisión de las diferentes posturas enfrentadas. En general, la lectura es tan triste como pobre: no hay avance posible porque no hay diálogo posible; y no lo hay, porque en algunos sectores la disposición al diálogo continúa siendo un imposible.
Lo que en todos y cada uno de los casos habidos y por haber debe -con la mayor fuerza de la palabra- responder a los términos de una dialéctica, de un intercambio, de un proceso discursivo, es todo lo opuesto y se manifiesta como la más dura y necia antidialéctica.
Ahora, ¿qué se entiende por dialéctica? Se trata del “arte de dialogar”, argumentar y discutir. También se llama así al método de razonar desarrollado según ciertos principios y/o argumentos; a la capacidad de enfrentar una oposición; a la relación entre principios o argumentos opuestos; y a la transformación de dichos opuestos en una nueva forma de síntesis. A todo esto, agréguele un prefijo negativo y verá  de qué va la cosa con las discusiones en torno a la despenalización del aborto; es evidente que deberíamos dejar de lado la ilusión del diálogo y la utopía del debate por la triste realidad de la antidialéctica.
A decir verdad, he leído y escuchado varios argumentos de una y otra parte en torno al problema. Y reconozco que hay un punto en el cual tampoco me ha sido posible llegar a una postura final y acabada, inamovible. En general, creo que la dificultad con que me tropiezo cada vez que busco arribar a una síntesis, se debe a que en cualquier caso los argumentos no terminan de convencerme: sencillamente, llega un momento en que se me disuelven como argumentos, no me parecen tales. Y es que encuentro, en cada supuesto argumento,  contradicciones internas tales y tal falta de coherencia, que no puedo evitar pensar en la necesidad previa de repensar y desmigajar algunas de esas ideas que quieren parecer tan fuertes y sólidas.
Por supuesto, la más feroz oposición al pedido de despenalizar el aborto surge de un sector bien concreto: la Iglesia, la iglesia católica, para ser más exactos, y la mayor parte de sus vertientes más liberales y también de sus variantes más obtusas. El primer argumento que ofrecen para defender su negativa se resume en esta idea: abortar es sinónimo de asesinato, de homicidio de un inocente, que sería, obviamente, el embrión en gestación. 
Sin dudas, este argumento fundamental defendido por el catolicismo tiene su base clara en la debida obediencia a los diez mandamientos, que son el tronco sobre el cual se despliega todo el resto de deberes y derechos que surgen desde allí. Y sobre todo a uno de dichos mandamientos: “no matarás”. Obviamente, este mandato esencial está presente en la moral de casi todos los seres humanos, no sólo de los fieles a la fe católica y cristiana; hay millones de ateos y agnósticos que están convencidos de lo mismo. Ahora bien, si la Iglesia también enseña que nadie está libre de tirar la primera piedra, porque nadie está libre de pecado –a fin de expurgarlos, la Iglesia ha ideado también sus métodos y herramientas-, entonces no se ajusta mucho a la coherencia pura el hecho de juzgar el mal de otros si uno mismo ha cometido ese mal, repetidas veces, de varias formas posibles e imaginables, y con tantos otros argumentos que justificaron largamente la excepción a dicho mandamiento… que no admite excepciones. Por lo tanto, según se sigue lógicamente al razonamiento de un buen cristiano, si yo maté y veo que otro mata, no tengo tanto derecho de juzgar por el pecado ajeno como sí tengo el deber de comprender y perdonar desde el amor, pues tengo asimismo el deber de amar a mi prójimo como a mí mismo.
Paradójicamente, la manera en que se conducen varios sectores –partidistas, incluso- de raíz católica, exhiben tanta intolerancia y desamor hacia el prójimo como incapacidad de comprender las situaciones ajenas y ponerse en los zapatos del otro, para ver de qué forma pueden ayudar, en lugar de culpar, juzgar y condenar (por lo que dicen y piensan otros, por cómo actúan, por lo que les gusta y por lo que no, por lo que han hecho, hacen y todavía no hicieron). Al contrario, arrojan la primera piedra y otras tantas más -esto es literal- y se niegan a discutir cuando se los invita a analizar argumentos opuestos; se comportan con la mayor antidialéctica y se colocan en el lugar de la irreprochabilidad. Seamos sinceros: ¿cuántos individuos hay en el mundo que no hayan ido, al menos una sola vez, un poco en contra de los mandamientos de la moral o de la fe? La Iglesia misma enseña que nadie está libre de pecado, y que por eso mismo es necesario perdonar y tolerar.
Y la inocencia, además, es algo que, según la misma Iglesia enseña, es algo que se otorga, no una cualidad que se posea. Dicen que un embrión en gestación es una vida, y que un bebé es una criatura inocente que no merece ni debe merecer ser afectado por ningún castigo. Ahora, no puedo evitar entrar en otro dilema profundo: ¿no es acaso que un niño es inocente y está libre de todo pecado recién cuando recibe el sacramento del bautismo? Se supone que, hasta entonces, vive aún manchado de pecado, y del peor de todos, del pecado original, la desobediencia directa a Dios. Por lo tanto, por la simple lógica que se sigue de encadenar un concepto tras otro, para que un aborto sea sinónimo de homicidio de un inocente, entonces debería idearse un método capaz de bautizar al embrión antes de nacer para librarlo de todo pecado y otorgarle, efectivamente, la inocencia.     
Como explica la Congregación para la Doctrina de la Fe en su libro ‘El Aborto Provocado’, "la tradición de la Iglesia ha sostenido siempre que la vida humana debe ser protegida y favorecida desde su comienzo, como en las diversas etapas de su desarrollo". Esta nota, del año 1974 y reeditada textualmente al día de hoy, se hace explícita en oposición "a las costumbres del mundo greco-romano" que la Iglesia misma alimentó y luego aborreció; un mundo que no existe hace tiempo… Un mundo donde, además, la Iglesia permitía el aborto libre hasta que comenzó a legislar prohibiendo sobre él, como medida “higiénica” para una población que contaba con medios abortivos y anticonceptivos por demás precarios. Medidas de higiene y de control que han sido aplicadas históricamente también sobre las ideas y sobre otros usos y costumbres.
Mire, sé qué tan ríspido e incómodo es indagar sobre algunas cuestiones donde la fe es la única razón que sostiene lo que nuestra razón no puede razonar. Pero, honestamente, corriendo un poco el velo de la fe, que es tan válido como importante en la vida de todos, seamos sinceros: algunas cosas deben ir cambiando, porque el tiempo transcurre y con él los sucesos que afectan a las personas; el mundo cambia y los hombres y mujeres cambiamos con él. Con tan poca fe en los hombres y tanta fe puesta en algunas palabras, cuyo sentido también va cambiando, nos quedamos solos y huérfanos. Nos quedamos más solos, además, si en el camino debemos continuar obedeciendo el mandamiento de honrar a un padre que aún no ha sido capaz de pedir perdón y reparar tantas otras muertes.