domingo, 24 de julio de 2011

Réquiem (para lo que no muere)

Se traduce del latín, literalmente, como “descanso”. Sin embargo, guarda otros significados. Aunque ante todo, se refiere a la música, a cierta música dedicada a acompañar las despedidas y las ausencias. En todos los casos, salvando las variantes, el término habla de la lenta, cadenciosa y sonora resonancia que anuncia un antes y un después.
Es un género antiguo, una música creada, ejecutada y reelaborada en tan diversos modos como circunstancias ha habido, y habrá. Fue una composición culta, a veces religiosa y otras veces no tanto, que se practicó especialmente entre los músicos del siglo XVI. Variante musical de la poética elegía, el réquiem es uno de esos extraños y maravillosos casos en que la música se roza íntimamente con el silencio. Tres cosas -réquiem, silencio, música-, curiosamente, que rodearon y aún rodean la existencia igualmente misteriosa, igualmente única, de un compositor: Wolfgang Amadeus Mozart. Su vida fue breve, casi como el umbral entre el silencio y la música, o el que separa el aquí del allá. Sin embargo, fue una brevedad enorme.
La presencia de Mozart en el mundo es un ejemplo de cómo la vida de ciertos seres perdura indefinidamente en el tiempo, más allá de los camuflajes provisorios del cuerpo y de las obras. Un sonido lanzado a la resonancia a través del tiempo y del espacio, nunca acaba; por el contrario, se propaga y se extiende lejos de lo audible, en el ámbito de las percepciones humanamente imposibles donde ningún hombre y ninguna mujer son capaces de medir el tiempo ni el espacio. Lo mismo sucede con él. 
La magnitud de la obra de Mozart supera en todo sentido la medida de su existencia, breve, que duró apenas treinta y cinco años. Su última composición, el “Réquiem”, quedó incompleta. Murió antes de finalizarla; y sin embargo, la música continuó, como si su propio autor continuase haciéndola, repitiéndola. Uno podría pensar que el músico, en realidad, más que morir, fue deviniendo en su propia obra y continuó allí… dejando el cuerpo envuelto en misterios y soledad, para seguir camino transformado en música que se repitió hasta mucho después, a través de los siglos. Y con el correr del tiempo, su pieza póstuma se hizo mito, su biografía corrió la misma suerte; y por supuesto, las circunstancias de su muerte física tomaron el mismo camino.
Hasta el día de hoy existen al menos ciento dieciocho versiones diferentes sobre las causas que motivaron su desaparición física. Hay quienes afirman que fue asesinado por orden del emperador Leopoldo II, quien mandó ejecutarlo por ser masón. No son pocas las voces que insisten en la vinculación de Mozart con la masonería de los Iluminatti; y al parecer, el enorme éxito de sus composiciones hubiese colaborado con la propagación de las ideas de la logia y habrían puesto  en riesgo el poder absolutista. Otros hablan de tuberculosis, desnutrición, depresión psicótica, sífilis, hidropesía cardíaca, entre otras enfermedades. Claro que, si de mitos se trata, siempre hay alternativas más elaboradas a la hora de entretejer causas y fines.
Por ejemplo, se dice también que su muerte fue consecuencia de una falla renal. Según indican ciertos historiadores, dicha enfermedad renal se originó en la deformación de una de las orejas de Mozart. Es decir que, de acuerdo a esta idea, como las orejas y los riñones se desarrollan casi simultáneamente en el embrión humano, una deformación en una oreja sería el espejo exacto para descubrir una deformación idéntica, pero letal, en algún riñón. El avance de las ciencias, claro, pronto descartó esta idea; los siglos quisieron, además, que la otorrinolaringología y la nefrología se convirtieran en ramas separadas de la medicina. Nuestras orejas siguen siendo raras, de todos modos; y nuestras ideas, también.
Los médicos de la época, básicamente guiados por los relatos de quienes vieron el cuerpo del músico, afirmaron, contundentes, que su muerte se debió a una enfermedad que conocieron como fiebre miliar severa. Este mal abarcó y explicó por mucho tiempo casi cualquier síndrome cuyo síntoma principal radicase en la aparición de erupciones por pústulas. El tiempo quiso, también, que algún día llegasen los dermatólogos y los forenses. Pero para el momento no se realizó ningún análisis del cuerpo sin vida de Mozart. Mucho más nutritiva para las cortes y los narradores fue la suposición de envenenamiento, causado teóricamente por un oficial del Tribunal de la Corte que le habría suministrado acqua toffana. Franz Hofdemel, el oficial hipotéticamente culpable, era miembro de los Iluminatti y se quitó él mismo la vida tras asesinar a su esposa, a quien creyó amante del compositor.
Pero la versión que más adeptos ha ganado con el correr de los años ha sido aquella que indica como responsable de la muerte a Salieri, eterno rival de Mozart. Al igual que todas las demás, la culpabilidad de Salieri fue difundida también de oídas. Surge del relato que prestaron las enfermeras que lo atendieron cuando éste murió ciego y anciano en un hospital, donde habría confesado su acción poco antes de morir.         
Aún así, con todas las versiones que quedan sin citar, hay algo sobre lo cual no quedan dudas. Mozart murió en una soledad casi absoluta; su cuerpo fue enterrado en una fosa común, en un ritual sin más sonidos ni presencias que el resoplar de un sepulturero. Sobre sus últimos días y el progreso de sus síntomas sólo quedan testimonios escritos por testigos directos e indirectos; es decir,  literatura.
Los documentos más valiosos surgen de la autoría de sus médicos, de su hermana, su viuda y su hijo. Estos relatos escritos, con la visión propia y subjetiva de cada autor, sirvieron para que recientemente el físico William Grant y el investigador Stefan Pilz dedujeran que Mozart podría no haber muerto si hubiese tomado más sol. Definitivamente, aunque no se explique así la causa de su muerte física, me quedo con esta opción, la más poética de todas.
Pero, al margen de mis afinidades, otra explicación con pretensiones de rigurosidad científica ha surgido en el último tiempo. De acuerdo con las investigaciones de la Dra. Faith Fitzgerald, de la Universidad de California, Mozart murió tras padecer un caso agudo de fiebre reumatoidea. Esta enfermedad explicaría la fiebre alta, los constantes dolores de cabeza, las erupciones, el dolor en los brazos y piernas hinchados, el mal humor y la irritación que le causaba al músico austríaco el perseverante trinar de su canario. Cuentan los escritos de la época que poco antes de morir, el cuerpo de Mozart se había hinchado de tal modo que no era capaz de vestirse, no podía levantarse de su cama, deliraba, hasta que entró en coma y murió, silenciosamente. Allí quedaron otras escrituras, los esbozos de su Réquiem y las indicaciones a su ayudante sobre cómo debía finalizar la obra.
Un poco al margen de estas recientes conclusiones científicas, y otro tanto a raíz de ellas, está claro que no hay réquiem que pueda cesar cuando suena por la partida de seres extraordinarios. Seguramente, la muerte siempre será algo imposible de comprender, algo con lo que tendremos que lidiar de a fragmentos, parcialmente, entre explicaciones y teorías incompletas. ¿Cómo entender que algo o alguien, simplemente, ya no esté? Quizás, como sucede con la música y los réquiems, algo queda resonando donde un simple mortal no es capaz de medir el tiempo y el espacio. Y al momento de entender, o sencillamente de buscar, la literatura siempre está allí para darnos motivos y razones. 

jueves, 7 de julio de 2011

Retóricas (y cierto elogio a una Presidenta K)


Existe entre los humanos un arte viejo, más que antiguo, pero nada obsoleto, que sigue haciendo valer sus efectos entre los mortales. No importa el tiempo ni el lugar; a decir verdad, afecta a todas las sociedades por igual. Está tan instalado entre nosotros, que nadie se salva de echar mano de él cada vez que hace falta.
Pero ojo: los efectos pueden ser complejos, difíciles, irreversibles, si no se lo emplea como él mismo lo demanda, es decir, con arte y delicadeza, con conciencia. Claro, en el fondo la cosa es simple y le sobra claridad. Pero, por si acaso, bien vale un exergo mucho antes de empezar. Causa y efecto; o mejor dicho, causas y efectos. Eso es todo lo que hacemos. Un punto que dibujamos en cualquier superficie, y sucede que la línea continúa dibujándose con el color y la intención con que la creamos. Alguien arroja una piedra, un soplo apenas, o una palabra, y el movimiento ya se echa a rodar. Basta con un gesto, una tendencia, solamente una intención, y la acción se inicia. Quizás, lo más notable o lo más evidente en nuestro vivir como nos toca, en sociedad, sea lo que ocurre a nivel de las palabras. De ellas nadie puede salvarse, porque nadie puede zafar del lenguaje, cualquiera que sea. Entonces, ¿qué hacemos con las palabras? ¿Cómo es que podemos hacer tanto, simplemente con un enunciado? ¿Puede, una palabra apenas, desatar una catástrofe, o ponerle fin?
A decir verdad, sí, todo eso puede ocurrir, con todos los grises y semitonos que existen en el medio. Hace algunas décadas, ciertos lingüistas porfiados, decidieron dedicarse a descubrir qué ocurría con las palabras cuando ya están por fuera de la boca, del cerebro, del pensamiento. Hasta entonces, la lingüística y todas las ramas a ella asociadas, se habían limitado únicamente a pensar cómo es que funciona, se gesta, se instala y se transforma el lenguaje en el cerebro de los hablantes. Pero, siguiendo la premisa de que el lenguaje es un hecho fundamentalmente social, hubo quienes se aventuraron a explorar qué hacemos cuando decimos, o cuando no decimos.
Y fíjese qué curioso descubrimiento: advirtieron que, en una gran cantidad de ocasiones de la vida común, diaria, ordinaria de los humanos, el lenguaje es mal usado o “des-usado” simplemente con el objetivo de… ser correctos. Así funciona, de hecho, la retórica social y habitual de la cortesía; con lo que cabría suponer que, paradójicamente, los diplomáticos son los peor hablados de los mortales. Un ejemplo común de análisis, la realización de un pedido. Situación cotidiana: un embajador de Rusia se comunica telefónicamente con la secretaria de un embajador de Estados Unidos, y dice “¿podría hablar con el Sr. X?” Claro, la secretaria, correcta, cumpliendo con su trabajo y, además, obedeciendo las simples y básicas reglas de la cortesía, podría responder que sí, que aguarde un momento hasta que lo comunique; podría decir que no se encuentra; o que le toma el mensaje; o en fin, que su jefe se comunicará después o tantas otras cosas más. Por ahora, así las cosas, nada alteraría el curso de los acontecimientos mundiales ni sorprendería a nadie. Pero el hecho es que, en ningún caso la secretaria estaría respondiendo, estrictamente, a la pregunta. Si lo hiciera, podría decir algo como “sí, puede, si abre la boca y dice al menos una palabra”; o “no, no puede hablar hasta que se digne a aprender inglés”; o bien “no, no puede, porque el Sr. Embajador se niega a escuchar a cualquier ruso, ya me ha dicho que cree que todos los rusos son unos imbéciles”. En tal caso, y dado el contexto, quizás no hiciera falta mucho más para que, entonces sí, cualquier conflicto se desate y llegue a expandirse mucho más que lo esperado, cuando en realidad se trataba de una invitación para jugar al… TEG. Pero las reglas de cortesía funcionan así, y establecen que, en el caso de ciertos pedidos, es mejor preguntar (en vano) y no pedir.
Existen otras situaciones y circunstancias, otros contextos, en que pueden hacerse cosas con palabras que, con un enunciado simple y breve, cambian definitivamente el curso de los destinos. Por ejemplo, la fuerza de expresiones como “yo declaro”, “yo juro”, “yo prometo”, “yo sentencio”, “yo renuncio”, es tan determinante, que para deshacer lo hecho, cuando es posible, se necesita crear una larga y compleja situación cargada de otros hechos y otros enunciados. Y eso puede durar años, como sucede con un divorcio o una absolución; sin embargo, tras una declaración de matrimonio o una sentencia de culpabilidad, nada puede volver a ser lo que era.
En general, actuamos de manera muy poco cuidadosa con lo que decimos, o con la forma en que decimos. Del mismo modo, somos muy poco conscientes de lo que hacemos cuando decimos algo; y muchas veces, de lo que hacemos al no decir. Pero hay algunos casos, algunos hablantes, que se han perfeccionado especialmente en este vital arte de la retórica. Además de los publicistas, están los políticos. Aunque cuando se trata de discursos, la diferencia entre uno y otro oficio no es tanta. Ambos aprenden, pulen, perfeccionan el arte de la retórica con un mismo fin: persuadir a las masas; es decir, convencer, llevar a la mayor cantidad de personas a hacer y creer lo que ellos suponen y quieren que hagamos o creamos. En este sentido, el periodismo -o lo que por estos días se supone que es periodismo- suele tener un juego parecido; pero deliberadamente, lo dejo a un costado de la discusión. Y hablando de publicistas y políticos, no creo ser la única a la que le viene espontáneamente uno de los ejemplos paradigmáticos del caso: Joseph Goebbels. ¿Qué hubiese sido del régimen nazi sin él? Nada, tal vez. O muy poco. Además de ser el principal orador del Tercer Reich, Goebbels fue el ideólogo y el ejecutor de la sostenida y elaborada campaña ideológica-propagandística del nazismo. Fue capaz de conducir de las narices a tantos seres humanos como lo hubiesen hecho miles de flautistas de Hamelin. Y lo hizo sólo con eso: con palabras. Varios fueron los principios “técnicos” que dirigieron todo su accionar; uno de ellos, sobradamente claro, establecía que “las consecuencias propagandísticas de una acción deben ser consideradas al planificar esta acción”. Realmente, un sociolingüista avant la lettre.
Pero más me interesa destacar algunos otros casos, y algunas otras cosas más cercanas aquí, y mucho más lejanas a los efectos nefastos de ciertos conocimientos técnicos sobre los efectos que tienen sobre la psique humana las causas lingüísticas de ciertos oradores. Y es simple; tanto, que a más de un lector no se le habrá escapado el detalle: qué grande y qué profunda es la pobreza de la comunidad política argentina de estos últimos años en materia discursiva. Quizás el problema, el dilema sobre todo en vistas a las próximas y tan cercanas elecciones, no se deban tanto a la falta de ideas, de planes, de propuestas y de sujetos. Porque, aunque esas ausencias no pudieran resolverse, tal vez nadie las vería como tales o a muy pocos les importaría si los pobres candidatos siguieran siendo pobres candidatos pero, a la vez, ricos oradores. Mucho más allá de las adhesiones o los rechazos, de los gustos y disgustos, no dudo de que la popularidad de la actual Presidenta se debe a su capacidad discursiva; incluso en todos los casos en que se desempeña como lo hace sin discursos escritos. Hace pocos días, confirmó su candidatura para las próximas elecciones con un giro discursivo magistral: lo dijo sin decirlo. En su discurso por Cadena Nacional, Cristina Fernández se limitó a decir, y a repetir, textualmente: “nuevamente vamos a someternos a la voluntad popular”. Mientras otros aspirantes a candidatos riñen con el lenguaje y se cruzan palabras que sobran, un simple gesto, un hábil enunciado dijo e hizo mucho más de lo que dijo. Queda hecha la invitación a desglosar todas las implicaturas que se desprenden de aquella frase. Mientras tanto, la queja reiterada por la falta de debate, es tan vana como parece ser vano seguir esperando que entre los aspirantes queden elementos dignos de discurso.