domingo, 19 de diciembre de 2010

Populares

De un tiempo a esta parte, las distintas realidades de los países latinoamericanos parecen coincidir en un punto común, fundamental: se autodenominan y autodefinen como “populares”. Por extensión lógica, esto debería significar que todas sus ideologías, expresiones, políticas y acciones buscan afectar positivamente la realidad vital de sus pueblos, es decir: la de todos los habitantes de las respectivas naciones. Pero, ¿es realmente así?
Pues de eso se habla cuando se habla de “pueblo”: del conjunto total de personas que habita una nación y la constituye, del capital humano que la conforma de punta a punta, con todos los vaivenes y diferencias que existan entre los individuos, inalienablemente unidos por el trazo común de ser al mismo tiempo el resultado y la suma de numerosas partes. Se trata de la parte viva y real de la cartografía, conjugada en un ser común y múltiple. Para las naciones contemporáneas, hace tiempo ya que la noción de “pueblo” se ha transformado en un concepto propio e indispensable del derecho constitucional; íntimamente ligado, además, a los derechos humanos que las constituciones contemporáneas de casi todos los países del mundo también incluyen entre sus principios básicos y sus prioridades civiles y políticas. Por lo tanto, cuando hablamos de “gobiernos populares” deberíamos estar hablando de gobiernos cuya meta primordial radica en remover de sus hábitos el enquistado y tan antiguo hábito de gobernar con políticas para el beneficio de pocos y el perjuicio -velado- de unos cuantos.
Así las cosas, en el profundo y valioso giro conceptual e ideológico que intenta significar últimamente eso de “gobierno popular” en el contexto latinoamericano de estos últimos años, con todas las acciones que obliga a llevar a cabo, se estaría efectuando un avance tan profundo como definitivo en la consolidación de la noción misma de “pueblo”. Y ahí se encontraría, de hecho, el gesto revolucionario legítimo que varios países y gobiernos del subcontinente intentarían ejercer sobre la amplia realidad del mundo, marcando la diferencia con naciones de otras latitudes. ¿Cómo lograrían semejante cosa? Dejando de lado las letras chicas del diccionario, las definiciones adicionales que otorgan el carácter de “pueblo” a cosas tan distintas como contradictorias: “ciudad o villa; población de menor categoría; conjunto de personas de un lugar, región o país; gente común y humilde de una población; o país con gobierno independiente”. Acepciones y opciones, como se ve, muy débiles, susceptibles de aplicarse con márgenes demasiado amplios de relatividad; tanto que, en la multiplicidad de significados que ofrecen, hacen de la palabra “pueblo” un concepto más divisorio y separatista que unificador. Y todas ellas, vaya casualidad, extraídas de la “carta magna” del idioma español que hablamos los latinoamericanos, la Real Academia Española. Entonces, si realmente fuese así, si un importante grupo de Estados latinoamericanos coinciden en aunar esfuerzos para llevar adelante esta revolución, la de gobiernos populares que trabajan por borrar las ficciones divisorias que durante siglos repartieron hostilidades y beneficios desparejos para sus individuos, somos los privilegiados habitantes del mundo que viven en un escenario de cambio real donde la idea y el deseo de un mundo mejor, más justo y equitativo, es una cosa real. Pero creo tener algunas malas noticias, a pesar de la belleza de los discursos, y es que los hechos cotidianos vividos acá nomás, en casa o a kilómetros de casa, muestran exactamente lo contrario: todavía somos pueblos fracturados internamente, aún hacemos grandes y claros esfuerzos por pisarnos las cabezas los unos a los otros.
¿Qué otra cosa deja al descubierto, si no, lo ocurrido hace pocos días con la comunidad toba de los Qom, en Formosa? Largos y difíciles meses de corte de una ruta como forma de protesta visible y audible, y como única alternativa de defensa a los derechos humanos -tan propios de una comunidad aborigen como de cualquier otro grupo humano-, muestran con excesiva y hasta dolorosa claridad que el poder de una Constitución o de un gobierno constitucional para garantizar los derechos de todos sus ciudadanos sigue siendo algo laxo, relativo, débil. Muestran, también, que el diálogo no ha dejado de ser una cuenta pendiente de las democracias jóvenes y vapuleadas de los pueblos sudamericanos, que a duras penas las han conseguido y sostenido a lo largo de sus biografías. Muestran que el poder de las razones económicas y el de las filiaciones políticas no han dejado de ser tan fuertes como en otras épocas, porque todavía conservan la capacidad de imponer sus razones por sobre las razones elementales del respeto a la vida de los otros.
Cada vez que una empresa minera extranjera o un grupo empresarial sojero o un gobierno provincial decidan arrasar con las personas y los hogares en un territorio determinado para tomar por la fuerza terrenos de propiedad comunitaria, otorgados y validados como tales por derecho ancestral y también por instrumentos legales como la Ley 23.160 de Emergencia de Tierras de las Comunidades Originarias, se está mostrando que no hay coherencia entre el discurso y el acto. Y peor aún, la violencia, la impunidad, las persecuciones, las desapariciones y las muertes que estos episodios dejan en el camino, están mostrando que los derechos son tan frágiles como es tan relativo el carácter de “humano” para las personas que se suponen dignas beneficiarias de sus derechos humanos, es decir, todos y no algunos: el pueblo entero.
Lo que ocurrió meses atrás en Andalgalá, de lo que ya no hablamos más, y lo que sucedió hace días apenas en La Primavera, de lo que hablamos y sabemos cada día un poco menos, muestran que una topadora Caterpillar o una bala siempre serán más fuertes que una comunidad entera intentando dialogar con el resto de su pueblo, o pidiendo ayuda a sus dirigentes o a su Presidenta. Hechos así, a las claras, son todavía mucho más fuertes que cualquier topadora o un proyectil para hacer polvo las hermosas quimeras discursivas que nos decoran la vida política y los orgullos bicentenarios día tras día. Porque con hechos como estos redescubrimos una vez más la facilidad que supimos desarrollar para la apatía cuando lo que se incendia son las vidas ajenas y no la mía ni la suya, acá en Buenos Aires o en Córdoba, Santa Fe o Santa Cruz. Allá en las puntas pobres del país, ni siquiera sabríamos decir con certeza quién gobierna ni cómo o de qué se vive.
Pero hay datos que no tienen desperdicio. Datos que, como anécdota, bien servirían para engrosar el historial de nuestras vergüenzas. Por ejemplo, no se puede dejar pasar el hecho de que Gildo Insfrán, gobernador de la provincia de Formosa, es el peronista que por más años ha sabido mantenerse en pie sobre las altas esferas del poder político. Gobierna en su provincia desde 1987 hasta el día de hoy, 21 años ininterrumpidos, ocho años como vicegobernador y el resto como gobernador de una provincia que hace honor a la democracia con su sistema de reelección indefinida. Una provincia, la de Gildo -y sí, es suya, ¿o no?-, que cuenta con un total aproximado de doscientos mil electores, cincuenta mil de ellos viven de los planes Jefes y Jefas de Hogar, y otros sesenta mil se sustentan como empleados públicos. Una provincia hecha de rehenes políticos, donde además el 80% de los empleados públicos cobra de su jefe y gobernador sueldos inferiores al mínimo vital.
Una provincia hecha de contrastes, construida a fuerza de violencias, despojos y silencios. Así es Formosa, como podría ser también Catamarca, Jujuy… Como lo es, de hecho, la Argentina misma. Un país que no dijo nada, que no hizo nada. Un país, un pueblo que calló y que dejó pasar. ¡Y qué raro! Nadie dijo ni hizo nada tampoco desde otros gobiernos populares, mientras matábamos a los tobas para hacer soja donde tenían sus casas. Y eso que tenemos amigos presidentes con sangre india en las venas: Hugo, Evo, Rafael… ¿Y Cristina? Vieja amiga de Gildo, qué pena…

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