martes, 21 de septiembre de 2010

Los dones de Magoya (mago y señor de la "tarasca")

En principio, le cabe el privilegiado don de que su fama trascienda el tiempo y los espacios. Tarde o temprano, no hay quien no sepa de él, o de ella. Pues, a pesar de no saber a ciencia cierta si se trata de un señor o una señora, todos alguna vez apelamos a su difundida benevolencia, o le delegamos la generosa atención de aquello o aquellos de quienes nos desocupamos.
Aunque, en verdad, Magoya acumula un historial de dones mucho más numerosos. Es, como otras varias figuras y personajes que rondan el imaginario colectivo, una presencia al mismo tiempo perenne y salvífica. Por eso, ¿qué mejor que hacer una breve exploración sobre este personaje, para inaugurar esta columna? Pues justamente de eso se trata, de explorar, indagar y comprender de qué viene la cosa cuando tantas veces echamos mano de ciertas ideas, nombres, hechos o conceptos tan comunes en nuestro pensamiento y en las ocurrencias de lo cotidiano, sin saber a qué nos referimos o qué andamos invocando. Cosas que aprendimos y repetimos por el simple involuntario acto de estar presentes y existir aquí y ahora, en este mundo y en este lenguaje nuestro que desde la cuna nos heredan tantos saberes que, acaso, muy pocas veces nos tomamos la molestia de desenmarañar. En fin, cosa de curiosos, labor de entrometidos, que más de una vez valdrá varias sorpresas.
Veamos. Ante todo, bien vale decir que Magoya carga con una fama bastante extraña: todos saben de él, pero al mismo tiempo nadie lo conoce. Aunque un alto porcentaje de la población envía gente a su casa, nadie podría decir exactamente cuál es su domicilio, dónde atiende, ni de qué vive. Y eso sí que es toda una incógnita, porque ¿qué fortuna podría ser capaz de costear tanta deuda ajena sólo por portar un nombre como el suyo? Uno podría llegar a creer, sin muchos complejos, que ese es el infortunio que más le pesa a Magoya, aunque nunca nadie haya dado jamás con su bendito paradero. Y aun así, que levante la mano aquel que jamás haya enviado a nadie a visitar a Don Magoya… Tan pocas manos en alto, ¿sugerirán algo sobre el carácter de nuestra argentinidad? Aunque, claro, al mismo tiempo no debemos ser pocos los que por un motivo u otro alguna vez nos sentimos o fuimos el Magoya de alguien o de algo que nos cayó de golpe y sin opción.
Pero continuemos. Porque a la extraña pero comprobable fama, y a la inexplicable pero repetida prodigalidad, se le suma el privilegiado don de la inmortalidad. Magoya jamás perece, sólo cambia de apodos según ciertos y eventuales caprichos del lenguaje regional (hay quienes prefieren nombrarlo como “Magolla” o “Magolleta”). Y, por si fuera poco, su aceptación popular bien podría ser la envidia de muchos que por estos días ven cómo su popularidad se desbarranca según índices estadísticos a los que nuestro personaje nunca necesita recurrir. El nombre de Magoya es invocado por igual por gente de cualquier franja social, cultural, económica, y hasta por seres de cualquier edad. Grande podría ser la sorpresa, incluso, de qué tan jóvenes pueden ser aquellos que le envían a Magoya sus acreedores, o a varios que esperarán que les cante respuestas que ellos mismos prefieren ahorrarse de antemano. Sí, cierto, hay otros muy viejos con la misma y más vieja costumbre. Porque la presencia de Magoya comprende todos los ámbitos del quehacer humano, no importa el tipo ni el grado de responsabilidad que quepa en cada caso. ¿Será que eso sigue queriendo decirnos algo sobre nuestra argentinidad?
Una vez más, el hecho es que, nos guste o no, Magoya se ha ocupado de darnos respuestas a dilemas tan complejos que nadie más habría sido capaz de responder. Imagínese, si hasta hubo cierta vez en que uno de nuestros presidentes de facto invocó el mágico nombre para que muchas madres fueran a reclamar a casa de Magoya por sus hijos. Y no es chiste. Muy por el contrario, rastrear y anotar las incontables veces en que actores políticos de nuestra historia lo han invocado, supondría elaborar un listado tan extenso que no cabría nunca en el marco de este modesta y breve crónica. Mmm… ¿Será que una vez más vuelvo a preguntarme lo mismo?
Pero, ¿y si realmente existe? Según el decir de algunos, sí, Magoya alguna vez existió. Se supone que la célebre frase “andá a quejarte a Magoya” proviene de algún lugar remoto del interior de nuestro país, donde alguna vez habitó una vieja curandera apodada Mamá Goya (Ma’Goya) a la que muchos acudían para aliviar o curar sus males. Otros dicen que, en cambio, la frase que pronto devino en hábito de nuestra conducta proviene de una antigua herencia que ya traían bien arraigada los españoles que nos poblaron desde temprano: muchos siglos atrás, y como un secreto antídoto que corría a voces en esas épocas de caza de brujas, las dificultades se conjuraban con un simple “¡mago ya!”, que con el tiempo adoptamos los criollos para conjurar la malicia por nuestras faltas, imposibilidades o dificultades.
Y como todo lo que aquí se plantó en tiempos de la Conquista, creció y se multiplicó, Magoya no sólo fue haciéndose su ranchito con el aporte solidario de sus aliados y enemigos, también plantó bandera para formar su propia y numerosa familia. Es pariente del cada día más afamado Cadorna, que de a poco y silenciosamente va tomando la posta de idénticos dones, pese a su filiación menos española y más italiana. A la vez, tiene vínculos directos de sangre, acción e ideología con los inhallables y afamados Montoto, Mengano, Fulano y Sutano (también llamado “Sultano” o “Suntano”, según el gusto). Amigo íntimo de Mongoreto Flores y colega de Perengano, es hermano de andanzas para cualquier argentino que alguna vez haya precisado de sus favores. Pero, más importante aún, Magoya y toda su familia cuentan con el don de haber ingresado en los tratados de gramática española bajo el rango de “ordenadores del discurso”. ¿Qué significa eso? Muy simple: hay muletillas y pequeñas palabras que organizan nuestro decir para formar oraciones, frases y textos enteros. Recurrimos a ellas desde la inconciencia del habla, aunque pocas veces o quizás nunca lleguemos a notar qué decimos realmente en lo que decimos. De hecho, Magoya y todos los nombres vinculados forman una variable, un paradigma: expresado sin tecnicismos, sería el paradigma de “la responsabilidad ausente”. Si como aseguran muchos lingüistas, neurolingüistas o estudiosos de la psique, el discurso es reflejo del inconsciente colectivo, entonces, al final, tanto Magoya suelto entre nosotros, ¿querrá decir algo?
Dicen que dicen

Que hace años anda por ahí un venezolano haciéndose llamar Comandante Magoya. Aunque su verdadero nombre es Ramón Helegido Sibada, se rebautizó a sí mismo en tiempos de guerrilla por el sobrenombre con que solía llamarlo su abuela durante la infancia. Acumula más de 37 años de vida en la clandestinidad. Recién a mediados del 2000, y con la ayuda de algunos compatriotas del gobierno de su país, logró una cédula legal de “chamo” -lo que aquí diríamos un DNI-, que por su numeración de entonces se emparejaría con un lugareño recién nacido. Aunque muy poco tiene de nuevito.
Aprendió a leer a los 17 años, cuando se unió a la guerrilla en el ’62. Allí, en las clases de la escuela de guerrilla que los cubanos improvisaron en los montes, cuando aprendía lecciones de política y organización militar, tuvo sus primeras lecciones de lectura cuando se encontró con “Problemas estratégicos de la guerra de guerrillas”, de Mao Tse Tung. Diez años más tarde se convirtió formalmente en el Comandante Magoya, jefe del Frente José Leonardo Chirinos, con 21 guerrilleros a su cargo. Dice ser un agitador por naturaleza, aunque confiesa que su profesión es la de campesino. También dice ser parte de “un proceso revolucionario que iniciaron Bolívar, Páez, Zamora”. Y aunque durante años ha cargado con el yugo, que lamentó y reclamó, de ser un perseguido político que se escabulló varias veces de las manos de Hugo Chávez, de un breve tiempo a esta parte ostenta el favor del gobierno chavista-bolivariano. Y, mientras vive en Valencia con su mujer, Talsia Morillo, y sus cinco hijos, dice participar del gobierno formado por quienes fueron sus enemigos para luchar por trabajo y tierras para su pueblo. Mientras tanto, del otro lado, sus colegas de guerrilla escriben tristes cartas llamándolo a la reflexión y diciendo: “No somos quiénes para juzgarte, pero será la historia la que se encargue de darle la razón a uno o al otro”.
Real o imaginario, ¿se le ocurre algún otro ejemplo de lo que podría tildarse como “actitud magoyista”? Parece que viene haciéndose carne también mediante otros vínculos de simpatía por el Cono Sur.

No hay comentarios:

Publicar un comentario