miércoles, 3 de noviembre de 2010

Catarsis - II

Diversas y numerosas son las estrategias que a lo largo de los siglos se han desarrollado para conducir a los seres humanos hacia la purificadora meta de la catarsis. En los tiempos modernos, incluyen desde la terapia de la palabra hasta rigurosas y precisas técnicas de respiración, danzas, o medicinas poco tradicionales o cuestionablemente legales. También las hay muy cotidianas, muy poco artísticas, muy probablemente poco sanas.
Pero antes, volvamos un poco a los helénicos, a esos siempre tan iluminadores de uno u otro modo. Esos hacedores de preceptivas y poéticas que con claridad y precisión establecieron, para su tiempo y también para las generaciones que los sucedieran, las sanas y buenas formas en que los hombres -o “animales sociales”-debían gobernar, sentir, pensar y actuar. Según sus propios preceptos, todo hombre de bien, que mereciera llamarse digno y noble ciudadano (por ahora las mujeres quedaban de lado, pues para que fuesen reconocidas como “anthropos” harían falta varios siglos) debía atravesar la experiencia de la catarsis. Para lograrlo, los griegos se valieron fundamentalmente de un instrumento práctico: la representación teatral; más específicamente, de la ética, estética y moral herramienta de la tragedia. Todo lo que en ella era representado, así como todos los fundamentos filosóficos y artísticos que la sustentan, no eran otra cosa que la médula misma del ser humano en lo que lo hace ser lo que es. Por eso, más allá de los argumentos o historias que una tragedia pudiese contar, lo valioso estaba y está en el fondo de esa historia; y ese fondo, en fin, desde su perspectiva es y será el argumento esencial de la vida de todo hombre.
Todo comienza básicamente igual. Se presenta a un personaje protagonista, el héroe trágico, cuya vida es un ejemplo para todos los griegos, por su impecable conducta moral y también por sus condiciones biológicas, digamos, que lo hacen ser siempre rey o casi casi rey. Ahora bien, el problema es que para merecer la categoría de “héroe trágico”, este sujeto debe estar atravesando por alguna experiencia que lo haga quebrarse a sí mismo, ir dejando de ser lo que solía ser. Y, lo que es peor, se verá arrasado y arrastrado por la calamidad de que, con su error, su falta o su culpa, no sólo cambiará para siempre su vida sino también la de todos aquellos que lo rodeen; incluso, la vida y la historia de su pueblo o del mundo. ¿Por qué habría de ser tan grave? Pues porque, según lo entendían los griegos de aquellos remotos tiempos, las vidas de los humanos están regidas por una ley de equilibrio que no puede romperse entre el mundo terrenal y el mundo divino de los dioses, del que es apenas una imperfecta y pequeña copia, un simulacro (a veces, un tablero y un par de piezas que Zeus y los suyos acomodan y mueven a su antojo divirtiéndose a la hora del té). Tal como creían, cada vez que un hombre se atrevía voluntaria o involuntariamente a cometer un acto inadmisible por las normas morales y éticas establecidas para la armónica vida de las almas humanas, el equilibrio y la armonía entre el mundo terrenal y el divino se rompían indefectiblemente. Y esa ruptura acarreaba, inexorablemente, un caos que se trasladaría a la vida de todos los demás habitantes de la Tierra. Y sólo existía una forma de restituir el orden y el equilibrio: pagar con la propia vida el error cometido, mediante la muerte o un devenir despojado de todo lo que el héroe en cuestión pudiese llamar “vida”. Eso sí, antes de hacerlo debía cumplir una condición, la más dolorosa y grave de todas: tomar conciencia de su error o su falta.
En resumen, todas las tragedias griegas contienen este único argumento, aunque las historias y los nombres varíen en las composiciones de uno u otro autor. Y todo era, ni más ni menos, para el público. Todo ese mecanismo de la escenificación de la tragedia humana fue finamente pensado para el uso obligado que de él debía hacer el espectador. Y así como al héroe trágico le correspondían un itinerario y un destino, también el espectador tenía los suyos: asistir al teatro para ver representadas allí, en un reflejo metafórico, sus propias faltas y miserias; y para que eso sirviese a los fines de tomar conciencia de ello y, luego, una vez que la observación del espectáculo trágico lograse identificarlo con el héroe hasta mover dentro de su espíritu las emociones tóxicas que lo atormentan, estallar en llanto y dejar salir de sí esas emociones. Así, se supone, el espectador lograba una profunda purga de sus “pecados”, a la vez que se volvía un ser más consciente de sus actos cada vez.
Sorteando las innumerables variables que las “reglas” de la representación teatral han ido imponiendo a lo largo de los años para la escenificación de la tragedia humana, bien podemos decir que al día de hoy, todos y cada uno de nosotros asistimos a la escenificación de nuestra(s) tragedia(s) de forma cotidiana, repetida, rudimentaria, bruta, hiperbólica, obsesiva, neurótica, inevitable. Y lo hacemos nos guste o no, más involuntariamente o por efecto de las inercias de las formas de vida que el mundo nos propone, que por voluntad de purgarnos o volvernos seres conscientes y cada día más sabios. Lo hacemos porque no tenemos más opción que hacerlo, y vernos reflejados en lo que vemos; aunque nuestras historias particulares en nada coincidan con las historias de los personajes reales cuyas vidas seguimos día tras otro. 
La tragedia humana que seguimos de cerca y por capítulos días tras día no necesita ya de escenarios o disfraces para llevarnos a la catarsis una y otra vez. Por el contrario, apenas nos basta un televisor y algo de tiempo que podemos conseguir perfectamente mientras hacemos cualquier otra cosa. O bien algún otro medio de comunicación, pues esta tragedia nuestra de cada día todo lo impregna y lo contagia. Y ahí vamos, viendo o leyendo ayer, hoy y mañana las incontables aventuras de gente que de la noche a la mañana se vuelve príncipe o princesa por los efectos de una noche de amor o una próxima boda con algún sapo afortunado o hada talentosa que, apenas con un tris, los coloca en un titular, una tapa o, en el mejor de los casos, dentro de un aparato cuadrado y cada vez más chato con cable y enchufe. 
Y ahí vamos, también, asistiendo a las tragedias ajenas y sufriendo por el temor acuciante de que podamos ser nosotros, y por la neurosis de vernos identificados como posibles víctimas de todo cuanto delito acontezca de aquí a la esquina o a miles de kilómetros a la redonda. Miramos y seguimos a pies juntillas, atónitos pero fascinados, los embates de la falta de higiene, de seguridad, de justicia que sufren otros tantos seres humanos. Y muchas veces, nos vamos a dormir aliviados de que sean otros los que sufren. Y a la vez, muchas veces nos dormimos con el irreprimible deseo de no ser precisamente nosotros los protagonistas de otras historias que quisiéramos vivir y no sabemos cómo cuernos hacer que se nos vuelvan realidad. Y muchas veces, además, nuestras vidas se empapan de padecimientos y pánicos que no tienen nada que ver con nuestra propia vida, ni con nuestro auténtico padecer ni ser ni sentir.
Nosotros, los que perdimos de vista y de rastro hace tiempo el sentido del equilibrio entre ser y desear, buscamos ahora las alternativas más inmediatas para hacer catarsis y quitarnos de encima tantas tragedias que queremos y no queremos vivir. Y lo hacemos porque ya nos han prevenido de que desahogar y no reprimir es la mejor forma de evitarnos a futuro un cáncer, una calvicie, un infarto, la impotencia o la frigidez. Al mismo tiempo, manoteamos lo que sea necesario con tal de encontrar la cura a la angustia o al estrés que nos pisan los talones cada día, cada noche. Y ahí vamos, de implosión en explosión, a la llamada de la catarsis, esa higiene emocional que tanto deseamos lograr para el bien de nuestra salud, y nuestra paz…

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