sábado, 7 de agosto de 2010

Perdones

En verdad, echando un breve vistazo apenas a ciertas noticias publicadas en las últimas semanas, sorprende la cantidad de titulares que anuncian con tipografía destacada algún que otro pedido de perdón. Por supuesto, varían los protagonistas de los pleitos, de la misma forma que el calibre de los conflictos. Pero, en síntesis, el perdón parece transformarse en una bebida cada día más aguada con que se brinda a medio camino de una crisis.
En el mismo medio donde se publica que un comerciante, luego de ser asaltado, se arrepiente y pide perdón a la familia de un delincuente que mató de un cuchillazo, se lee también que el ex DT Alves pidió perdón a la hinchada por la decepción y el fracaso. Pocos minutos después de reproducir la voz dolida o el rostro compungido del rector de la UBA Rubén Hallú por los últimos incidentes, que lo avergüenzan, se escuchan las ahora serenas y cordiales voces o se ven los repentinamente encajados rostros del Turco Assad y de Carusso Lombardi pidiéndose perdón.
Entre las noticias internacionales, pocas páginas median entre la difusión del pedido público de perdón de Paquita la del Barrio hacia la comunidad homosexual de su país y la sociedad toda por sus recurrentes y fervientes dichos acerca de la preferencia de matar a los chicos de la calle antes de que sean adoptados por una pareja gay; y los otra vez dudosos, fríos y a destiempo perdones del Papa por los abusos sexuales cometidos por su gente, esta vez refiriéndose a los casos ocurridos en las escuelas católicas irlandesas hace varios años.
Y más o menos en la misma línea, se emparejan las solicitudes de perdón de Cristina Kirchner hacia el gobierno y el pueblo peruanos por el tráfico de armas a Ecuador. El llamado al perdón del presidente de El Salvador por el asesinato del arzobispo de San Salvador, Monseñor Romero, hace 20 años. El perdón que reclama el Episcopado mexicano a sus fieles y no tanto, otra vez por ese costumbrista hábito de pederastia. Los perdones de Sebastián Marroquin (hijo del narcotraficante  Pablo Escobar, o “El Señor de la Droga”), vía film documental, por los innumerables crímenes que cometió su padre. Y el perdón enviado por Michelle McGee a Sandra Bullock por haber sido amante de su esposo, quien ahora -insisten en acotar los medios de prensa- se encuentra rehabilitándose en una clínica especializada por su clara inclinación a la infidelidad.   
No crea que estoy haciendo un esfuerzo por mezclar agua y aceite, o por meter en una misma jaula criaturas de tan diverso origen y especie. En realidad, la mescolanza viene dada de antemano. Al parecer, pedir perdón es un acto que está a la orden del día. Sobre todo, podría pensarse, desde que alguien de la talla de Tiger Woods se atrevió a disculparse con su ex mujer y sus múltiples amantes, luego con la sociedad norteamericana y hasta con los duendes y hadas de los mágicos campos de golf. En fin, quizás sea porque pedir perdón queda bien, y porque resulta tan correcto como legalmente provechoso para ponerle freno a un lío mayor o a una demanda agravada o más onerosa si el orgullo fuese más fuerte.
Sin embargo, por lo menos yo, no he encontrado la respuesta. ¿Cuál? La de todos aquellos a los que se les ha pedido perdón en los casos mencionados. Y eso sí que me suena raro, porque lleva a pensar que, si las cosas están dadas así y el perdón sucede sólo con pronunciar algunas breves y conjuradoras palabras, el daño está curado, el problema fue superado y se evitó una crisis que ya estaba tocando la puerta. ¿Será así, y muchos mortales aún no nos enteramos de cómo funciona la cosa? Macana de cualquier tipo, lío mediático (en el mejor de los casos), cruce de palabras y hasta de palos, y después pedir perdón; eso sí, que sea publicable en titulares, para que todos lo vean. ¿Y después?
Que yo sepa, al menos -y en todo caso perdóneme usted mi imperdonable miopía- los cientos de niños ahora ya bien entrados en la adultez que fueron sistemáticamente abusados en varias escuelas irlandesas con el consentimiento tácito de sus superiores vaticanos (era un secreto a voces lo que allí sucedía, y el silencio dio piedra libre a los monjes y monjas) no aceptaron las disculpas. Ninguno de ellos ni siquiera se reunió personalmente con el Papa o con alguno de los responsables; ninguno de ellos fue visitado personalmente por nadie para ofrecer -como corresponde, creo, ingenua de mí- disculpas y pedir perdón. Ninguno de ellos ha dicho “sí, los he perdonado, estoy en paz”. Por el contrario, muy por el contrario, todavía esperan a que los escuchen; todavía esperan que se les reconozca el doloroso y traumático hecho de que sí sufrieron y sufren. Todavía esperan que se hable, que se nombre, que se mencione a los muchos que murieron por suicidio tras los profundos traumas causados por sus religiosos tutores. Ninguno de ellos aceptó el perdón. Pero como si el perdón fuese algo que se hace sólo de palabras y de un solo lado, parece que la Iglesia se da por perdonada.
Lo mismo para el resto de los casos. Para todos esos donde la pederastia se resuelve, se alivia y desaparece sólo con un decir “pido perdón”. Y no porque eso no tenga importancia. Por supuesto que la tiene. Pedir perdón siempre será mucho mejor que no hacerlo. Lo que sí cuestiono, insistentemente, desde el malestar más profundo que me provoca toda esta sarta de gestos políticamente correctos y humanamente deshonestos, es esto: “hacer como si”. Hacer como si se sanara la herida por el sólo hecho de pedir perdón cuando el apriete es mucho y acuciante, o cuando la angustia estalla y le quema la conciencia al mejor estilo Eduardo Vázquez en todas y cada una de sus hipócritas declaraciones públicas. Hacer como si bastara con eso. Como si aquellos a los que se les pide perdón debieran contentarse y darse por satisfechos con ese solo gesto, como si una vez pedido el perdón no fuese necesaria ninguna otra compensación, ningún otro reclamo. Porque otra impostura política muy de moda en estos tiempos es demonizar a muchos de los genuinamente dañados por una lesión grave y deliberada, cuando se les pide perdón y ellos continúan reclamando por justicia.
¿Acaso no les alcanza con el perdón a los padres de la mujer atropellada por la Hiena Barrios? No, claro; quieren fama, luces, fotos, primeras planas, quieren dinero. ¿Acaso no les alcanza a los irlandeses con que el Papa, nada más ni nada menos que el propio Papa en su balconcito en Semana Santa, salga a disculparse con ellos? No, claro, quieren más; quieren ser tenidos por mártires, quieren lucrar con la victimización, quieren sacarle dinero al Vaticano con algo que pasó hace tanto tiempo que nadie se acuerda, y encima no se contentan con una ventanita al Paraíso por poner la otra mejilla.
¿No le alcanza a una sociedad entera con el arrepentimiento de sus gobernantes o de alguna autoridad pública o privada por algún desliz de la desidia o algún error cometido que haya puesto en riesgo su vida o la de su familia? ¿No le alcanza a una madre o a un padre con el arrepentimiento de un hombre que pide perdón luego de matar a balazos a su hijo un día cualquiera en una calle cualquiera de una ciudad cualquiera por un motivo cualquiera? ¿Qué le pasa a la gente, que no perdona, aunque le estén pidiendo perdón tanto y tantas veces?
Les pasa (me, nos pasa) que, en realidad, aunque no lo sepamos con la certeza que podría demostrar un tratado filosófico o una minuciosa exposición enciclopédica, algo nos dice -desde el instinto humano mismo, o desde la intuición de sentir, percibir y concebir lo que sucede por haber aprendido a vivir en este mundo tal como es y tal como nos tocó- que el perdón se trata de otra cosa. Quizás, de un paso que debe darse cuando ya se haya hecho camino por la vía previa de la honestidad y la sinceridad; ésas íntimas y francas, que ni siquiera necesitan expresarse en palabras. Quizás, porque el perdón no se hace con palabras, como tampoco se hace sólo con palabras una promesa por el simple hecho de decir “te prometo”, o un juramento por pronunciar “sí, juro”. Quizás, porque el perdón requiere de una intención cierta; y sobre todo de una respuesta. Y porque a veces no es nada fácil ni inmediato responder a ciertas cosas. Para lograrlo, muchas veces se necesita madurar el dolor, la conciencia del dolor, la experiencia del dolor, y la capacidad de seguir o no adelante con lo que se deba seguir o lo que se tenga.
A esa gente que no perdona le pasa (nos, me pasa) que hay ocasiones en que no podemos. Porque muchas veces, simplemente, no podemos comprender. ¿Sabe? La raza humana tiene cosas verdaderamente maravillosas. Pero, como contrapartida, tiene cosas incomparablemente horrorosas. El ser humano es capaz de atrocidades tan pero tan incomprensibles y aterradoras, de demostrar tantos y tales caudales de idiotez, que directamente no se puede comprender. Y porque, directamente, antes de perdonar y pedir perdón, es necesario aprender a no tener que disculparse.                    (Ana C., 18-04-2010) 
  

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