sábado, 18 de septiembre de 2010

Pánicos (Roche, in veneratio)

Según dicen, algunos de nuestros sentimientos más arraigados y repetidos a lo largo de la vida no son ni buenos ni malos, simplemente responden a un instinto básico: el instinto de supervivencia. En esta lucha constante por sobrevivir, que muchas veces no nos da ni tregua ni paz, el miedo va pegado a nosotros. Aliado en el alerta y la protección, enemigo a la hora del coraje; como todo, llegado el desborde se transforma en el reverso negativo de la vida.
Es el eco que nos susurra cautela y nos previene ante cualquier posible situación de riesgo, nada más natural ni más propio de toda criatura viviente que se abre paso en la maraña del mundo, frente a todo lo nuevo o desconocido que amenaza. Así lo aprendimos aun antes de que el hombre fuera hombre. Desde el antiguo cazador que se valía únicamente de los sentidos y el alerta para no caer en manos del cazador más grande, hasta cualquier niño que mide el momento y la distancia antes de arriesgarse al vértigo de los primeros pasos, el temor por la muerte o la caída nos sirvió y nos sirve de aviso y de resguardo. Claro que, tiempo atrás, mucho tiempo atrás, en la larga travesía de la especie y de la infancia, los llamados del temor eran otros, y eran menos. Pero hoy, erguidos y con pleno control del fuego, adultos hipotéticamente enterados y conscientes, el aullido del miedo se multiplica y prolifera en tantas formas distintas como inasibles. Sin querer, creyendo que hemos crecido, nos detenemos ante el pánico y nos volvemos más salvajes y llorones que nunca.
Presas del pánico más que de cualquier depredador, vivimos encerrados en una molesta pero confortable cueva -íntima y personal, también social y colectiva- de la que no salimos porque no la vemos, porque no nos animamos o porque pensamos que no existe. Haciendo un simple repaso y sacando una somera cuenta, vea cuántos motivos tenemos para temer y notará que nadie está exento; aunque le asuste creer que sí o que no.
Tenemos miedo de que nos asalten, nos violen, nos maten. Tenemos miedo del sol y del agua. Tenemos miedo de las lluvias, cuando están y cuando no. Tenemos miedo de lo que comemos y tenemos miedo de no poder comer alguna vez. Tenemos miedo de los asteroides y de las bombas, de las guerras y también de la paz. Porque tenemos miedo de ser distintos o de ser muy parecidos. Y de todo lo que conocemos y de lo que no conocemos ni remotamente. Tenemos mucho miedo de Dios y del Diablo. De los estornudos, del aire que nos ronda; de la celulitis y de la calvicie; de las arrugas, de la impotencia. Tenemos muchísimo miedo del colesterol, de los infartos, del cáncer. De las cutáneas y las venéreas; de los hongos, las bacterias, los bichitos y bichotes; de los parásitos y las gripes. Tenemos miedo de los terremotos y los huracanes. De los la luz y de la oscuridad. De salir y de quedarnos. De hablar y de no hablar. De lo que nos cuentan y lo que no nos cuentan. Tenemos un miedo terrible a las serpientes, las arañas, las agujas. En fin… que la lista podría no acabar jamás, porque tenemos miedo de no tener miedo y, a la vez, tenemos mucho miedo del miedo.
Pero, ¿qué tantas cosas nos exponen realmente a un riesgo fatal? ¿Cuáles de esos monstruos que nos hincan el diente a cada rato son verdaderos ogros y cuáles son sólo fantasmas que vemos en la noche de trasluz?
Déjeme decirle: la mayor parte de lo que incluye la lista, e incluso de lo que olvidó contar, no es tan cierto ni tan grave. Pero usted, al igual que yo, sabe que es mejor temerle a todo aquello, porque así aprendimos que debe ser. Y gracias a ello seguimos, obedientes y panicosos, la línea de comportamiento aceptable que nos han mostrado y nos muestran como válida, segura, saludable…la que, al final, tomamos como nuestra.
Porque lo que está detrás de todo temor particular –el suyo, el mío- es siempre otro temor más grande. Tanto es así que muchas veces no sabemos a qué le tememos, pero tememos igual. ¿De dónde sale? Simple, fíjese. Para que el miedo se instale entre nosotros basta con que ocurra algún suceso inesperado, preocupante y generalmente trágico (¿dengue, gripe porcina?); luego, quienes nos informan y deciden por nosotros imponen el estado de alerta (¿casos aislados, pandemia, epidemia?). Paso siguiente, avivando las llamas de la preocupación, se establecen líneas de contacto con otros problemas sociales y conflictos (¿pobreza, insalubridad, tercermundismo, mexicanos?) para advertir que los casos aislados son la punta de un iceberg profundo e inabarcable del que mejor prevenirse porque es una potencial amenaza para toda la sociedad, para el mundo entero. Con la contribución de los expertos, la información se selecciona y difunde por cuanto medio de comunicación exista; en la masividad de esta catarata de datos tanto ciertos como falsos, la población adopta las medidas necesarias para enfrentarse a la amenaza (¿fumigación, vegetarianismo, veda de fronteras?) y usualmente hasta cambia sus hábitos con tal de no quedar pegado ni manchado. Finalmente, en el afán por cortar las vías de propagación, se aísla el núcleo del problema (¿cuarentenas, cierre de fronteras, urgentes vuelos charter?) y se termina estigmatizando a un grupo como el culpable del mal de todos. Unos pocos pasos a seguir, y el pánico social ya estará instalado.
Y a río revuelto, ganancia de pescadores. Otras crisis y problemas estarán minimizados mientras engordan los bolsillos de los inventores de nuevas curas. Una vez institucionalizado el miedo, las innumerables barricadas mediáticas que alimentan el terror dejarán en segundo plano cualquier otro conflicto y el pánico social se hará cargo de mantener el control de una sociedad demasiado ocupada en cuidarse de los mosquitos y los chanchos como para pensar en que, no muy lejos, se definen los destinos de mañana mismo.
Reciclando, una vez más, el valor y la forma de lo bueno y lo malo, pasaremos de la efímera histeria colectiva al pánico moral que ratificará nuestras creencias y acciones o marcará nuestros nuevos hábitos de salud y bienestar. No creo que sea casualidad ni mala suerte que, justamente, el virus de la gripe porcina haya mutado en el cuerpo de una mujer mexicana, y pobre por supuesto, de una ciudad subdesarrollada sobre el límite de los Estados Unidos. No hubiesen sido muy inoportunos en agregar que, además, esa mujer también era analfabeta, madre soltera, maquiladora, repatriada, mula, drogadicta y… ¿qué más se le ocurre?
Hace poco más de setenta años, bastó con que Orson Wells relatara por radio y en forma de noticiero su novela “La guerra de los mundos” para que se desatara el pánico colectivo, traducido en una ola de suicidios momentánea de quienes no prestaron atención al mensaje aclaratorio de “esto es una ficción”. Por aquellos años, al igual que ahora, es tan fácil moldear y remodelar la medida de lo real como perder pie. Y en esa pérdida de contacto con lo real nos subimos a la puesta en escena de una ficción generalmente mucho más creíble y verdadera a la luz de las estadísticas. Mientras tanto, a medida que las fuerzas del pánico social y moral se concentran y definen en torno a las cifras oficiales y los rumores cotidianos, vamos generando y multiplicando los síntomas. Hasta que no creemos más que en esa evidencia: sudamos de sudor frío, sentimos palpitaciones y vértigo; se nos cierra la garganta, no podemos respirar; nos aqueja la jaqueca y vemos borroso. El cuerpo aterrado se hace portavoz de un pánico mayor, tan generalizado como conveniente, hasta que nos calma saber que llevábamos en el bolsillo algún ansiolítico que nos salva. Y sí, en el mismo momento en que la sublingual nos devolvía a la vida, Roche (la empresa creadora y productora del Rivotril) ganaba de manera estable y sostenida más de 43 millones de pesos por la venta estable de unas 2.400.000 unidades del medicamento que hizo auge desde la crisis del 2002.  

3 comentarios:

  1. SOS INCREIBLE! DEBE SER POR ESO QUE ME DAS MIEDO...

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  2. De punta a punta, palabra por palabra, explicado en bases totalmente reales...... ADELANTE CLACZ

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  3. Nunca dejes de escribir!!! No solo creo que es una satisfaccion para Vos, tambien es un placer para el lector.... BML

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