domingo, 10 de abril de 2011

Educadores (tantas formas de violencia)

Hace muy pocos días, se cumplieron cuatro años de la muerte del maestro neuquino Carlos Fuentealba. No es tanto el tiempo transcurrido, sin embargo, la fecha pasó silenciosa y tenue en casi todo el país. En las escuelas, nada se dijo ni se hizo. Apenas una muestra de las violencias y los olvidos que ya son parte de un sistema tan viciado como caduco.
Habían sido tales la sorpresa, la perplejidad, la impotencia y la violencia, que prácticamente todo un país se detuvo y prestó atención, al menos por unos momentos, a qué había sucedido, cómo y por qué se había provocado semejante muerte: de espaldas y a balazos, como si de un temible y escurridizo prófugo se tratase, como si fuese un reo cualquiera que escapa corriendo por delante de un gatillo y que no vale más que el disparo para detenerlo y por fin bajarlo. Y quizá lo fuese. Quizá sí haya sido un prófugo, una rara especie de rehén que se soltó y corrió a los gritos. En su carrera, pacífica y cargada de pares y compañeros,  escapaba de un sistema saturado de violencias que los encerró y les respondió redoblando la violencia; en sus gritos, y en los de todos los que iban con él, el simple y maltratado derecho a la dignidad, que tuvo como respuesta el final menos digno, el fusilamiento público, disfrazado de accidente por quienes tenían entonces el deber de ampararlo.
Con cobardía, con desidia, con negligencia, así se lo mató. Con prepotencia, con abuso de poder, con un arma, con todas esas armas. No era un reo, no era un asesino, era apenas un maestro. Tenía 40 años, una esposa y dos hijas; tenía ganas de ser docente, y de poder vivir mejor. No era y no es un héroe, era apenas un hombre.
Es cierto que todo sistema está cargado de ciertas violencias; a esta altura de los tiempos y las circunstancias, y ante la simple evidencia de los hechos cotidianos, negarlo sería mucho peor que pecar de ingenuos. En general, cada sistema es maltratado y violentado por sus propias condiciones, es decir, por todo aquello que lo hace ser lo que es. Parece un juego de palabras, u otro de tantos desafíos lúdicos de la paradoja; sin embargo, es así como está dado y es así como funciona. Lo mismo que los daña, es lo mismo que permite a los sistemas subsistir, aun cuando estén obsoletos desde hace largo tiempo. Aun cuando una vez cada tanto se carguen alguna muerte; y en el camino, una buena cantidad de heridos -física, psicológica, moralmente heridos-.
Una muestra simple del caso, y de lo que ningún mortal puede rehuir: el sistema financiero, planteado como una suerte de cárcel de puertas abiertas, del que todos desearíamos huir pero no nos evadimos, pues la sola idea de hacerlo nos plantea la exclusión más absoluta bajo las formas de la pobreza, el hambre o literalmente la muerte. Y no hay nada más terrible que eso: pertenecer a ciertos sistemas por el simple hecho de existir, con escaso o nulo margen de elección, creyendo de antemano que fuera de ellos no hay nada, nada se es. Pasa con todos los sistemas -y con los pretendidos “antisistemas”, que también lo son- en un mundo planteado y plantado tal como lo está; y el sistema educativo no es excepción, para nadie.
De alguna manera, a pocos años de haber ingresado en él, el sistema educativo también se transforma en una especie de “cárcel de puertas abiertas” para muchos docentes, tanto del sistema privado como del sistema público. Y por si acaso no resultase obvio, como supondría, vale aclarar que no se trata aquí de hacer una apología del docente como víctima a partir de una desafortunada anécdota de la historia reciente. Muy lejos de eso, y una vez más, es el intento renovado del desahogo y de contar las cosas como son.
Desde el comienzo del ciclo lectivo hasta hoy, muy breve lapso de tiempo por cierto, me ha tocado ser testigo o protagonista de varios tipos de violencia dentro del sistema educativo, en diferentes circunstancias. Una de ellas, cuyo escenario fue una escuela provincial en las afueras de esta ciudad, me llevó por las sucesivas etapas de la impotencia, la angustia, el dilema de sostener un cargo por la necesidad de un sueldo, la sensación de soledad y la amenaza de la exclusión, hasta optar por la renuncia. Un aula con algunos adolescentes, una convivencia signada por el maltrato y el malestar como condición natural, y una pelea cuerpo a cuerpo entre una alumna y un alumno que, sin otra alternativa, debí frenar y separar poniendo literalmente el cuerpo. Violencia física que enseguida se transformó en violencia de género al salir del aula y no lograr impedir que la pelea continuase de forma verbal con promesas de proseguir afuera. Violencia institucional estando sola con ellos en un pasillo sin un preceptor que acuda, contando apenas con algunos circunstanciales espectadores que sólo se detuvieron “a mirar”, observar lo que es común, sin sorpresas. Violencia institucional y hasta moral ante la llamada al director, máximo responsable, que en un segundo, en lo que duró el voltear mi mirada para mantener en vista a los alumnos, literalmente desapareció, se esfumó. Violencia sutil pero real, la de salir de la escuela sin saber qué ocurrirá después; violencia nada sutil y también real sabiendo que renunciar significaba “quedar al final del listado” en caso de querer luego tomar otro cargo, violenta forma de separarse de la violencia cuando uno se reconoce incapaz de resolverla a solas y sin herramientas, y cuando al mismo tiempo se reconoce plenamente incapaz de continuar allí dentro conviviendo con la violencia como si no fuese tal. ¿Qué hacer?
Se ejerce una violencia constante hacia el sistema educativo cuando ocurren cosas como éstas, sin que por eso los docentes ni los directivos ni los alumnos ni los auxiliares sean víctimas, porque no lo son. Todos y cada uno de ellos (de nosotros) no somos las víctimas, sino la consecuencia lógica de un sistema que de por sí se mueve torcido y a tropiezos, justificando su existencia en el hecho de sostener lo que, de hecho, es incapaz de sostener. Es incapaz de sostener alumnos bajo la promesa de un subsidio que premie su asistencia a “clases”, o la promesa parecida de una netbook que los llevó a inscribirse pero que jamás llega. Incapaz de sostener a un docente como tal cuando lo fuerza a encontrar formas cada vez más impersonales de relacionarse. O cuando, a pesar de concederles su derecho a la protesta, se los fuerza siempre a ceñirse a los estatutos y las normas, incluso cuando se llega a extremos fatales y deben, tienen el deber, de obedecer lo que el sistema que los alimenta les impone. No hace mucho, una colega debió continuar en su cargo en una escuela cargada de violencias aunque psicológica y físicamente no podía sostenerlo, y debió hacerlo porque en su caso (pre-titularización) la renuncia implicaba una penalización: la obligaba a no poder trabajar durante tres años corridos desde el momento de la hipotética renuncia, que no se produjo. Salvando las distancias y los casos, que son enormes, los docentes de Neuquén que extendieron la huelga por cincuenta días tras la muerte de Fuentealba, vieron en riesgo sus puestos de trabajo cuando el Gobierno llamó a cubrir sus horas con suplentes y funcionarios públicos de otras áreas. En 2007, en Neuquén las clases terminaron cincuenta días más tarde: los docentes debieron, tuvieron el deber, de “recuperar” los días de clase hasta bien entrado el verano. El sistema, como sucede siempre con el show, debió continuar...
Señores, hay cosas que jamás se recuperan. No se recupera una vida. No se recupera que en verdad se haya perdido. Y la dignidad dañada, apenas si puede emparcharse.

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