lunes, 16 de agosto de 2010

Niños

Críos, bebés, chicos, chiquillos, pequeños, pibes. Infantes, criaturas, párvulos, impúberes, cachorros. Hijos, hijas, sobrinos, primos, nietos, hermanos, ahijados, amigos. Alumnos, clientes, consumidores, empleados, aprendices, discípulos. Caros, baratos, caprichosos, buenos, malcriados, solitarios, abandonados. Pobres, ricos, extraños, enfermos, sanos, huérfanos. Angelitos, diablitos, pollitos, escuincles, peques, cuchicuchis….



Esos, que son muchos y que nombramos con infinidad de epítetos según el gusto y la ocasión, son dos mil doscientos millones de seres humanos sobre una población mundial total de seis mil millones de personas. Tienen una suerte y un destino azarosos, desparejos: van donde los grandes los lleven, y naufragan o emergen de acuerdo a los vaivenes de las vueltas que el mundo dé. Son mil novecientos millones los que viven en países en desarrollo. Y eso no siempre es una ventaja. Los grandes porfiamos en la tendencia a creer que los “enfants” que nacen y viven en países pobres, ya han sido arrojados a la desgracia por destino inevitable. Pero de los que nacen y viven en otras regiones, uno de cada dos vive en situación de pobreza; en total, mil millones. Y eso, la pobreza, es apenas un detalle.
Claro, no es novedad para nadie; lamentablemente, pues “las cosas son así”. Y siempre estuvieron, ¿qué podría ser más obvio? Pero no siempre existieron. ¿Cómo es eso? Raro, ¿no? Sí, raro, pero cierto. Antes de la Modernidad (época que arranca a fines del siglo XVII y se consolida casi cien años más tarde), los niños, como tales, no existían. Es decir que, de allí para atrás, básicamente los niños no eran niños, sino “pequeños adultos”, y así fueron vistos y tratados histórica y sistemáticamente. Y ahí es cuando pronto deja de parecer tan rara la idea. Por aquellos remotos tiempos de la infancia ausente, no existían las escuelas; de entre tantas otras, esa fue la primera institución creada por la humanidad cuyo objeto y objetivo fueron y son única y exclusivamente los niños. Antes, la educación pasaba por casa; quedaba en manos de las nodrizas, cuando las había y cuando las condiciones socioculturales de los “cachorros” lo ameritaba. Pero en general, la educación de la mayor cantidad de niños quedaba en manos del mundo y de la calle; su único tutor, la suerte, que caprichosa y errante como es, les iba dando o quitando el permiso de “un día más”. Otros, entregados a los rigores de una educación sistemática, eran educados en las habilidosas artes de lar armas, para que tempranamente aprendieran el significado y la responsabilidad de morir defendiéndose del enemigo. Otras, absorbían calladamente las consignas morales que, en las labores cotidianas, incluían el aprendizaje de entregarse al hombre cuando fuese necesario pues ese era su deber y así lo mandaba su naturaleza de niñas.
La literatura infantil, que sin importar cómo ni quiénes fuesen los niños, actuó siempre como herramienta didáctica y moralizante, deja claro testimonio de cómo la educación fue cobrando diferentes objetivos, tonos y métodos. De hecho, ¿qué son y para qué se inventaron, si no, las moralejas? Pero la literatura infantil siguió su curso, y cambió, varias veces. Porque de pronto se supo que existían los niños. Digamos, por fin se inventaron. Diferentes disciplinas científicas fueron naciendo y haciendo su aporte a la creación del “objeto niño”. De entre todas ellas, la psicología brindó el aporte mayor. Y vaya que fue significativo…
Cuando a algunos médicos de comienzos del siglo XX se les ocurrió creer que los seres humanos tenemos, además del don de la razón, una psique inasible e indetectable que aloja un sinfín de emociones, recuerdos, traumas, deseos y demás, notaron que no era lo mismo la psique de los adultos que la de los infantes. De acuerdo a sus edades, los seres humanos actuaban, sentían, temían y deseaban distinto. Pero el mayor problema (y ahí estuvieron, además, el envión y el fundamento para que la psicología se afirmara como “ciencia”) fue que no tardaron demasiado en descubrir que todos los inconvenientes de los señores y señoras venían de allí: de la infancia. Por lo que, así como se inventó al niño como un ser de escasa edad con una psique diferenciada a la de un ser humano adulto, también se cargó a la niñez con la mancha oscura de la culpa por los males de la vida. Sí, esto también suena raro, pero aun el psicoanálisis defiende la idea de que para curar los males adultos, hay que extirpar los males de la infancia; o a la infancia misma, en algunos casos.
Con el correr de los años, y una vez que el “objeto niño” cobró presencia en el mundo real, la humanidad creó otras instituciones para ocuparse de la interminable suma de problemas que nacen con y por la niñez. Hoy tenemos ONGs, gabinetes escolares, nuevas ciencias específicas, derechos y leyes también específicas. Pero seguimos teniendo niños. Y en realidad, los problemas siguen siendo los mismos. Ellos, hoy igual que ayer, siguen yendo y viniendo por la vida según los vaivenes que los crecidos les imponemos. Aprenden lo que creemos que deben aprender; olvidan lo que suponemos que es conveniente olvidar; hacen lo que les decimos que es bueno hacer, y a veces lo que es malo pero oportuno; los instruimos en el temor y la prohibición de varias cosas que tratamos de evitarles, o de evitarnos, porque no sabríamos cómo lidiar con un niño herido si nos tocase algo así.
De hecho, declaradamente o no, todo eso que creamos para ocuparnos de los niños se ha fundado y sigue sosteniéndose en la misma intención: cuidar de ellos. Pero hay que ver hasta qué punto todo eso que hicimos para protegerlos no sirvió, en realidad, para dejarlos más desnudos y más solos. Tenemos lugares y especialistas para llevarlos cuando tienen una dolencia o alguna alteración en el cuerpo; allá van los pediatras y neonatólogos. Tenemos a quién delegarlos cuando acarrean alguna dificultad “intelectual”; allá van, pues, psicopedagogos, científicos de la educación, terapeutas y psicólogos ad hoc. Tenemos dónde llevarlos para que descarguen energías y sociabilicen; allá están los clubes y los equipos. Incluso, tenemos un Dios, un buen Dios, que mostrarles y enseñarles para que en él confíen y también en las personas que hacen la obra de Dios en la Tierra. Pero, qué torpes fuimos… No nos dimos cuenta, nunca, y parece que todavía no entendemos, que los peores y más reales problemas y dificultades que recaen sobre la niñez son aquellos imposibles de ver, tocar, sentir, escuchar, diagnosticar o confesar. Y la pobreza, por más silenciosa y letal que sea, puede devorarse a millones de niños hasta que por fin las personas se dignen a comprender que necesitan alimentarse. Pero lo que callan y contienen no se cura con remedios, terapias, juguetes ni golosinas: se cura con verdades.
Y la verdad, la más extendida, reprimida, dolorosa y complicada es esta: casi la totalidad de los niños del mundo, desde que el mundo es mundo y antes de que el niño fuera niño, son abusados por seres humanos mayores que ellos, de diversas formas pero con un único resultado: los daños profundos que nadie conoce. Eso que los mayores tratamos de resolver suelen ser síntomas, señales, expresiones disfrazadas de un problema peor y más hondo. Para tomar real dimensión de hasta qué punto esto es así, pongamos alguna cifra: anualmente, en todo el mundo, cientos de niños se suicidan o intentan suicidarse como consecuencia de situaciones de abuso que no logran desahogar ni soportar.
Digamos la verdad, a calzón quitado, como tiene que ser: mucho inventamos para hacer lo que creemos que debemos hacer con los niños que inventamos, pero mucho más hicimos y hacemos para protegernos los adultos de los males que cometemos a diario. Sin ir más lejos, ocuparse de resolver o cortar con una situación de abuso infantil requiere de interminables pasos legales y técnicos de comprobación y probación que, al final, por dejar a un sujeto preso algunos años, termina añadiendo otro daño más al niño que, en el ínterin, se habrá transformado en adolescente y quizás hasta en adulto. No nos gusta saberlo. Y así vamos. Convirtiendo niños en adultos que, más o menos, se adaptan a los devenires del mundo que hicimos. Y así vamos, poblando el mundo con adultos heridos que silenciaron una historia para poder sobrevivir. Y así vamos, como con muchas cosas más que no soportamos pero no nos decidimos a soltar ni resignar: lidiando con los síntomas y peleando contra enfermedades y locuras que, un día, el cuerpo y la psique de un niño descubrió como la única forma de mantenerse en pie. Se sorprendería, ¿sabe?, si le contara cuántos niños en una sola aula de una escuela de cualquier tipo experimenta situaciones de abuso de forma sostenida. Se sorprendería muchísimo más si supiera cuántos pudieron “zafar” cuando los adultos de alrededor decidieron hacerse cargo de la verdad. Son muy pocos, muy pocos… Pero así vamos, haciendo lo que podemos con la verdad, porque antes, siempre, aprendimos a evaluar las consecuencias…

(Ana C. 15-08-2010)

No hay comentarios:

Publicar un comentario