lunes, 27 de septiembre de 2010

Islas

Sin dudas, el mundo y la humanidad han ido siendo lo que fueron, llegaron a ser lo que son y serán como deban ser, gracias a un principio básico: el movimiento. Entre migraciones y contagios, el contacto con los otros ha sido, es y será el umbral que permitió a las culturas formarse, a las tecnologías desarrollarse, a las ciencias fundarse y a las criaturas humanas conocerse. El problema, claro está, ha sido y es una cuestión de ópticas.
Porque todas esas maravillosas, numerosas y diversas fundaciones, formaciones, desarrollos y conocimientos se han dado siempre a partir del contraste entre lo propio y lo ajeno. Y eso, el punto de vista, nos ha condicionado y nos condiciona histórica y sistemáticamente para la convivencia con lo diverso y lo distinto, en este mundo extremadamente creativo que habitamos, donde hay tanto y tan diferente en todo lo que nos rodea, seamos quienes seamos, estemos donde estemos y hagamos lo que hagamos. No hay forma, y no hay opción: no podemos escapar del contacto con lo ajeno, con todo lo que “no es nosotros”. Sin embargo, por ahora no hemos logrado aprender y realmente comprender que, en sí y porque sí, lo que sea diferente a nosotros no es necesariamente una amenaza.
Hace millones de años dejamos ya de habitar la selva, la estepa, los desiertos. Hace millones de años ya, varios millones, que entendimos, adaptamos y perfeccionamos los métodos y los instrumentos para defendernos de las amenazas reales que el mundo planta ante nosotros. Ya no somos presas del animal salvaje, ni de la precaria e incierta habilidad de procurarnos el alimento por mano propia. Hoy, hasta la más impredecible de las bestias puede adquirir el rol de mascota. Hoy, hasta el más exótico de los alimentos viaja de una punta a otra del planeta para meterse en nuestras bocas, y nos llega luego de haber pasado por millones de manos en favor de nuestro hambre. 
Dejándonos llevar por cierta osadía, podríamos afirmar que hemos logrado domar y dominar todo; o casi todo. Lo único que se nos escapa por ahora son las fuerzas de la Naturaleza, que aún conservan la capacidad de arrasarnos y desbordarnos. ¡Ah! Sí, también nos queda otra cosa pendiente: dominar y domar a todos aquellos hombres y mujeres que andan por ahí regados a lo largo y ancho del mundo, y que tienen el mal gesto, la horrible e imperdonable falta de delicadeza, de no parecerse a nosotros. Todos esos que también arrasan con los límites de nuestra comprensión, y que desbordan capacidad de adaptación. Esos y esas que creen en cosas distintas, que se deleitan con alimentos que nos producen náuseas, se pasean vestidos de formas demasiado extrañas y ni siquiera tratan de disimularlo; les parecen hermosas las cosas más deformes, adoran a dioses y diosas tan falsas como inconcebibles, hablan idiomas que nos parecen una trompada al entendimiento, celebran ritos y reproducen tradiciones de lo más ridículas. ¿Qué hacen por ahí, mezclados entre nosotros, todas esas criaturas que no han sido hechas a imagen y semejanza de lo que somos? ¿Cómo se atreven a entrar en nuestros países, en nuestras ciudades, a ocupar nuestros trabajos, a enamorarse de nuestros connaturales, como si tuviesen derecho? ¿A quién se le ocurrió que debíamos ser tolerantes y respetuosos con todos ellos? Simple y sencilla la respuesta: dé vuelta el espejo, deje de mirarse el ombligo un momento y vea, todos esos se preguntan exactamente lo mismo. 
En este mundo, y en todos los mundos que ha sido a lo largo de la línea de tiempo por la que fue echado a rodar, no existen en verdad víctimas ni victimarios, tampoco condenados y verdugos. Lo que sí existe y siempre existió, han sido las balanzas y los desniveles. Y también los momentos. Para cada momento de la historia, siempre hubo una porción más abultada de poder que inclinó la balanza para un lado, favoreciendo a unos y perjudicando a otros. Así, quienes más peso ejercieron sobre los demás se han otorgado y se otorgan todavía el derecho de imponer sobre el resto lo que, creen, es bueno y es mejor. Y así, sin muchos más motivos, se han dado y se dan las innumerables persecuciones y los desalojos mutuos, creyendo siempre que éso es “hacer el bien”. Porque así lo vemos, desde el punto de vista del pobre, reducido y homogéneo mundo que es “nosotros”.
Y para ejemplos, anécdotas o crónicas, hay tantas y de tantos colores que sería imposible siquiera mencionarlas de forma completa. Persecuciones y desalojos a cristianos y de cristianos, a judíos y de judíos, a musulmanes y de musulmanes, de blancos y a blancos, de negros y a negros; persecuciones y desalojos no sólo religiosos sino políticos, étnicos, ideológicos de toda especie; persecuciones y desalojos manifiestos o sutiles, de género, de raza, de nacionalidad, de lo que se le ocurra.
Pero nos guste o no, cada uno de nosotros lleva la huella de los demás, de todos aquellos distintos. Porque, entre los vaivenes que ha dado y dará el mundo, y los seres humanos que vivimos montados a él, siempre resultará que alguna vez nos tocó y nos tocará ser huéspedes los unos de los otros. Y lo cierto es que, por más esfuerzos que hagamos para defender nuestra cosa propia, auténtica, inalienable, esa cosa en verdad no es tal: lo que somos es el resultado de una larga y progresiva mezcla de todas aquellas otras cosas que nos han ido dejando el contagio y el contacto permanente, muchas veces silencioso, con el resto de los seres y las culturas. De hecho, difícil sería imaginar qué hubiese resultado si todos esos intercambios jamás se hubiesen producido; si cada comunidad, desde sus remotos orígenes, se hubiese mantenido compacta y cerrada en sí misma, impidiendo el acceso de todo aquello que estaba ahí afuera. La endogamia nunca ha sido buena consejera de los destinos humanos, así que hombres y mujeres se lanzaron hacia el exterior, y fueron a buscar.
Se mezclaron, intercambiaron gestos y sonidos. Comerciaron, trocaron. Celebraron acuerdos, deshicieron pactos, elucubraron estrategias de mutuo provecho y cooperación. Conquistaron, se dejaron conquistar. Libraron batallas, uniones, separaciones. Se dieron muerte y, a veces, se ayudaron a resurgir. Se destruyeron y se necesitaron. Se recibieron y se desalojaron, sucesivamente, los pueblos del mundo. Y en esa contradicción terrible que los impulsó una y otra vez hacia afuera, la humanidad sigue haciendo su viaje entre alianzas y oposiciones. Sin saber claramente hacia dónde va y cómo llegará, la humanidad sigue su camino y avanza; la ampara el afecto hacia lo propio y la creencia de que hacer, ser y creer lo suyo es bueno, y es mejor.
Cada uno, a su tiempo y a su modo, pretende un mundo acorde a sus sueños y ambiciones. Y en ese afán primitivo, primario, de posicionarse como dueño del bien y la verdad, cada pueblo, cada grupo, cada individuo, olvida que no es más, apenas, que una isla entre otras tantas de un extenso y numeroso archipiélago.  En medio de ese amplísimo e inabarcable mar de relaciones que nos conectan a unos con otros, ahí vamos navegando. Quien se quede en tierra, estará condenado a la pobreza de creer que su isla es la Tierra. No importa quiénes sean, gitanos, latinos, africanos o adoradores de Alá, aunque los desalojemos, siempre estarán ahí, rodeando nuestra isla. Lamentablemente, en el mundo que hicimos nunca faltará más de un sujeto que se arrogue el derecho a destierro. Mientras tanto, a fuerza de persecuciones, diásporas y variados desalojos, otros serán capaces de entender otra verdad: “viajo, luego existo”.  

2 comentarios:

  1. Me reconforta el alma leer periodicamente tus pensamientos..... bml

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  2. un placer las notas,,,, todas. BML

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