domingo, 17 de abril de 2011

Dosmildoces (más de 2012 cosas que deberíamos hacer antes del 2012)

Son tantas las teorías, como tantos son los pronósticos, las profecías, las versiones, las recreaciones. Desde el más crudo escepticismo hasta la ciega fe en el fin de los fines, pasando por el Apocalipsis al estilo Hollywood y el nuevo misticismo en astrologías recientemente famosas, el 22 de diciembre de 2012 viene despertando una variedad incontable de reacciones y creencias. Déjeme contarle algunos.
Es que me veo extremadamente tentada a ahondar un poco al menos en esta maraña de suposiciones que, desde diferentes ámbitos y disciplinas, intentan teñirse de verdad incuestionable. ¿Cuántas veces se ha dado, en la historia de la Humanidad, semejante exposición de teorías sobre una misma cosa, disputándose todas ellas el trono de la Verdad? Hay hitos históricos fundamentales marcados por esa característica actitud. En todos ellos siempre estuvo presente, también, la puja entre razón científica y razón popular; tildando a esta última, en general, de patraña. Hitos que se abrieron paso en un contexto de desconcierto generalizado a la par de los grandes cambios y las grandes crisis, del humano y de todo aquello donde el humano mete los dedos. Imagínese: la Humanidad ha invertido siglos en discutir sobre el sexo de los ángeles, o devanándose los sesos y los discursos queriendo averiguar si, como los hombres, las mujeres eran poseedoras de un alma, o no. Ni qué decir entonces, acerca de cuántas veces la Humanidad se ha visto acorralada entre profecías y anuncios de que el mundo acabaría y que, de un día para otro, algo espantoso arrasaría con todo lo existente.
En 2010 años, pestes y guerras se han transformado en feroces amenazas que han hecho suponer que el fin de los fines, finalmente, lo devoraría todo. De todos, el siglo XX fue el que experimentó más hechos espectaculares en torno a esa amenaza sombría y también en cuanto a las respuestas que algunos grupos de personas tuvieron ante la firme creencia en el fin inminente. Sin dudas, la avanzada de la tecnología sobre la vida común de más y más individuos tuvo una influencia determinante. Si a eso se suman las diversas formas en que se fueron filtrando en el imaginario colectivo las polémicas e investigaciones acerca de la vida extraterrestre y las conspiraciones internacionales, nos encontramos con numerosísimos ejemplos de cómo al ser humano le suele resultar mucho más simple y espontáneo rendirse a su propia desesperación y desmesura que detenerse ante los hechos y sopesar daños y perjuicios, riesgos y soluciones.
Unos pocos ejemplos. En noviembre de 1978, un autodenominado pastor del Templo del Sol, condujo a 914 personas desde Estados Unidos hasta Guyana (donde, según su propia doctrina, la Tierra se convertía en el Paraíso) para llevar a cabo un suicidio masivo basado en la  creencia de que él y sus elegidos ascenderían así a otro nivel espiritual; quienes no bebieron el jugo de frutas con cianuro, fueron asesinados. En enero de 2000, cerca de 600 personas fueron víctimas de un suicidio masivo en Kanungu, Uganda; sus líderes habían predicho que el mundo acabaría el 31 de diciembre de 1999, todos murieron sobre la fe de que la Virgen María los llevaría al Paraíso.
A lo largo de estos últimos años, la información llega cada vez de forma más manipulada y desmedida a los seres humanos, y vivimos cada vez más saturados de información que no sabemos de dónde proviene, en qué consiste ni qué hacer con ella. Además, todo hace prever que los seres humanos seguiremos siendo, pese a todo, igual de sensibles a nuestra propia finitud, especialmente cuando vivimos en un tiempo ya habituado a repetir y reelaborar el concepto de “crisis”. De eso, entre gripes y caída de Bolsas, tenemos sobrados ejemplos sólo con el año que pasó.        
Ahora bien, dejando esas a un lado, bien valdría creer que las únicas crisis ante las cuales hasta nuestro más firme escepticismo debe rendirse son aquellas que ocurren sin que haya poder humano capaz de detenerlas. Baste una sola palabra como ejemplo máximo y reciente: Haití. Claro, llegada al siglo XXI, la Humanidad ya trae bastante digerida la idea de la invasión tecnológica sobre la vida cotidiana; tanto, que se ha vuelto declaradamente incapaz de sobrevivir fuera de ella. Los rumores de conspiraciones internacionales secretas siguen su curso, sólo que han cobrado una nueva forma: la de la guerra entre los ejes del Bien y el Mal, con algunas naciones de un lado y otras del otro, unas cargando con la pobreza, y otras con sus ventajas. Pero se nos suma un nuevo elemento, protagonista ahora de nuestros más íntimos terrores: los desastres naturales. De hecho, hasta en algunas novelas de la tarde los argumentos se tejen en torno a villanos y héroes que matan y mueren por quitarse o quedarse con tierras que conservan tesoros de agua subterránea. Si las cosas son así, pues la guerra por el petróleo irá cediendo ante la guerra por el agua y el alimento. En última instancia, el punto último al que hasta ahora hemos llegado como especie nos verá regresar a nuestra etapa más primaria. Y ante estos rumores, ante estos hechos, ante estos terrores íntimos o colectivos, otra vez nos vemos en el umbral de una nueva Gran Tribulación.    
Quien más, quien menos, todos hemos oído algo acerca de esa fecha: 22 de diciembre de 2012. Esa que indicaría el fin definitivo de los tiempos, luego de tantos intentos fallidos. Esta vez, la información llega desde tantos ámbitos como se pueda imaginar. Todos coinciden en la existencia de “una verdad”, el fin del mundo y sus irreversibles causas, y “una salvación”, con una larga lista de consejos sobre quién se salvará y cómo podrá hacerlo. Veamos.
La “verdad”, predicciones “científicas” que hablan de que en 2012 la Tierra se alinearía con el Sol y este, a su vez, con el centro de la galaxia, un agujero negro, creando un umbral por el cual nuestro planeta atravesará e invertirá las corrientes magnéticas de sur a norte y viceversa, también forzaría a modificar la dirección de rotación de la Tierra. Así, no sólo el sol saldrá y se pondrá desde los lados opuestos a los que estamos acostumbrados; un gran desastre mundial tendrá lugar, con tormentas solares incluidas. Como avisó Nostradamus, la nueva era de destrucción/salvación se debería al ingreso en la “constelación de Ofiuco”, en alineación con el centro de la galaxia. Como alertó el autóctono Paraviccini, “llegará el sol al ensombrecido mundo, cuando el sol haya regresado del humo de los tres días. Humanidad vencida. Cataclismo. El cataclismo será predicado, mas nadie lo creerá, pero llegará”. En otras palabras, aseguran que serán los diez días de tribulación del Evangelio de Juan. Los círculos dibujados sobre los campos de trigo irán mostrando el modo en que el Sistema Solar se reacomodará. Se trata del “Punto Cero” anunciado también por el I-Ching, o previsto por la llamada “resonancia Schumann”. El fin de nuestro “ciclo cósmico” anticipado por los mayas en su calendario, que culminará con numerosas erupciones volcánicas, terremotos violentos, tornados, increíbles inundaciones. En ese día final, la corteza terrestre se quebraría y partiría a Europa, Asia y África. Todo eso sucederá en un día. Llamativamente, la salvación será posible para todos, menos para los escépticos; así se advierte, de diversas formas, en cualquiera de las fuentes que consulte. Y con algunas variantes, la frase en colores es siempre la misma: “Si está leyendo estas líneas, es que ha sobrevivido a varios fines del mundo. Pero no se confíe. El próximo está cerca”.
También nos hablan sobre la salvación y las “zonas seguras”. Dicen que los continentes se desplazarán. Predicen que en nuestro país las costas serán azotadas por tsunamis, que la Capital Federal sufrirá una gran tormenta de rocas y, horas después, desaparecerá todo rastro de tierra que esté a un nivel menor de los 500 metros sobre el nivel del mar. La Patagonia será un lugar de calma, pero no las zonas desfavorecidas del Noroeste y Centro del interior. Los “criterios para sobrevivir” advierten que las señales de alarma serán de última hora, por lo que hay que entrenarse desde hoy para realizar evacuaciones inmediatas. Habrá que residir por lo menos a 400km de distancia de las costas, a 500 o más metros de altura sobre el nivel del mar, a 200km de cualquier planta nuclear, a 300km de zonas volcánicas o sísmicas, en sitios de rutas seguras y accesibles, con tierra sin vegetación para evitar incendios, pero con suelo fértil y agua potable, en lo posible cerca de algún pueblo o ciudad. Se aconseja, para los más previsores, ir construyéndose un búnker de a poco y a conciencia, con botiquines y alimentos.
La verdad, por ahora no decido si preparar o no mi valijita, si liberar antes todos los instintos que no liberé hasta ahora o aguardar castamente la salvación. No tengo idea de si existe en el mundo un lugar tan bueno como el que describen, pero quizá haya que ir antes de que todos los demás se enteren, ¿no? Porque, al final, parece que una vez más la Humanidad coincide en que es mejor conservar la fe en el infierno del que deseamos salvarnos, que poner el esfuerzo en hacer del mundo un lugar para vivir.

miércoles, 13 de abril de 2011

Vidas (celebración y movimiento)

Dicen que fue por generación espontánea, por casualidad, por azar o accidente. Dicen que fue por los vaivenes del clima, por respuesta a un estallido magnífico, por capricho o por necesidad. Dicen que es por simple combinación de física y química. Dicen tantas cosas que, al final, dicen que dicen que simplemente sucede…

Porque casi cuatro siglos antes de Cristo se creía que la vida respondía, en su origen y su devenir, a un efecto espontáneo de autogeneración. Algo así como una acción transformadora capaz de dar vida a lo inerte. Una rara cadena de mutaciones capaz de hacer que los pulgones surgieran espontáneamente del rocío que cae de las plantas, o las larvas de la carne, o los ratones del heno sucio, o los cocodrilos de los troncos en descomposición depositados en el fondo de las oscuras y densas masas acuáticas. Por entonces, ésa era la verdad. Y una verdad, además, patente e indudable. La vida simplemente sucedía, fabricada por sí misma, espontáneamente. El fundador de esta teoría, nada menos que Aristóteles, fue al mismo tiempo fundador de gran cantidad de los principios y creencias que formaron la base del pensamiento occidental. Ideas y valores que formaron, asimismo, una visión del mundo; difundidas y popularizadas hasta crear el llamado “sentido común”, mezcla heterogénea de perspectivas, hábitos y sabidurías corrientes y compartidas por muchos, o casi todos. Aunque, sin dudas, tal como sucede con la vida, inevitablemente sujeta al devenir y al cambio, esta concepción también mutó. Qué llamativo es observar, gracias a la mirada en perspectiva, cómo el tiempo logró quitarnos la apreciación mágica, casi poética, del fenómeno de la vida.
Porque, tiempo más tarde, ya había varios juntando fuerzas y argumentos para derribar la maravillosa idea de que, sencillamente, “si juntamos con trigo la ropa que usamos bajo nuestro atuendo cargada de sudor, en un recipiente de boca ancha, al cabo de veintiún días cambian los efluvios penetrando a través de los salvados de trigo, transmutando éstos en ratones”. Porque la magia, o simplemente la mera creencia, cedió ante la sospechosa existencia de que tales cambios se debían a la acción de misteriosos agentes invisibles: “errores vulgares” de la fe que no tardaron en recibir el nombre de “microorganismos”, “protozoos” o “bacterias”. Desde entonces, entendemos que todo lo que vive viene de otro ser vivo preexistente. Desde entonces, la cuestión pasa por saber de dónde surgió el huevo del que nació la primera gallina o, en otras palabras, cuál es el origen de la primera célula. Y de la espontaneidad y la poesía, nos mudamos a la especulación, microscopio en mano, fórmulas físico-químicas mediante.
Porque, al abrigo de los novedosos descubrimientos sobre astronomía y el origen del sistema solar a comienzos del siglo XX, ya se especulaba acerca de cuáles habían sido las condiciones para que surgiera ese primer y mínimo sistema vivo. En 1930, Aleksandr Oparin formuló la hipótesis según la cual una atmósfera sin oxígeno y la luz solar permitieron la creación de una “sopa primitiva” de moléculas que, combinadas de forma cada vez más compleja, lograban disolverse en una única gota específica. Combinada y fusionada con otras, esa gota primera se habría reproducido hasta fortalecerse y asegurar su propia supervivencia. Aunque, si de supervivencia se trata, quizás nada haya sobrevivido tanto como la propia pregunta que, en la extensa cadena de hipótesis y respuestas, aún pervive: si un ser es generado de otro ser precedente, ¿cómo surgió el primer ser? Y en la también extensa cadenas de vidas que la propia vida ha ido ligando y enlazando, entre todos aquellos que de un modo u otros nos preguntamos qué es, en qué consiste, cómo es eso de la vida -y, acaso, de vivir-, vamos viviendo subidos a un ir y venir de ideas y demostraciones que, al contrario de la vida misma, parece no tener término ni fin.
Porque, puestos a averiguar el origen del origen, siempre hay algo más por indagar, una pregunta más por ahondar, un deseo diferente que colmar, un algo más que pensar y, sobre todo, que imaginar. Porque, para que el primer ser naciera, se formara y reprodujera, y eventualmente evolucionara, por supuesto necesitaba otro algo que habitar. Toda vida, indefectiblemente, debe ser recibida por algo, por alguien, para ser. ¿Y dónde fue que pudo habitar, ser recibida, ese primer aliento de ser llamado “célula”? Pues en eso que llamamos universo, y luego galaxia, y luego Sistema Solar y luego planeta. Otra cadena de vidas dentro de vidas con tan diversas explicaciones como preguntas que jamás se satisfacen del todo.
Porque tendemos a creer que el universo donde vivimos es hijo de una gran explosión ocurrida hace unos quince millones de años. Descendiente de un Big Bang desde donde la materia salió expulsada anárquicamente, en pluralidad de formas y direcciones. Los choques y el desorden, más una cantidad de motivos no esclarecidos, lograron conformar las primeras estrellas y galaxias, en una vía evolutiva que aún continúa y que nos depositó en un minimísimo punto. Así dicen que fue, los que sostienen que es matemáticamente correcto y adecuado creerlo. Pero, obviamente, para que ese ser denominado “universo” surgiera también necesitó de otro ser que lo antecediera. Así que suponemos que una extraordinaria fuerza gravitatoria generó un empuje tan intenso como para formar un agujero negro, que logró atraer hacia sí toda aquella materia separada y difusa que lo rondaba. Así dicen que fue, cuando toda la materia, la energía, el tiempo y el espacio coincidieron en un punto. Cuando no había ni “adentro” ni “afuera”, ni “antes” ni “después”.
Porque, según parece, es premisa de toda vida tener un algo, un alguien, o algún lugar que le sirva como horizonte hacia donde dirigirse. Porque, según parece, es condición de toda vida mantenerse ligada a la acción y el movimiento. Cápsulas que abren cápsulas, unas dentro de otras hacia un destino incierto. Llevadas, todas, por la fuerza de una atracción que las transforma. Del agua a la célula, y de la célula a los pequeños organismos; de ellos hacia otros más complejos y más grandes. Dando saltos vertiginosos hacia encarnar en seres tan diversos, pero todos ligados en un único y mismo motivo o movimiento: la voluntad de vivir. Abriéndose paso y camino en la maraña de las especies, las clases y las razas. Tan diferentes todos, los seres, en la superficie; y tan semejantes en el fondo.
Porque, si siempre es preciso contar con la comprobación científica para creer y salvarnos de la duda, numerosos estudios han logrado demostrar que los seres humanos no somos los únicos capaces de experimentar sufrimiento o alegría. Mediante la observación de los campos energéticos se ha conseguido saber, finalmente, que las plantas y los animales manifiestan las mismas modificaciones que nosotros al sentir dolor, mutilaciones, al estar en contacto con el alimento u otros estímulos positivos. Porque entonces, tal vez, la evidencia de la vida radica justamente allí: no tanto en el pensar, formular, reformular y corroborar para creer en la prueba de que la vida está allí, sino la simple e irrefutable certeza de poder sentirlo.
Porque todo nos muestra que estamos vivos, aunque a veces no nos guste o lo dudemos. Aunque se sienta frágil la mayor parte del tiempo, sin saber cómo ni hasta cuándo, ni por qué o para qué. Porque todo aquello que nos mira y nos habita nos recuerda, inevitablemente, que la vida está ahí; que sencillamente sucede, y es.
Porque aunque toda vida sea hija de otra vida que la precedió, la absoluta certeza todavía ausente sobre el origen no nos libra de contar con la evidencia tangible de que estamos vivos, aquí y ahora. Aun cuando el hecho mismo de vivir insiste también en repetirnos la pregunta por el porvenir. Porque perseguir la duda también nos alimenta, aunque tal vez nunca sepamos qué hubo antes ni qué habrá después. Y en la extraña tarea de vivir, el transcurrir incesante de la vida va enlazando preguntas dentro de preguntas, respuestas dentro de respuestas, y vidas dentro de vidas. Hasta que, en el camino, cada vida individual se descubre como la suma de todas las demás: de las que vendrán y las que se han ido, de la propia y de todas aquellas de las que fuimos testigos directos o indirectos, de las que adoptamos y de las que evitamos, las que tomamos y dejamos. La suma de todas las vidas que no tuvimos, de las que desconocimos, y de las que acompañamos o nos acompañaron con absoluta libertad. La suma de todas aquellas que continúan; y de las que se fueron, dejando un espacio abierto para que otras vidas sigan su curso, habiten la vida y se transformen.

domingo, 10 de abril de 2011

Educadores (tantas formas de violencia)

Hace muy pocos días, se cumplieron cuatro años de la muerte del maestro neuquino Carlos Fuentealba. No es tanto el tiempo transcurrido, sin embargo, la fecha pasó silenciosa y tenue en casi todo el país. En las escuelas, nada se dijo ni se hizo. Apenas una muestra de las violencias y los olvidos que ya son parte de un sistema tan viciado como caduco.
Habían sido tales la sorpresa, la perplejidad, la impotencia y la violencia, que prácticamente todo un país se detuvo y prestó atención, al menos por unos momentos, a qué había sucedido, cómo y por qué se había provocado semejante muerte: de espaldas y a balazos, como si de un temible y escurridizo prófugo se tratase, como si fuese un reo cualquiera que escapa corriendo por delante de un gatillo y que no vale más que el disparo para detenerlo y por fin bajarlo. Y quizá lo fuese. Quizá sí haya sido un prófugo, una rara especie de rehén que se soltó y corrió a los gritos. En su carrera, pacífica y cargada de pares y compañeros,  escapaba de un sistema saturado de violencias que los encerró y les respondió redoblando la violencia; en sus gritos, y en los de todos los que iban con él, el simple y maltratado derecho a la dignidad, que tuvo como respuesta el final menos digno, el fusilamiento público, disfrazado de accidente por quienes tenían entonces el deber de ampararlo.
Con cobardía, con desidia, con negligencia, así se lo mató. Con prepotencia, con abuso de poder, con un arma, con todas esas armas. No era un reo, no era un asesino, era apenas un maestro. Tenía 40 años, una esposa y dos hijas; tenía ganas de ser docente, y de poder vivir mejor. No era y no es un héroe, era apenas un hombre.
Es cierto que todo sistema está cargado de ciertas violencias; a esta altura de los tiempos y las circunstancias, y ante la simple evidencia de los hechos cotidianos, negarlo sería mucho peor que pecar de ingenuos. En general, cada sistema es maltratado y violentado por sus propias condiciones, es decir, por todo aquello que lo hace ser lo que es. Parece un juego de palabras, u otro de tantos desafíos lúdicos de la paradoja; sin embargo, es así como está dado y es así como funciona. Lo mismo que los daña, es lo mismo que permite a los sistemas subsistir, aun cuando estén obsoletos desde hace largo tiempo. Aun cuando una vez cada tanto se carguen alguna muerte; y en el camino, una buena cantidad de heridos -física, psicológica, moralmente heridos-.
Una muestra simple del caso, y de lo que ningún mortal puede rehuir: el sistema financiero, planteado como una suerte de cárcel de puertas abiertas, del que todos desearíamos huir pero no nos evadimos, pues la sola idea de hacerlo nos plantea la exclusión más absoluta bajo las formas de la pobreza, el hambre o literalmente la muerte. Y no hay nada más terrible que eso: pertenecer a ciertos sistemas por el simple hecho de existir, con escaso o nulo margen de elección, creyendo de antemano que fuera de ellos no hay nada, nada se es. Pasa con todos los sistemas -y con los pretendidos “antisistemas”, que también lo son- en un mundo planteado y plantado tal como lo está; y el sistema educativo no es excepción, para nadie.
De alguna manera, a pocos años de haber ingresado en él, el sistema educativo también se transforma en una especie de “cárcel de puertas abiertas” para muchos docentes, tanto del sistema privado como del sistema público. Y por si acaso no resultase obvio, como supondría, vale aclarar que no se trata aquí de hacer una apología del docente como víctima a partir de una desafortunada anécdota de la historia reciente. Muy lejos de eso, y una vez más, es el intento renovado del desahogo y de contar las cosas como son.
Desde el comienzo del ciclo lectivo hasta hoy, muy breve lapso de tiempo por cierto, me ha tocado ser testigo o protagonista de varios tipos de violencia dentro del sistema educativo, en diferentes circunstancias. Una de ellas, cuyo escenario fue una escuela provincial en las afueras de esta ciudad, me llevó por las sucesivas etapas de la impotencia, la angustia, el dilema de sostener un cargo por la necesidad de un sueldo, la sensación de soledad y la amenaza de la exclusión, hasta optar por la renuncia. Un aula con algunos adolescentes, una convivencia signada por el maltrato y el malestar como condición natural, y una pelea cuerpo a cuerpo entre una alumna y un alumno que, sin otra alternativa, debí frenar y separar poniendo literalmente el cuerpo. Violencia física que enseguida se transformó en violencia de género al salir del aula y no lograr impedir que la pelea continuase de forma verbal con promesas de proseguir afuera. Violencia institucional estando sola con ellos en un pasillo sin un preceptor que acuda, contando apenas con algunos circunstanciales espectadores que sólo se detuvieron “a mirar”, observar lo que es común, sin sorpresas. Violencia institucional y hasta moral ante la llamada al director, máximo responsable, que en un segundo, en lo que duró el voltear mi mirada para mantener en vista a los alumnos, literalmente desapareció, se esfumó. Violencia sutil pero real, la de salir de la escuela sin saber qué ocurrirá después; violencia nada sutil y también real sabiendo que renunciar significaba “quedar al final del listado” en caso de querer luego tomar otro cargo, violenta forma de separarse de la violencia cuando uno se reconoce incapaz de resolverla a solas y sin herramientas, y cuando al mismo tiempo se reconoce plenamente incapaz de continuar allí dentro conviviendo con la violencia como si no fuese tal. ¿Qué hacer?
Se ejerce una violencia constante hacia el sistema educativo cuando ocurren cosas como éstas, sin que por eso los docentes ni los directivos ni los alumnos ni los auxiliares sean víctimas, porque no lo son. Todos y cada uno de ellos (de nosotros) no somos las víctimas, sino la consecuencia lógica de un sistema que de por sí se mueve torcido y a tropiezos, justificando su existencia en el hecho de sostener lo que, de hecho, es incapaz de sostener. Es incapaz de sostener alumnos bajo la promesa de un subsidio que premie su asistencia a “clases”, o la promesa parecida de una netbook que los llevó a inscribirse pero que jamás llega. Incapaz de sostener a un docente como tal cuando lo fuerza a encontrar formas cada vez más impersonales de relacionarse. O cuando, a pesar de concederles su derecho a la protesta, se los fuerza siempre a ceñirse a los estatutos y las normas, incluso cuando se llega a extremos fatales y deben, tienen el deber, de obedecer lo que el sistema que los alimenta les impone. No hace mucho, una colega debió continuar en su cargo en una escuela cargada de violencias aunque psicológica y físicamente no podía sostenerlo, y debió hacerlo porque en su caso (pre-titularización) la renuncia implicaba una penalización: la obligaba a no poder trabajar durante tres años corridos desde el momento de la hipotética renuncia, que no se produjo. Salvando las distancias y los casos, que son enormes, los docentes de Neuquén que extendieron la huelga por cincuenta días tras la muerte de Fuentealba, vieron en riesgo sus puestos de trabajo cuando el Gobierno llamó a cubrir sus horas con suplentes y funcionarios públicos de otras áreas. En 2007, en Neuquén las clases terminaron cincuenta días más tarde: los docentes debieron, tuvieron el deber, de “recuperar” los días de clase hasta bien entrado el verano. El sistema, como sucede siempre con el show, debió continuar...
Señores, hay cosas que jamás se recuperan. No se recupera una vida. No se recupera que en verdad se haya perdido. Y la dignidad dañada, apenas si puede emparcharse.