lunes, 2 de agosto de 2010

Inclusión real

Sin dudas, el slogan más repetido y difundido del gobierno actual es el de lograr, por diversas vías y mediante diferentes decisiones políticas, la inclusión de las minorías. Hasta ahora, mucho de eso seguía siendo dominio exclusivo del discurso. Planes de ayuda económica y proyectos de obras públicas no consiguieron lo que hace unos días sí se logró desde el Poder Legislativo: incluir a una enorme minoría en los derechos universales, por fuerza de ley.


Y es fundamental remarcarlo, porque los laureles del logro que significa la aprobación de la reforma del Código Civil para permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo, no son laureles que pueda atribuirse el Gobierno como algo propio; ni siquiera desde la iniciativa. Es cierto, en oportunidad de haber sido consultada al respecto, la Presidenta de los argentinos expresó su apoyo a la reforma legal, aunque sin arriesgar demasiado y manteniéndose en el abstracto y general terreno de defender la inclusión de las minorías. Y tampoco es algo que en el ámbito de lo legislativo se haya conseguido por voluntad mayoritaria de su propio partido; es sabido que varios senadores del Frente para la Victoria se abstuvieron del voto o votaron en contra del proyecto. Y del justicialismo, como también quedó claro, salió parte de los más fervientes opositores a una de las más trascendentes iniciativas a favor de la igualdad, lisa y llanamente. Sin ir más lejos, larga trayectoria legislativa exhibe la senadora Liliana Teresita Negre de Alonso. No deja de llamarme la atención, dicho sea de paso -o no tanto-, que hayan sido de extracción peronista los diputados y senadores que ejercieron mayor oposición y que también montaron las más pesadas campañas en contra, pues se trata de un sector político que históricamente se ha definido e intenta seguir definiéndose como “nacional y popular”; ése que nació justamente, nada más ni nada menos, como abanderado de las minorías de este país. A menos que, en su diccionario, se considere “minorías” únicamente a los sectores sociales signados por la pobreza, que durante décadas viene alimentando y dando fundamento a dicho movimiento partidario. De otros, tradicionalmente conservadores, la sorpresa vino por el lado de posiciones mucho más moderadas o incluso, abiertas.
En fin, posturas e imposturas más o menos, lo cierto es que desde el miércoles pasado ha entrado en vigencia la nueva norma. Y la celebración no es, fue ni será sólo de la población gay de Argentina. De hecho, incontables seres humanos heterosexuales, ateos, agnósticos, católicos o de otras religiones, se suman a la celebración. Y es justo que así sea. En principio, porque en la cancha se vieron los pingos: la cantidad de prejuicios, pánicos, ignorancias y resistencias con las que se enfrentó la sociedad durante el proceso de discusiones que culminó días atrás en el Senado, dejó al descubierto cuáles son varios de los puntos flacos que nos queda mejorar y pulir como sociedad que somos, todos, no importa con quién se acueste cada uno y cada cual.
De guiarnos solamente por lo que fueron mostrando los medios de comunicación, veríamos con bastante claridad cómo muchos argentinos son extremadamente reacios al cambio y lo paradójico y preocupante que esto resulta. Una parte demasiado amplia de nuestra sociedad sigue siendo demasiado conservadora o, mejor dicho, demasiado selectiva en cuanto a los criterios de quién se merece y por qué ciertos derechos. Seguramente, durante los festejos que despertó en nuestra sociedad el paso de la selección de fútbol por el Mundial de Sudáfrica, a nadie le importó ni nadie se puso a pensar con cuántos homosexuales compartió momentos de festejo en franco plan de fraterna celebración de la argentinidad. O con cuántos portadores de HIV o pobres o negros o ignorantes se abrazó. A los argentinos, ciertas pasiones nos llevan a soltarnos y hacer todo lo que no haríamos en situaciones, quizá, más serias; y nos permiten sentirnos “pueblo”, por un ratito al menos, lo que dure un gol será suficiente para despertar dentro nuestro esa bella sensación de hermandad con la que no somos capaces de convivir en otras circunstancias.
Otras pasiones -algo cuestionables en realidad, pues de pasiones se nos disfrazan muchos supuestos deberes morales- pueden mostrarnos, en circunstancias muy distintas, cuánto podemos unirnos y con cuánta furia para defender otras causas. Causas con las que, en caso de ser consultados y responder con honestidad, pocos argentinos serían capaces de levantar la mano con similar firmeza para afirmar que son constantes y fieles. Porque, sin ahondar demasiado, nuestro país y nuestra realidad serían muy diferentes de lo que son si tantos miles de argentinos guardasen coherencia con los simples y básicos mandatos de tener amor por el prójimo, no robar, no matar, no levantar falso testimonio ni mentir, sólo por mencionar algunos…
Por otro lado, el debate por el matrimonio igualitario logró, como no sucedía hace tiempo, que no se diera por el típico y recurrente enfrentamiento entre los intereses de tales o cuales facciones políticas, o por el choque entre las ambiciones de tales o cuales aspirantes a algún cargo futuro. Esta vez, en cambio, el debate puso sobre la mesa el diálogo de la sociedad con la sociedad. Puede que en muchos casos haya sido un diálogo difícil, trunco, irracional, interrumpido o malogrado, pero no dejo de ver en esta oportunidad un contraste de opiniones y posturas tan digno de llamarse “debate público”, algo que no podría atribuir a tantos otras decisiones polémicas que pasaron en los últimos años por el Senado. Honestamente, ni siquiera el conflicto por la resolución 125 tuvo como protagonista a la sociedad por entero.
Aquí sí. Y no hubo quien no opinase, en lo público o en lo privado. No hubo ni un solo argentino a quien le resultase indiferente; en todos, en mayor o menor medida, el debate por la aprobación del matrimonio igualitario obligó a la reflexión, o despertó algún sentimiento de oposición o adhesión a algo; no importa qué tan mínimo o irracional haya sido, importa que haya sucedido. Y no son pocas las declaraciones que la gente de a pie a hecho en los medios, en muchos casos coincidiendo en que hasta el momento nunca habían tenido la oportunidad de detenerse a pensar en un tema como éste. Sucedió en la Iglesia, en los partidos, en la sociedad en general, pero también en los grupos de trabajo, entre los amigos de cualquier edad, y en las familias: el debate se dio. Y la inclusión, por una buena vez, dejó de ser discurso para convertirse en algo real y tangible.
Para quienes aún temen demasiado por lo que vendrá, bien vale decir que a lo largo del tiempo hemos atravesado reformas y cuestiones mucho más complejas. Otra vez, deberemos acomodarnos al curso de los tiempos y a la madurez social. Nada malo pasará, podemos ir en paz.



Cambios de código

Qué bueno que la ley no sea letra muerta, y que cada tanto tengamos la oportunidad de contradecir nuestro común prejuicio a creer que aquí las leyes no son mucho más que papel pintado. Y aunque a muchos les extrañe, no es la primera vez -seguramente tampoco será la última- que nuestro Código Civil experimenta modificaciones en lo reglamentado para el matrimonio de los argentinos.
Tal como había sido redactado por Dalmacio Vélez Sarsfield en 1869, el Código Civil se limitaba a convalidar jurídicamente el matrimonio sólo cuando se trataba de uniones religiosas. Es decir, el matrimonio civil o el matrimonio entre personas de distinta religión no era considerado tal ni podía realizarse, por lo que muchísimas parejas constituían una minoría sin derechos y por fuera de la ley.
Aunque en aquel tiempo no se trataba de homosexuales, el mismo pánico y el mismo fervor se despertó en gran parte de la sociedad para oponerse al matrimonio civil en 1888. Según lo expresado por representantes de la Iglesia Católica por esos años, el matrimonio fuera de la religión (que pretendía incluir y legalizar la situación de muchísimos inmigrantes que el propio país se ocupó de traer) significaba un claro atentado “al bien de la Patria y la religión”. Para Fray Reginaldo, obispo de Córdoba, las leyes católicas ya satisfacían “todas las necesidades del pueblo argentino” y una reforma “produciría resultados funestos”. Los argumentos fueron los mismos que se esgrimieron días atrás, es decir, 122 años más tarde: el proyecto violaba “la ley natural”; se preguntaban: “¿con qué derecho puede hacerse a un lado la legislación divina, cristiana y canónica en cuanto al matrimonio?”; entendían que “el derecho al matrimonio no es un derecho universal”. También juntaron firmas, realizaron actos públicos y campañas masivas, llenaron plazas. Pero no pudieron responder las mismas preguntas que les haríamos hoy; por ejemplo: ¿por qué lo que dicte esta iglesia debe considerarse ley divina, única y universal? ¿Por qué su ley debe reinar sobre las vidas de todos los hombres y mujeres, incluso sobre las de quienes no la eligen?  ¿Por qué son siempre otras las religiones culpables de la violencia, la discriminación, la desigualdad, los pecados y el fundamentalismo en el mundo que Dios creó?

(de Gabriela Marcó, 01-05-2010)

No hay comentarios:

Publicar un comentario