jueves, 7 de julio de 2011

Retóricas (y cierto elogio a una Presidenta K)


Existe entre los humanos un arte viejo, más que antiguo, pero nada obsoleto, que sigue haciendo valer sus efectos entre los mortales. No importa el tiempo ni el lugar; a decir verdad, afecta a todas las sociedades por igual. Está tan instalado entre nosotros, que nadie se salva de echar mano de él cada vez que hace falta.
Pero ojo: los efectos pueden ser complejos, difíciles, irreversibles, si no se lo emplea como él mismo lo demanda, es decir, con arte y delicadeza, con conciencia. Claro, en el fondo la cosa es simple y le sobra claridad. Pero, por si acaso, bien vale un exergo mucho antes de empezar. Causa y efecto; o mejor dicho, causas y efectos. Eso es todo lo que hacemos. Un punto que dibujamos en cualquier superficie, y sucede que la línea continúa dibujándose con el color y la intención con que la creamos. Alguien arroja una piedra, un soplo apenas, o una palabra, y el movimiento ya se echa a rodar. Basta con un gesto, una tendencia, solamente una intención, y la acción se inicia. Quizás, lo más notable o lo más evidente en nuestro vivir como nos toca, en sociedad, sea lo que ocurre a nivel de las palabras. De ellas nadie puede salvarse, porque nadie puede zafar del lenguaje, cualquiera que sea. Entonces, ¿qué hacemos con las palabras? ¿Cómo es que podemos hacer tanto, simplemente con un enunciado? ¿Puede, una palabra apenas, desatar una catástrofe, o ponerle fin?
A decir verdad, sí, todo eso puede ocurrir, con todos los grises y semitonos que existen en el medio. Hace algunas décadas, ciertos lingüistas porfiados, decidieron dedicarse a descubrir qué ocurría con las palabras cuando ya están por fuera de la boca, del cerebro, del pensamiento. Hasta entonces, la lingüística y todas las ramas a ella asociadas, se habían limitado únicamente a pensar cómo es que funciona, se gesta, se instala y se transforma el lenguaje en el cerebro de los hablantes. Pero, siguiendo la premisa de que el lenguaje es un hecho fundamentalmente social, hubo quienes se aventuraron a explorar qué hacemos cuando decimos, o cuando no decimos.
Y fíjese qué curioso descubrimiento: advirtieron que, en una gran cantidad de ocasiones de la vida común, diaria, ordinaria de los humanos, el lenguaje es mal usado o “des-usado” simplemente con el objetivo de… ser correctos. Así funciona, de hecho, la retórica social y habitual de la cortesía; con lo que cabría suponer que, paradójicamente, los diplomáticos son los peor hablados de los mortales. Un ejemplo común de análisis, la realización de un pedido. Situación cotidiana: un embajador de Rusia se comunica telefónicamente con la secretaria de un embajador de Estados Unidos, y dice “¿podría hablar con el Sr. X?” Claro, la secretaria, correcta, cumpliendo con su trabajo y, además, obedeciendo las simples y básicas reglas de la cortesía, podría responder que sí, que aguarde un momento hasta que lo comunique; podría decir que no se encuentra; o que le toma el mensaje; o en fin, que su jefe se comunicará después o tantas otras cosas más. Por ahora, así las cosas, nada alteraría el curso de los acontecimientos mundiales ni sorprendería a nadie. Pero el hecho es que, en ningún caso la secretaria estaría respondiendo, estrictamente, a la pregunta. Si lo hiciera, podría decir algo como “sí, puede, si abre la boca y dice al menos una palabra”; o “no, no puede hablar hasta que se digne a aprender inglés”; o bien “no, no puede, porque el Sr. Embajador se niega a escuchar a cualquier ruso, ya me ha dicho que cree que todos los rusos son unos imbéciles”. En tal caso, y dado el contexto, quizás no hiciera falta mucho más para que, entonces sí, cualquier conflicto se desate y llegue a expandirse mucho más que lo esperado, cuando en realidad se trataba de una invitación para jugar al… TEG. Pero las reglas de cortesía funcionan así, y establecen que, en el caso de ciertos pedidos, es mejor preguntar (en vano) y no pedir.
Existen otras situaciones y circunstancias, otros contextos, en que pueden hacerse cosas con palabras que, con un enunciado simple y breve, cambian definitivamente el curso de los destinos. Por ejemplo, la fuerza de expresiones como “yo declaro”, “yo juro”, “yo prometo”, “yo sentencio”, “yo renuncio”, es tan determinante, que para deshacer lo hecho, cuando es posible, se necesita crear una larga y compleja situación cargada de otros hechos y otros enunciados. Y eso puede durar años, como sucede con un divorcio o una absolución; sin embargo, tras una declaración de matrimonio o una sentencia de culpabilidad, nada puede volver a ser lo que era.
En general, actuamos de manera muy poco cuidadosa con lo que decimos, o con la forma en que decimos. Del mismo modo, somos muy poco conscientes de lo que hacemos cuando decimos algo; y muchas veces, de lo que hacemos al no decir. Pero hay algunos casos, algunos hablantes, que se han perfeccionado especialmente en este vital arte de la retórica. Además de los publicistas, están los políticos. Aunque cuando se trata de discursos, la diferencia entre uno y otro oficio no es tanta. Ambos aprenden, pulen, perfeccionan el arte de la retórica con un mismo fin: persuadir a las masas; es decir, convencer, llevar a la mayor cantidad de personas a hacer y creer lo que ellos suponen y quieren que hagamos o creamos. En este sentido, el periodismo -o lo que por estos días se supone que es periodismo- suele tener un juego parecido; pero deliberadamente, lo dejo a un costado de la discusión. Y hablando de publicistas y políticos, no creo ser la única a la que le viene espontáneamente uno de los ejemplos paradigmáticos del caso: Joseph Goebbels. ¿Qué hubiese sido del régimen nazi sin él? Nada, tal vez. O muy poco. Además de ser el principal orador del Tercer Reich, Goebbels fue el ideólogo y el ejecutor de la sostenida y elaborada campaña ideológica-propagandística del nazismo. Fue capaz de conducir de las narices a tantos seres humanos como lo hubiesen hecho miles de flautistas de Hamelin. Y lo hizo sólo con eso: con palabras. Varios fueron los principios “técnicos” que dirigieron todo su accionar; uno de ellos, sobradamente claro, establecía que “las consecuencias propagandísticas de una acción deben ser consideradas al planificar esta acción”. Realmente, un sociolingüista avant la lettre.
Pero más me interesa destacar algunos otros casos, y algunas otras cosas más cercanas aquí, y mucho más lejanas a los efectos nefastos de ciertos conocimientos técnicos sobre los efectos que tienen sobre la psique humana las causas lingüísticas de ciertos oradores. Y es simple; tanto, que a más de un lector no se le habrá escapado el detalle: qué grande y qué profunda es la pobreza de la comunidad política argentina de estos últimos años en materia discursiva. Quizás el problema, el dilema sobre todo en vistas a las próximas y tan cercanas elecciones, no se deban tanto a la falta de ideas, de planes, de propuestas y de sujetos. Porque, aunque esas ausencias no pudieran resolverse, tal vez nadie las vería como tales o a muy pocos les importaría si los pobres candidatos siguieran siendo pobres candidatos pero, a la vez, ricos oradores. Mucho más allá de las adhesiones o los rechazos, de los gustos y disgustos, no dudo de que la popularidad de la actual Presidenta se debe a su capacidad discursiva; incluso en todos los casos en que se desempeña como lo hace sin discursos escritos. Hace pocos días, confirmó su candidatura para las próximas elecciones con un giro discursivo magistral: lo dijo sin decirlo. En su discurso por Cadena Nacional, Cristina Fernández se limitó a decir, y a repetir, textualmente: “nuevamente vamos a someternos a la voluntad popular”. Mientras otros aspirantes a candidatos riñen con el lenguaje y se cruzan palabras que sobran, un simple gesto, un hábil enunciado dijo e hizo mucho más de lo que dijo. Queda hecha la invitación a desglosar todas las implicaturas que se desprenden de aquella frase. Mientras tanto, la queja reiterada por la falta de debate, es tan vana como parece ser vano seguir esperando que entre los aspirantes queden elementos dignos de discurso.

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