lunes, 2 de agosto de 2010

Familias

Es hora de madurar. No, no es ni fácil, no es simple. Supone una travesía cargada de obstáculos y complicaciones. Crecer es traumático. Madurar, también, o peor aún: quien madura, no sólo crece, también comprende que la camino consiste en abandonar, modificar, tomar y asumir una cantidad de cosas y rearmarse a cada paso  para atravesar la infancia.


Y quien en verdad madura, no sólo es consciente de aquello; además, lo hace, lo lleva a cabo. En otras palabras, crecer se crece por obediencia a un impulso ciego e instintivo de la naturaleza que afecta a todos los organismos vivos por igual. Todos los cuerpos crecen: nacen, se desarrollan y al fin mueren. Pero, por el contrario, en los seres humanos la madurez supone una travesía bien distinta: reúne y vincula cada uno de los aprendizajes que las personas vamos adquiriendo a lo largo de toda una vida. Es un derrotero que no corresponde únicamente a los cambios y modificaciones que nos toca experimentar en y con el cuerpo, como sucede con el crecimiento; la madurez consiste en todos aquellos cambios y modificaciones que cada sujeto humano experimenta en su vida emocional y psíquica, desde el primero hasta el último de sus días.
Ahora bien, con el crecimiento hay muchas trampas que uno pueda hacerse a sí mismo. Convengamos que cualquier maquillaje o cirugía puede dibujar una fachada nueva, para renovar o esconder de los rostros y los cuerpos las huellas que el tiempo va dejando impresas. Aunque nunca lo logren por completo. Trampas más o menos, nadie puede evadirse al mandato del crecimiento. Pero con la madurez, nada puede tapar ni disimular lo que se quisiera esconder: entre la madurez y la inmadurez se pone en juego el mundo de los posibles.
Madurar, en cierto sentido, es también un destino, una tarea que el vivir nos pacta cuando se dan la mano las circunstancias y la incertidumbre, y se suman a la mesa del tiempo el deseo y la necesidad de ser.  El gran riesgo de madurar es que siempre supone un cambio, en la forma de estar, de sentir y de ver, al mundo, a los otros, y a nosotros mismos. ¿Qué podría pasar? ¿Estará o no realmente el Cuco ahí, soplando las cortinas en la oscuridad de la infancia?


En nuestra sociedad, y me refiero a la sociedad argentina del siglo XXI, asistimos por estos días a uno de esos momentos clave en que el tiempo nos empuja a enfrentarnos a esa pregunta. Y ahora, o seguimos sosteniendo ciertas vendas que nos salvarán del riesgo de enfrentarnos a la experiencia de nuevas situaciones y formas de vida, o por fin abrimos los ojos para ver qué hay realmente allá, en ese entero y vasto universo de lo que somos, en la diversidad y en la heterogeneidad que nos constituyen y nos nutren. ¿Los argentinos estamos dispuestos a aceptar el matrimonio igualitario?
Hasta ahora, la pregunta ha tenido respuesta afirmativa por lo que podría llamarse “la mitad de los representantes del pueblo”, es decir, el Congreso. En lo inmediato, queda pendiente la otra mitad de la respuesta; el Senado, la otra mitad del pueblo, aún debe responder. Por supuesto, ante la posibilidad de una afirmación definitiva, una buena parte de la sociedad argentina en desacuerdo ha caído presa del vértigo y, en algunos casos, de ciertos estados de histeria y de pánico. Claro, ¿qué será de este mundo, de este bendito e inmaculado país, de esta sociedad tan pura y perfecta, tan religiosa, tan pulcra e instruida, tan decorosa y buena, tan aficionada a la civilización y fóbica a la barbarie, si dejamos que todos los homosexuales salgan bailando a la calle, rieguen las esquinas con serpentinas de colores, se casen, tengan hijos, cometan actos impuros cuando quieran, como quieran y donde quieran? ¿Será que una gran bacanal de placeres anti natura está por desatarse entre nosotros, y toda esta sociedad nuestra, bella y bendecida por la mano de Dios, tendrá que esconderse en sus casas para no ver el horror, o ir hasta el almacén con los ojos, los oídos y hasta la nariz tapados? ¿Será que toda la especie humana va a desaparecer? ¿Será que de pronto, todos nuestros hijos, sobrinos y nietos tendrán permiso para asistir a semejante carnaval de la impudicia y serán contagiados por el virus incurable de la desviación? ¿Será que, si nuestros legisladores finalmente aprueban la ley de matrimonio igualitario el mundo, al fin, se acabará?
Pues no. En realidad, nada de eso sucederá. El botón rojo del Apocalipsis no va a activarse; en todo caso, harbrá que madurar para habitar un mundo que ahora le dará más permiso de vivir y de ser a quienes se pretende dejar fuera de este mundo. Así que no, el mundo no terminará, posiblemente se haga más grande. 

Y varias sociedades en el mundo ya han dado un gran paso en el camino hacia su madurez, reconociendo por la vía legal lo que por simple derecho de vida ya era un hecho real, concreto e ineludible. Muchísimo tiempo antes -quizá mucho antes de lo que imaginan- de que sus leyes lo reconocieran, no pocos de sus ciudadanos habían formado familias no convencionales, con padres y madres del mismo sexo, con hijos, con sueños, con proyectos de vida, con frustraciones y fracasos, pero sin el amparo institucional ni los derechos con el que muchos otros ciudadanos sí contaban. ¿Por qué hacerlo? Por dos motivos, simples, innegables. Primero, son una realidad, y toda sociedad que no está dispuesta a ver la realidad fracasa, cae a la deriva de la ignorancia y la ausencia de futuro. Segundo, porque hace varios años que el concepto mismo de “familia” se ha modificado.
Antes de que las familias de padres y madres homosexuales fuesen reconocidas como familias, otras formas de familia habían sido reconocidas como tales. Así sucedió, por ejemplo, con las familias formadas por madres o padres solteros, o de padres casados en segundas nupcias, o familias sin hijos, o con hijos no biológicos, o con hijos adoptados provenientes de otras culturas, otros países, otros orígenes; o familias sin padres, donde hermanos, tíos, abuelos, o personas sin parentescos sanguíneos cuidan de otros. Familias así fueron vistas como no-familias durante demasiado tiempo, hasta que por fin se comprendió que “la familia es una unidad básica de la sociedad. A pesar de los muchos cambios en la sociedad que han alterado sus roles y funciones, la familia continúa dando la estructura natural para el apoyo esencial emocional y material para el crecimiento y bienestar de sus miembros” (UNESCO). O bien, que se denomina “familia” a todo grupo “de personas que tiene cierto grado de parentesco sanguíneo adopción matrimonio, y que funciona como núcleo fundamental en el que el ser humano nace, crece y se desarrolla” (ONU). 


Mire, es simple, como lo son en el fondo la mayor parte de las cuestiones y conflictos que nos problematizan y nos angustian como sociedad. Todo aquello que queda por fuera del reconocimiento legal, lo que preferimos no nombrar por si acaso al decir "Cuco" el Cuco finalmente se asoma y nos devora, termina siendo demonizado, ocultado, estigmatizado. Y nos recorta el mundo. Y nos silencia. Y nos inmoviliza. Y nos deja pensando y sin decidir en la noche del temor por lo que podría llegar a ocurrir. Evitar y resolver una buena parte de nuestros conflictos y pánicos sociales no requiere más que de eso: mirar y ver, decir y entender que existe, hacerse valer por fuerza de ley.
Ojalá, entonces, que esa mitad del pueblo con respuesta pendiente cuente con la lucidez suficiente como para empujarnos a madurar. Ojalá entiendan que, cuando no se puede de otra forma, muchos prejuicios logran ser vencidos cuando dejamos de escudarnos en el fantasma y logramos ver lo real. Ojalá seamos capaces de madurar, no sólo de nacer, crecer y morir. Al fin y al cabo, una nación entera también es una familia, ¿por qué habría de negar a miles de sus hijos, hijas, hermanas y hermanos?

(Ana C. , 30-05-2010)

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