miércoles, 13 de abril de 2011

Vidas (celebración y movimiento)

Dicen que fue por generación espontánea, por casualidad, por azar o accidente. Dicen que fue por los vaivenes del clima, por respuesta a un estallido magnífico, por capricho o por necesidad. Dicen que es por simple combinación de física y química. Dicen tantas cosas que, al final, dicen que dicen que simplemente sucede…

Porque casi cuatro siglos antes de Cristo se creía que la vida respondía, en su origen y su devenir, a un efecto espontáneo de autogeneración. Algo así como una acción transformadora capaz de dar vida a lo inerte. Una rara cadena de mutaciones capaz de hacer que los pulgones surgieran espontáneamente del rocío que cae de las plantas, o las larvas de la carne, o los ratones del heno sucio, o los cocodrilos de los troncos en descomposición depositados en el fondo de las oscuras y densas masas acuáticas. Por entonces, ésa era la verdad. Y una verdad, además, patente e indudable. La vida simplemente sucedía, fabricada por sí misma, espontáneamente. El fundador de esta teoría, nada menos que Aristóteles, fue al mismo tiempo fundador de gran cantidad de los principios y creencias que formaron la base del pensamiento occidental. Ideas y valores que formaron, asimismo, una visión del mundo; difundidas y popularizadas hasta crear el llamado “sentido común”, mezcla heterogénea de perspectivas, hábitos y sabidurías corrientes y compartidas por muchos, o casi todos. Aunque, sin dudas, tal como sucede con la vida, inevitablemente sujeta al devenir y al cambio, esta concepción también mutó. Qué llamativo es observar, gracias a la mirada en perspectiva, cómo el tiempo logró quitarnos la apreciación mágica, casi poética, del fenómeno de la vida.
Porque, tiempo más tarde, ya había varios juntando fuerzas y argumentos para derribar la maravillosa idea de que, sencillamente, “si juntamos con trigo la ropa que usamos bajo nuestro atuendo cargada de sudor, en un recipiente de boca ancha, al cabo de veintiún días cambian los efluvios penetrando a través de los salvados de trigo, transmutando éstos en ratones”. Porque la magia, o simplemente la mera creencia, cedió ante la sospechosa existencia de que tales cambios se debían a la acción de misteriosos agentes invisibles: “errores vulgares” de la fe que no tardaron en recibir el nombre de “microorganismos”, “protozoos” o “bacterias”. Desde entonces, entendemos que todo lo que vive viene de otro ser vivo preexistente. Desde entonces, la cuestión pasa por saber de dónde surgió el huevo del que nació la primera gallina o, en otras palabras, cuál es el origen de la primera célula. Y de la espontaneidad y la poesía, nos mudamos a la especulación, microscopio en mano, fórmulas físico-químicas mediante.
Porque, al abrigo de los novedosos descubrimientos sobre astronomía y el origen del sistema solar a comienzos del siglo XX, ya se especulaba acerca de cuáles habían sido las condiciones para que surgiera ese primer y mínimo sistema vivo. En 1930, Aleksandr Oparin formuló la hipótesis según la cual una atmósfera sin oxígeno y la luz solar permitieron la creación de una “sopa primitiva” de moléculas que, combinadas de forma cada vez más compleja, lograban disolverse en una única gota específica. Combinada y fusionada con otras, esa gota primera se habría reproducido hasta fortalecerse y asegurar su propia supervivencia. Aunque, si de supervivencia se trata, quizás nada haya sobrevivido tanto como la propia pregunta que, en la extensa cadena de hipótesis y respuestas, aún pervive: si un ser es generado de otro ser precedente, ¿cómo surgió el primer ser? Y en la también extensa cadenas de vidas que la propia vida ha ido ligando y enlazando, entre todos aquellos que de un modo u otros nos preguntamos qué es, en qué consiste, cómo es eso de la vida -y, acaso, de vivir-, vamos viviendo subidos a un ir y venir de ideas y demostraciones que, al contrario de la vida misma, parece no tener término ni fin.
Porque, puestos a averiguar el origen del origen, siempre hay algo más por indagar, una pregunta más por ahondar, un deseo diferente que colmar, un algo más que pensar y, sobre todo, que imaginar. Porque, para que el primer ser naciera, se formara y reprodujera, y eventualmente evolucionara, por supuesto necesitaba otro algo que habitar. Toda vida, indefectiblemente, debe ser recibida por algo, por alguien, para ser. ¿Y dónde fue que pudo habitar, ser recibida, ese primer aliento de ser llamado “célula”? Pues en eso que llamamos universo, y luego galaxia, y luego Sistema Solar y luego planeta. Otra cadena de vidas dentro de vidas con tan diversas explicaciones como preguntas que jamás se satisfacen del todo.
Porque tendemos a creer que el universo donde vivimos es hijo de una gran explosión ocurrida hace unos quince millones de años. Descendiente de un Big Bang desde donde la materia salió expulsada anárquicamente, en pluralidad de formas y direcciones. Los choques y el desorden, más una cantidad de motivos no esclarecidos, lograron conformar las primeras estrellas y galaxias, en una vía evolutiva que aún continúa y que nos depositó en un minimísimo punto. Así dicen que fue, los que sostienen que es matemáticamente correcto y adecuado creerlo. Pero, obviamente, para que ese ser denominado “universo” surgiera también necesitó de otro ser que lo antecediera. Así que suponemos que una extraordinaria fuerza gravitatoria generó un empuje tan intenso como para formar un agujero negro, que logró atraer hacia sí toda aquella materia separada y difusa que lo rondaba. Así dicen que fue, cuando toda la materia, la energía, el tiempo y el espacio coincidieron en un punto. Cuando no había ni “adentro” ni “afuera”, ni “antes” ni “después”.
Porque, según parece, es premisa de toda vida tener un algo, un alguien, o algún lugar que le sirva como horizonte hacia donde dirigirse. Porque, según parece, es condición de toda vida mantenerse ligada a la acción y el movimiento. Cápsulas que abren cápsulas, unas dentro de otras hacia un destino incierto. Llevadas, todas, por la fuerza de una atracción que las transforma. Del agua a la célula, y de la célula a los pequeños organismos; de ellos hacia otros más complejos y más grandes. Dando saltos vertiginosos hacia encarnar en seres tan diversos, pero todos ligados en un único y mismo motivo o movimiento: la voluntad de vivir. Abriéndose paso y camino en la maraña de las especies, las clases y las razas. Tan diferentes todos, los seres, en la superficie; y tan semejantes en el fondo.
Porque, si siempre es preciso contar con la comprobación científica para creer y salvarnos de la duda, numerosos estudios han logrado demostrar que los seres humanos no somos los únicos capaces de experimentar sufrimiento o alegría. Mediante la observación de los campos energéticos se ha conseguido saber, finalmente, que las plantas y los animales manifiestan las mismas modificaciones que nosotros al sentir dolor, mutilaciones, al estar en contacto con el alimento u otros estímulos positivos. Porque entonces, tal vez, la evidencia de la vida radica justamente allí: no tanto en el pensar, formular, reformular y corroborar para creer en la prueba de que la vida está allí, sino la simple e irrefutable certeza de poder sentirlo.
Porque todo nos muestra que estamos vivos, aunque a veces no nos guste o lo dudemos. Aunque se sienta frágil la mayor parte del tiempo, sin saber cómo ni hasta cuándo, ni por qué o para qué. Porque todo aquello que nos mira y nos habita nos recuerda, inevitablemente, que la vida está ahí; que sencillamente sucede, y es.
Porque aunque toda vida sea hija de otra vida que la precedió, la absoluta certeza todavía ausente sobre el origen no nos libra de contar con la evidencia tangible de que estamos vivos, aquí y ahora. Aun cuando el hecho mismo de vivir insiste también en repetirnos la pregunta por el porvenir. Porque perseguir la duda también nos alimenta, aunque tal vez nunca sepamos qué hubo antes ni qué habrá después. Y en la extraña tarea de vivir, el transcurrir incesante de la vida va enlazando preguntas dentro de preguntas, respuestas dentro de respuestas, y vidas dentro de vidas. Hasta que, en el camino, cada vida individual se descubre como la suma de todas las demás: de las que vendrán y las que se han ido, de la propia y de todas aquellas de las que fuimos testigos directos o indirectos, de las que adoptamos y de las que evitamos, las que tomamos y dejamos. La suma de todas las vidas que no tuvimos, de las que desconocimos, y de las que acompañamos o nos acompañaron con absoluta libertad. La suma de todas aquellas que continúan; y de las que se fueron, dejando un espacio abierto para que otras vidas sigan su curso, habiten la vida y se transformen.

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