miércoles, 9 de febrero de 2011

Catarsis - III

Pueden ser curiosos, como a veces rozar con cierto tinte de belleza o de espanto, los ejemplos que encontramos en el mundo para equiparar al ser humano o a sus comportamientos, con el resto de las criaturas o de los objetos que el mundo nos ofrece. Desde cierto punto de vista, la psique humana podría asimilarse casi perfectamente a la naturaleza y el funcionamiento de una olla a presión.
En principio, porque aunque suene burdo o extremadamente simplista, es allí donde todo lo que ingerimos se cocina y se procesa, en la psique. Esa "cosa" extraña y más inasible que cualquier otra, que no es ni el cerebro ni el alma, ni el espíritu ni la mente, sino algo más bien intermedio y difícil de definir. Algo que nos perturba, pero sin lo cual no podríamos vivir. Mal que nos pese a casi todos los mortales, es el órgano que más picazón nos produce, el que más males propaga y propicia en el resto del organismo, pero no existe la posibilidad de extirparlo. Hemos de vivir con nuestra psique a cuestas, cueste lo que cueste.
Todo lo que nos llega desde fuera, y también absolutamente todo lo que se genera dentro nuestro, va a parar allí, a esa pequeña y extraña olla que habita en algún punto indeterminado de nuestra existencia. Al igual que la olla a presión, la psique cuenta con una válvula de escape por donde salen hacia afuera aquellas cosas que sobran, lo que siglos atrás se llamaba "humores": todos esos sobrantes tóxicos que no tienen lugar dentro del recipiente. En el caso de los usos culinarios, la válvula libera el vapor que se genera por el calor interno a medida que se lleva a cabo la cocción de los alimentos, cada vez que la presión llega a determinado límite. En estos recipientes que la tecnología ha inventado para optimizar los tiempos de las amas de casa frente a las hornallas, hay además una válvula de seguridad que funciona de forma automática liberándose cada vez que la temperatura y la presión internas son demasiado elevadas. Y según dicen los expertos, no es nada raro que eso ocurra, pues lo más común es que ciertos alimentos obstruyan la salida habitual de vapor mientras se cuecen.
Y lo mismo ocurre con la olla a presión que es nuestra psique. Allí donde todos los pensamientos y emociones se cuecen según las temperaturas y los tiempos que no sabemos ni logramos manejar oportunamente, existe una válvula de escape común que nos permite llevar adelante nuestras vidas cotidianas sin mayores sobresaltos. Algo hace que en nuestro andar y vivir de cada día, la olla-psique vaya liberando tensiones de su presión interna para permitirnos, sencillamente, seguir adelante. Pero, y he aquí el inconveniente, todo lo que se cuece dentro de nuestro inasible recipiente interior, sin darnos cuenta y sin querer queriendo, va dejando residuos que un buen día,
sorpresivamente, nos dan la pauta de que la válvula habitual se ha obstruido.
Y ahí es cuando arrancan los achaques. Generalmente, las señales de alerta por obstrucción se dan de forma tan patente como clara; a menudo, lo más común es que se manifiesten bajo la forma de temores, o fobias.
Gracias a la bendita intervención de la industria farmacéutica en el quehacer de todos los mortales del mundo en nuestra época, hemos descubierto que existen soluciones para todos esos casos. Porque, antes, nos han permitido comprender (y bien se han ocupado de eso, difundiendo de manera masiva y recurrente los mensajes para el caso) que, aunque creamos que nos estamos muriendo, en verdad nada de eso ocurre. Y por suerte, así nos hemos liberado de lo que hace algunas pocas décadas atrás, nos hubiese marcado con el estigmatizante signo de varios tipos de locura. Sabemos ahora que no nos estamos muriendo ni teniendo un infarto ni una muerte súbita, sino que estamos experimentando las múltiples y simultáneas formas de  expresión de un ataque de pánico. Porque en verdad, lo que sucede más en el fondo de eso, es que ha entrado en su justo punto de ebullición algún trastorno de ansiedad que nos aqueja; aunque, claro, solíamos vivir sin saberlo. Pero, más en el fondo aún, sabemos ahora que esa ansiedad no es tal, sino un cúmulo de angustia que se venía cocinando a fuego lento y liberando residuos hasta que la válvula de escape habitual se nos obstruyó y comenzamos a ver las señales. Ahí llega, entonces, el momento en que la válvula de seguridad saldrá a escena y se mostrará ante nosotros plenamente, vestida de gala, parándose ante nosotros y mostrando todo aquello que deja salir a borbotones sin que podamos detenerlo.
Quizás, un sinfín de fantasmas y "recuerdos olvidados" salgan a desfilar delante de nuestros ojos, aun cerrados. Algunos, en un arrojo de salvataje, podrían hacer lo que los apurados hacen con sus ollas cuando quieren abrirla porque ya la mesa está servida: llevar la olla bajo un chorro de agua fría. Sin embargo, contrario a la folklórica instrucción sobre cómo calmar a los niños en sus arranques de capricho, esto no hace más que empeorar las cosas. ¿Por qué? Pues porque dentro de la olla a presión el agua nunca llega a hervir, sólo se calienta a altas temperaturas sin llegar al punto del hervor o la ebullición. Y cuando creemos que metiéndola bajo agua fría podemos abrirla rápidamente para cortar con la cocción, no hacemos más que dar lugar a un fenómeno físico por el cual justo en ese momento la ebullición se produce súbitamente; el resultado suele ser riesgoso, ya que abriendo la olla en ese momento enfría las paredes del recipiente, condensa el vapor de agua del interior, se produce una súbita ebullición y el contenido escapa inconteniblemente por cualquier esquicio, y eso puede quemarnos, y mucho. Por supuesto que abrir la olla a destiempo sin recurrir al lavado de cara con agua helada también tiene sus riesgos, pues cuando aún está a presión, la apertura súbita deja salir los vapores anárquicamente a temperaturas demasiado elevadas.
Menuda tarea de resistencia la de la olla a presión, ¿verdad? Por eso es que desde que se han inventado se supo que debían fabricarse con materiales duros, aguantadores, aluminio o acero han sido siempre las opciones. Ahí es donde nos encontramos en desventaja nosotros, los pobres mortales que, vayamos donde vayamos, vamos llevando a cuestas nuestra olla a presión de paredes finas, endebles, delicadas. La psique humana, es claro, no está preparada para soportar los niveles de presión que, en comparación, están listas para aguantar y sostener las ollas donde un repollo se cocina en un minuto, o se cuecen las habas en cinco, o las papas en cuatro, o un pollo entero en apenas veinte minutos reloj. No. Nuestra psique maneja otros tiempos, otras alternativas. Y viene con ninguna garantía de fábrica adosada que nos certifique el correcto funcionamiento de sus válvulas de escape. Por eso, acaso intuitivamente o instintivamente, necesitamos que ciertas cosas nos movilicen lo suficiente como para abrir esa válvula y liberar todos nuestros humores. Aunque eso ocurra sólo de vez en cuando, una vez cada tantos años, o excepcionalmente.
Suele suceder, y creería que se trata de algo indudablemente magnífico, que las experiencias de los otros nos sirven como puente propulsor para desahogar los humores que venimos cociendo en nuestro interior. Usualmente, son las experiencias límite o los hechos dolorosos los que nos mueven a eso. Más aún, las pérdidas que por una razón o por otra experimentamos como grandes e irreparables pérdidas. Días atrás, todo un país abrió sus ollas y dejó salir sus humores. La muerte de un ex presidente pudo haber sido la excusa, el motivo, la razón. Diferentes y muy diversos han sido los ingredientes que ese hecho dejó salir en todos nosotros. Tristezas, amargura, desesperanzas, temores, especulaciones, secretas alegrías, ilusiones reprimidas. Como sea, y lo que haya sido, bien valioso y maravilloso es el cuadro: un país entero mostrando la hilacha. Para bien o para mal, pero dejándola ver y no pudiendo esconderla. Lo mejor del caso, sin dudas, es que durante y después de la catarsis, no hay ni puede haber nada más clarito que la honestidad. Ante ella, todos quedamos desnudos.

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