miércoles, 9 de febrero de 2011

Catarsis - IV


Los principios activos de la catarsis, las sustancias que la nutren, son básicamente dos: identificación y descarga. Por supuesto, uno no funciona sin el otro. De hecho, interactúan de manera recurrente e incesante en la vida cotidiana de todos los mortales, aunque generalmente no notemos que están ahí dentro de nosotros, haciendo de las suyas.
No tengo dudas, estoy segura de que le sorprendería mucho más de lo que imagina saber cuántas y de qué características son las alternativas terapéuticas actuales cuyo medio y fin coinciden en la beatífica meta de la catarsis. Es que, en los tiempos que corren, pocas cosas tan en boga hay como la imperiosa tarea del autoconocimiento. Labor que, bien lograda y practicada con constancia, debería saber conducirnos hacia un mundo mejor, hacia una vida mejor, hacia una existencia mejor. Y para ir a por ello y lograrlo, nada mejor que despojarse, quitarse de encima viejos cueros, falsas cargas, estructuras caducas e insanas, apartarse los nubarrones para ver, realmente ver.
Así que en esto de ver, o de vernos, nos ponemos a jugar a los espejos. Y ese, claramente, es un deporte cada vez más común y extendido en el mundo. A través de los espejos que atravesamos en la mirada hacia los otros y en el contacto con todos los otros que nos rodean, vamos forjando vínculos de identificación, positiva o negativa, pero identificación al fin. Y según los condicionamientos que nuestra psique o nuestro modo de vivir hayan adoptado, vemos en los otros aquello nuestro que no somos ni quisiéramos ser, y entonces nos sentimos aliviados por vernos diferentes; o encontramos allí lo que quisiéramos ser y no somos, y entonces es la frustración, o el enojo, o el deseo irrealizable lo que nos carga y ahoga.
De unos años a esta parte, ya se ha convertido en un lugar común el hecho de advertir que los medios masivos de comunicación construyen una cantidad de “modelos” o “ideales” que gran parte de la humanidad aspira a realizar, aun cuando en la mayor parte de los casos dicha tarea cueste la salud o la vida misma. Generalmente, estos ideales o modelos encarnan aspectos físicos o estéticos, y por muchos son considerados como los “estándares” de belleza cuando, en verdad, son contados los seres humanos capaces de calzar en ellos. Mucho más de la mitad de la población mundial queda por fuera de esos ideales. Y ese espejo, esa identificación, negativa obviamente, es fuente y origen de una enorme cantidad de angustias o frustraciones.
Pero los espejos que nos rodean y acosan no siempre tienen que ver con la cuestión física, ni con los ideales de belleza que teóricamente deberíamos poder cumplir. Más bien, la mayor parte de estos espejos tienen que ver con algo bastante diferente, mucho más silencioso y menos visible. Dejando de lado la cuestión física, pensemos por ejemplo en cuáles y cómo son las condiciones que un hombre debería poder cumplir para ser hombre, o una mujer para ser mujer. Por mucho que parezca que las sociedades del mundo hayan avanzado en este terreno, lo cierto es que los seres humanos todavía nos disputamos con estos mandatos, lidiamos con ellos, nos peleamos, nos rebelamos, pero aun así, difícilmente logramos librarnos de ellos realmente. Piense, si no, en el revuelo que ha suscitado en Irán el caso de Sakineh Mohammadi, la mujer iraní finalmente condenada a ser asesinada mediante lapidación por estar acusada de adulterio. Luego de que incluso su hijo varón se hubiese rebelado ante las autoridades saliendo en defensa de su madre, los mandatos morales o religiosos fueron más fuertes. Los usos y costumbres se impusieron de tal forma que madre e hijo retiraron sus dichos, y la sentencia finalmente siguió su curso. En un caso como este, ante la saturación y la angustia profundas, un individuo que se rebela y que en una catarsis inevitable comete un acto que va en contra de las normas, es castigado y “justamente” condenado por el resto de la sociedad. Al mismo tiempo, la sociedad encuentra en ese individuo una vía de escape para depositar en ese hecho y en ese sujeto lo que ve de sí misma y no está dispuesta a aceptar ni tolerar, y reacciona en consecuencia.
Siglos atrás, especialmente durante el Renacimiento, la sociedad europea dedicaba ciertos días de su calendario a la expurgación de sus “fantasmas”. Durante los carnavales estaba permitido ser lo que se quisiera ser, el juego con las apariencias y la libertad de las máscaras no sólo otorgaba sino que demandaba de cada uno el permiso de “encarnar sus deformidades” sin que ello fuese motivo de prejuicio, perjuicio o vergüenza; y sin que nada de lo que allí sucediese fuese digno de algún tipo de condena. Justamente porque en las jornadas carnavalescas las normas sociales, éticas y morales dejan de regir sobre las vidas de hombres y mujeres; y porque allí se premia lo imperfecto, lo grotesco, lo absurdo, todo lo que no tiene lugar en lo que podría llamarse la vida común o la normalidad de una sociedad. De hecho, todo carnaval culmina con la coronación y el alzamiento de su rey, el Rey Momo. ¿Y quién podría ser rey del carnaval sino aquél que más y mejor liberase sus instintos, aquel que más se riera y que más risa provocara en los demás? Por supuesto que "en los papeles", estos carnavales servían para “evitar males mayores”, pues durante esos días los individuos podían liberar la energía contenida durante el resto del año en que las normas sociales condicionan la vida humana.
Claro que los carnavales no fueron ni son patrimonio exclusivo de la Europa renacentista. En realidad, el carnaval es una fiesta popular por demás antigua, y apenas una de tantísimas fiestas populares que los pueblos antiguos bien supieron celebrar periódicamente para el simple y fundamental objetivo de que sus individuos tuviesen la chance de encontrar situaciones de placer y diversión. Contextos donde la catarsis era más bien algo habitual, y a la vez algo mucho más placentero que una explosión violenta de emociones y tensiones que estallan sin forma ni orden ni nombre.
Con el tiempo, y con la separación cada vez más drástica entre Oriente y Occidente, los carnavales dejaron de celebrarse; en muchos casos, se prohibieron. Lo mismo ocurrió con muchas de las fiestas populares. Curiosamente, el avance de la Modernidad, en su utopía revolucionaria de progreso que cambió de una vez y para siempre la vida humana, fue eliminando sistemáticamente los espacios de catarsis con que contaban las sociedades para purgarse de sus angustias y pesares. En la ecuación orden más progreso igual Modernidad, las sociedades del mundo fueron delineando la cartografía de sus nuevas normas éticas y morales, a través de las instituciones que fueron y aún son el conjunto de engranajes que las hace funcionar y marchar hacia adelante. Cada actividad y conducta de los seres humanos encontraría su lugar en una institución específica diseñada a tal fin. Dos ejemplos extremos: para la formación y la enseñanza, las escuelas y academias; para el castigo y la rectificación de las faltas, las cárceles o los asilos. Para la diversión y el placer, para el gozo, para la catarsis, un instructivo cada vez más extenso y riguroso, y espacios bien delimitados. 
Así las cosas, lo que fue quedando cada vez más por fuera de la vida cotidiana y se fue transformando en tabú, en deseo irrealizable, en frustración, en pecado, fue formando espejos ante los que todavía nos miramos sin reconocernos. Y la libertad real se nos presenta poco, sólo a veces, cuando la saturación es tal y tan urgente que sobreviene como explosión violenta bajo la forma de llanto, de actividad física desmedida o de grito que luego nos deja exhaustos.
Se dice que los griegos inventaron la catarsis. Se dice, además, que su política de la democracia y de la armonía del hombre con sus prójimos debía contar con espacios cotidianos dedicados al placer y la descarga. Sólo así se podría vivir en un estado de paz y aceptación, de respeto y equilibrio. Sencillo concepto de la libertad individual y colectiva, ¿no? Nosotros, en cambio, vamos desarrollando cada vez más y mejores métodos para convivir con nuestra epidemia peor, el estrés y la angustia. Allí, cada cual atiende su juego, y el que no… una prenda tendrá.

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