sábado, 22 de enero de 2011

Mundos

El mundo se ha vuelto cada vez más hostil. El tiempo pasa, cada vez, más veloz y más efímero. Estamos en una franca decadencia de los valores. Vamos de mal en peor. El planeta se deteriora. Somos presas del consumo, del sistema, de las variables de la economía mundial, de las coyunturas socioculturales y políticas ajenas. El mundo es cada vez más chico. La vida, cada vez, parece más extraña.
Y los discursos que nos circundan, cada vez más masivos; nosotros, los receptores, cada vez más permeables a la información, más vulnerables a los datos y a las estadísticas que nos describen e informan de qué va y cómo va el mundo en que vivimos. Y así, de tanto repetir y recibir, vamos creyendo demasiado muchas de las cosas que recibimos desde fuera. Cosas que, en general, carecen de sustento; pero como andan dando vueltas por ahí, simplemente les otorgamos el crédito de la credibilidad por la mera “publicación”. Y desde fuera, desde aquellos discursos que recibimos y repetimos como conducta adquirida e involuntaria, y con una muy relativa capacidad para la crítica y el discernimiento, adoptamos muchos más lugares comunes de los que se mencionaron al comienzo.
Los últimos años han tenido, para todos, ejemplos en abundancia. Algunos, por cierto, algo excesivos. Y sobre ellos hemos discutido aquí, en esta misma página. Pero como breve anecdotario bien vale recordar al menos mínimamente lo que sucedió y nos sucedió con la gripe A, aquellos meses en que fuimos presas inescapables del mal ante un enemigo inatrapable, silencioso, invisible. Y vienen pasándonos cosas similares una vez tras otra, acontecimientos que nos ponen en la situación de no poder saber exactamente qué hay de cierto y de falso en lo que se dice y en lo que -supuestamente- ocurre. Por ejemplo, ¿qué tan cierto es eso de que el mundo es decidida y definitivamente cada vez más hostil? Por supuesto, no puedo hablar de cómo habrá sido vivir antes de la Revolución Industrial, pero imagino que no debe de haber sido nada fácil tratar de vivir bien en un mundo desprovisto de las tecnologías con que me acostumbré a vivir en el mundo tal cual era cuando comencé a habitarlo. Lo que pudiese imaginar acerca de la vida durante la Primera o la Segunda Guerra Mundial, sería aún más fantasioso y errado: no estuve allí, sé que fue duro, horrible, espantoso, pero lo sé por boca de otros. De todas maneras, sin guerras ni luz, sin teléfonos ni rueda ni calefacción, la vida para el hombre no habrá sido mucho más agradable ni sencilla en los tiempos del homo erectus, ni del habilis, ni del sapiens. En fin, a cada época su dificultad. El mundo nunca ha sido ni será sencillo. Los obstáculos, supongo, son parte constante de la superación con que nos desafía, sin ir más lejos, la mera supervivencia.
Pero lo peor de todo, en el mundo y la vida actuales, es que el tiempo pasa a pasos cada día más acelerados. Explicaciones sobre este extraño fenómeno de la experiencia y la percepción abundan. Hay quienes dicen que se trata simplemente de una consecuencia de la ansiedad y el estrés, esos enemigos capitales que la vida moderna ha plantado ante las vidas humanas para cercenarnos el placer y la calma. Según esta teoría, los altos niveles de estrés y ansiedad trastornarían nuestra percepción del tiempo por la simple y compleja razón de que nos apresan en un estado de constante deseo sin satisfacción, de permanente aspiración a algo futuro que nunca llega ni satisface como debería hacerlo. Así que por eso, tan preocupados por lo que será y no es, se nos escapa el aquí y el ahora y el tiempo se disuelve en nuestra experiencia, más parecida a una ausencia y a una frustración crónica que a un fluir del hombre por el camino de sus derroteros.
Pero no todo es culpa nuestra, en verdad es el mundo, el universo, el verdadero culpable de esta escapada feroz de las horas. Según dicen ciertos paladines de la física cuántica y algunos otros exponentes de la astronomía holística, nuestro planeta está siendo afectado por una alteración en su campo vibratorio. En este preciso instante, progresivamente y sin retorno posible, se estarían invirtiendo los polos magnéticos de la Tierra. Eso haría que el tiempo, en efecto, esté mutando en sus ritmos y nuestras formas de medición vayan resultando insuficientes. Y llegará un día, dicen, en que esta alteración provocaría una inversión en el sentido de rotación de nuestro planeta; el sol saldría y se pondría por la otra esquina y vaya a saber qué otras rarezas se irán sucediendo. Aunque muchos ya nos avisan que sólo se notará al momento de chequear una brújula, cuando la flechita no sea capaz, como solía serlo, de indicar idóneamente la dirección norte de los horizontes.
Es que, ya ve, dentro de muy poco (cada vez más poco, porque el tiempo corre como loco) ya ni en las brújulas se podrá confiar. ¿Qué haremos cuando ya no podamos saber dónde dejamos nuestros nortes? ¿Será cierto, entonces, eso de que vamos de mal en peor? Caballeros eran los de antes, prolijos y peinados, trabajadores y responsables, piropeadores… Ahora, ahora ya no hay valores, oigo decir; antes uno podía confiar en las personas (y en las brújulas, ¡carancho!) y la palabra valía, no como ahora que todo eso ya está perdido… Mujeres eran las de antes, delicadas, dedicadas, aplicadas, y no como ahora, apuradas, medicadas… Claro, ya no creemos como antes ni volveremos a creer en el valor de la palabra como se hacía antes, volver a esa capacidad de fe es algo verdaderamente imposible. De hecho, ¿quién se atreve a creer ciegamente en la palabra ajena si vivimos, nada más ni nada menos, que en la era de la manipulación discursiva? Créame, hasta se trata de una cuestión de rigor científico que de tanto practicar durante décadas, y a fuerza de pruebas, ensayos y errores, ha ido dando en el clavo sobre cómo hacer para dirigir las voluntades humanas por medio de algo tan inocente como el lenguaje. Pero no sólo las voluntades, le diría que hasta el espíritu mismo, el pensamiento, el deseo, los dolores, las curas, las enfermedades, las esperanzas, las razones, los motivos, los fundamentos, y los refranes que nunca mueren pero sí se adaptan para mutar de sentido según las apetencias de las circunstancias. En fin, valores sigue habiendo y los habrá, siempre. Que no todos tengamos o conservemos los mismos, habla de un valor tan valioso como vital para las vidas de todos los hombres de este extraño mundo actual: la diversidad, entendiendo y reconociendo que ya nunca más el distinto a mí dejará de ser humano por ser distinto. No hace falta que nos veamos obligados, presionados, exigidos a que todos los seres humanos del orbe nos caigan simpáticos, las afinidades y las empatías corren por otro carril; se trata, simple y llanamente, de no volver a olvidar que todos somos personas, y punto. Quizás ese giro drástico de la conciencia humana sea más revolucionario y conmovedor que la inversión magnética de los polos o cualquier otro avance tecnológico que pueda modificarnos de pronto la vida otra vez.
El mundo es cada vez más chico, no lo dudo, pero es que cada vez somos más. Se van poblando los continentes con más almas cada día, y mientras eso pasa, nos vamos rozando cada vez más. Será un mundo, quizás, sin nortes definidos ni definitorios, con rumbos cambiantes y plagado de incertidumbres, cargado de desnudez ante lo que nos sorprende y no conocemos ni sabemos manejar. Será, tal vez, un mundo difícil, tan poco serio, que nunca volverá a ser lo que era. Pero, ¿sabe qué? Me gusta este mundo: al igual que todos los mundos anteriores, también cuenta con la privilegiada capacidad de la mutación. Este mundo también puede cambiar.

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