sábado, 19 de febrero de 2011

Burlados = mineros, minados, leprosos

No hace falta una revuelta con muertos y destituciones para destrozar a un país. No hacen falta persecuciones, ni epidemias ni guerras para destrozar lenta o rápidamente a una nación. No hacen falta dictaduras ni éxodos o exilios para derrotar a una república. Alcanza con algo más simple, y mucho peor. Es suficiente con que los gobiernos se burlen de sus pueblos y se roben su propia dignidad.
Y el saqueo de la dignidad se da de formas reiteradas, demasiado veladas, adornadas con políticas pretendidamente populares que poco margen dejan para la discusión y la decisión sobre los destinos. En el peor de los casos, sucede en países históricamente bastardeados, como el nuestro, objeto de un bastardeo recurrente que se otorga y se repite desde fuera y también fronteras adentro. Pueblos condenados al limosneo, al subdesarrollo permanente, hasta tal punto convencidos a sí mismos de su propia incapacidad de madurar, que aceptan incluso sus luchas como meros intentos, con la resignación siempre dispuesta y bien guardada en el bolsillo para sacarla a relucir en cualquier momento. En general, para que todo esto ocurra, la estrategia a seguir es la misma: hacer todo lo inverso que debería hacer para procurarse el propio bienestar y la propia abundancia.
Hubo algunos ejemplos durante la semana que pasó. De más está decir que los ejemplos gozaron de tan poca prensa como escasa atención por parte de quienes tienen la responsabilidad de atender y cuidar de ciertas cosas. Pero lo concreto es que sucedió. No hace mucho tiempo vimos, con dolor o indiferencia, cómo varios argentinos morían o eran dañados por disparos o directamente por el avance inconcebible de topadoras y palas mecánicas sobre sus cuerpos o sobre sus casas, que en algunos casos fueron quemadas, para tomar el camino más corto. La solución más drástica a la usurpación de tierras bajo el nombre y la consigna del avance económico de todo el resto del pueblo. Ocurrió en Andalgalá, en Catamarca, o en la comunidad La Primavera de Formosa. Y probablemente vuelva a ocurrir, en algún lugar de San Juan o de Mendoza. Porque se acaba de anunciar la aprobación para el inicio de nuevos estudios para el asentamiento de la explotación minera a gran escala, con la venia aprobatoria del Gobierno, que concede todo el desastre humano y ambiental por venir mientras se vanagloria y regodea en anuncios de inversiones que supuestamente tienen el meritorio y primordial objetivo de favorecer nuestro crecimiento.
Jorge Mayoral, secretario de Minería de la Nación, dio a conocer la buena nueva el pasado lunes. Ya se frota las manos ante el desembolso de por lo menos sesenta millones de pesos que serán utilizados para las exploraciones de prefactibilidad del proyecto Los Azules, de la Minera Andes, estadounidense, que cuenta con el visto bueno para instalarse en Calingasta, San Juan. Harán  perforaciones en catorce mil metros cuadrados de territorio argentino de naturaleza casi virgen y, por supuesto, rico en minerales. Mientras tanto, seguirán desparramando billetes por millones en Santa Cruz, donde el proyecto de extraer oro y plata, en concesión conjunta con el operador minero peruano Hoschild, hace que a Mayoral no deje de caérsele la baba. Otro tanto le aporta la buena noticia de que en las últimas horas también se haya dado aprobación, con la connivencia del gobernador peronista Celso Jaque, a la explotación de cobre y oro con la mina San Jorge de capitales canadienses, en Uspallata.
Todos estos proyectos -o desvergüenzas, mejor dicho- se aprueban, se realizan y se perpetúan en el tiempo a contramano de la voluntad de los ciudadanos. En todos y cada uno de los casos, las agrupaciones vecinales, las comunidades y las ONG que se oponen activamente con fundamentos reales y pruebas en mano, son desoídas y bastardeadas por parte de los organismos oficiales y los gobiernos a los que, claramente, no les interesa ni remotamente lo que tengan que decir u objetar. Las cosas se hacen igual, lo mismo da, aunque haya que realizar alguna inesperada pirueta o algún tipo de salto hiperbólico por encima de los principios de una democracia, como la que supuestamente tenemos, donde ciertas personas gobiernan y deciden como voz y voluntad del pueblo y no de sí mismas. En fin…
Acá la diestra se les da a quienes vienen con carretillas de dólares y se llevan contenedores de otras cosas que, fronteras afuera de nuestro país, les valdrán muchos dólares más de los que han venido a verter por aquí. Y ojo, no es que esta gente venga a este pago porque les guste más que otros; vienen porque el Estado los llama, los atrae y los retiene. Y lo hace con todo el peso de su propia ley.
Como la Ley 24.196, sancionada durante el generoso gobierno menemista el 28 de marzo de 1993. El marco jurídico vigente prohíbe al Estado argentino explotar sus propios recursos naturales, pero permite que empresas extranjeras vengan, hagan y se beneficien con exenciones impositivas (no pagan IVA, ni impuesto al cheque ni sellos, ni a las ganancias, etc.) y con subsidios que ni siquiera se atreverían a soñar las Pyme argentinas. Por eso, Barrick-Gold de Canadá, Coeur D’Alene de EEUU, BHP Minerals de Australia, Vale do Río Doce de Brasil, o la anglo-suiza Xstrata Copper no tienen empacho de abrirse camino entre el terreno y sus personas para ponerse en acción. ¿Cómo no hacerlo? Tienen asegurada la protección estatal por treinta años, en los que estarán al resguardo de la creación de cualquier nuevo impuesto, del aumento de alícuotas, o de cualquier otro fenómeno tributario que cualquier otra empresa o ciudadano argentino sí sufrirá. Además, el Estado les regalará ingresos adicionales si exportan a través de puertos patagónicos. Y todo eso que se llevan, liberado de impuestos, deja en nuestro país la ridícula regalía de un 3% que pagan junto a una declaración jurada que presentan después de que los barcos hayan partido.
Las regalías que deja la minería son casi inexistentes; y las divisas, nulas. Pero tampoco tienen obligación de pagar ni un peso por la energía que consumen estas empresas, también subsidiada por el Estado nacional, que a lo largo y ancho de su territorio sufre de un desabastecimiento energético histórico, que cada vez se encuentra más cerca, no de la crisis, sino del colapso. Imagínese: aquí importamos, compramos, combustible de países limítrofes, mientras la energía que tenemos se la damos gratis a las mineras que literalmente nos agujerean. Gratis y en exceso: cada mina a cielo abierto consume, por lo menos, lo mismo que una ciudad de 300.000 habitantes incorporada a la red de suministro eléctrico. Si se fija, verá que las boletas de luz que recibe en su casa pagan, entre sus impuestos, ciertas leyes de subsidio. ¿A quién? A las mineras. Hace ocho años que en San Juan pagan con sus boletas de luz el Fondo Fiduciario del Transporte Eléctrico Federal (FFTEF), según manda el artículo 74 de la ley 25.401, financiando con un incremento en la tarifa por la luz eléctrica el tendido eléctrico de 500kv que une varias provincias andinas para servir a los proyectos mineros de alta escala.  
Mientras todo esto sucede y seguirá sucediendo, Mayoral hace honor a su nombre (“encargado de gobernar el tiro de mulas o caballos; recaudador o administrador de diezmos, rentas, limosnas, etc.; en los hospitales de leprosos, el que administra o gobierna”, real Academia dixit). La Ley no lo protege, por el contrario, prohíbe explícitamente que los funcionarios participen en este tipo de negocios. Pero el tipo se la banca, y juega el doblete de secretario de ministerio y empresario minero.
Buena genta nos cuida y vela por nosotros. Vayamos en paz…

miércoles, 9 de febrero de 2011

Catarsis - IV


Los principios activos de la catarsis, las sustancias que la nutren, son básicamente dos: identificación y descarga. Por supuesto, uno no funciona sin el otro. De hecho, interactúan de manera recurrente e incesante en la vida cotidiana de todos los mortales, aunque generalmente no notemos que están ahí dentro de nosotros, haciendo de las suyas.
No tengo dudas, estoy segura de que le sorprendería mucho más de lo que imagina saber cuántas y de qué características son las alternativas terapéuticas actuales cuyo medio y fin coinciden en la beatífica meta de la catarsis. Es que, en los tiempos que corren, pocas cosas tan en boga hay como la imperiosa tarea del autoconocimiento. Labor que, bien lograda y practicada con constancia, debería saber conducirnos hacia un mundo mejor, hacia una vida mejor, hacia una existencia mejor. Y para ir a por ello y lograrlo, nada mejor que despojarse, quitarse de encima viejos cueros, falsas cargas, estructuras caducas e insanas, apartarse los nubarrones para ver, realmente ver.
Así que en esto de ver, o de vernos, nos ponemos a jugar a los espejos. Y ese, claramente, es un deporte cada vez más común y extendido en el mundo. A través de los espejos que atravesamos en la mirada hacia los otros y en el contacto con todos los otros que nos rodean, vamos forjando vínculos de identificación, positiva o negativa, pero identificación al fin. Y según los condicionamientos que nuestra psique o nuestro modo de vivir hayan adoptado, vemos en los otros aquello nuestro que no somos ni quisiéramos ser, y entonces nos sentimos aliviados por vernos diferentes; o encontramos allí lo que quisiéramos ser y no somos, y entonces es la frustración, o el enojo, o el deseo irrealizable lo que nos carga y ahoga.
De unos años a esta parte, ya se ha convertido en un lugar común el hecho de advertir que los medios masivos de comunicación construyen una cantidad de “modelos” o “ideales” que gran parte de la humanidad aspira a realizar, aun cuando en la mayor parte de los casos dicha tarea cueste la salud o la vida misma. Generalmente, estos ideales o modelos encarnan aspectos físicos o estéticos, y por muchos son considerados como los “estándares” de belleza cuando, en verdad, son contados los seres humanos capaces de calzar en ellos. Mucho más de la mitad de la población mundial queda por fuera de esos ideales. Y ese espejo, esa identificación, negativa obviamente, es fuente y origen de una enorme cantidad de angustias o frustraciones.
Pero los espejos que nos rodean y acosan no siempre tienen que ver con la cuestión física, ni con los ideales de belleza que teóricamente deberíamos poder cumplir. Más bien, la mayor parte de estos espejos tienen que ver con algo bastante diferente, mucho más silencioso y menos visible. Dejando de lado la cuestión física, pensemos por ejemplo en cuáles y cómo son las condiciones que un hombre debería poder cumplir para ser hombre, o una mujer para ser mujer. Por mucho que parezca que las sociedades del mundo hayan avanzado en este terreno, lo cierto es que los seres humanos todavía nos disputamos con estos mandatos, lidiamos con ellos, nos peleamos, nos rebelamos, pero aun así, difícilmente logramos librarnos de ellos realmente. Piense, si no, en el revuelo que ha suscitado en Irán el caso de Sakineh Mohammadi, la mujer iraní finalmente condenada a ser asesinada mediante lapidación por estar acusada de adulterio. Luego de que incluso su hijo varón se hubiese rebelado ante las autoridades saliendo en defensa de su madre, los mandatos morales o religiosos fueron más fuertes. Los usos y costumbres se impusieron de tal forma que madre e hijo retiraron sus dichos, y la sentencia finalmente siguió su curso. En un caso como este, ante la saturación y la angustia profundas, un individuo que se rebela y que en una catarsis inevitable comete un acto que va en contra de las normas, es castigado y “justamente” condenado por el resto de la sociedad. Al mismo tiempo, la sociedad encuentra en ese individuo una vía de escape para depositar en ese hecho y en ese sujeto lo que ve de sí misma y no está dispuesta a aceptar ni tolerar, y reacciona en consecuencia.
Siglos atrás, especialmente durante el Renacimiento, la sociedad europea dedicaba ciertos días de su calendario a la expurgación de sus “fantasmas”. Durante los carnavales estaba permitido ser lo que se quisiera ser, el juego con las apariencias y la libertad de las máscaras no sólo otorgaba sino que demandaba de cada uno el permiso de “encarnar sus deformidades” sin que ello fuese motivo de prejuicio, perjuicio o vergüenza; y sin que nada de lo que allí sucediese fuese digno de algún tipo de condena. Justamente porque en las jornadas carnavalescas las normas sociales, éticas y morales dejan de regir sobre las vidas de hombres y mujeres; y porque allí se premia lo imperfecto, lo grotesco, lo absurdo, todo lo que no tiene lugar en lo que podría llamarse la vida común o la normalidad de una sociedad. De hecho, todo carnaval culmina con la coronación y el alzamiento de su rey, el Rey Momo. ¿Y quién podría ser rey del carnaval sino aquél que más y mejor liberase sus instintos, aquel que más se riera y que más risa provocara en los demás? Por supuesto que "en los papeles", estos carnavales servían para “evitar males mayores”, pues durante esos días los individuos podían liberar la energía contenida durante el resto del año en que las normas sociales condicionan la vida humana.
Claro que los carnavales no fueron ni son patrimonio exclusivo de la Europa renacentista. En realidad, el carnaval es una fiesta popular por demás antigua, y apenas una de tantísimas fiestas populares que los pueblos antiguos bien supieron celebrar periódicamente para el simple y fundamental objetivo de que sus individuos tuviesen la chance de encontrar situaciones de placer y diversión. Contextos donde la catarsis era más bien algo habitual, y a la vez algo mucho más placentero que una explosión violenta de emociones y tensiones que estallan sin forma ni orden ni nombre.
Con el tiempo, y con la separación cada vez más drástica entre Oriente y Occidente, los carnavales dejaron de celebrarse; en muchos casos, se prohibieron. Lo mismo ocurrió con muchas de las fiestas populares. Curiosamente, el avance de la Modernidad, en su utopía revolucionaria de progreso que cambió de una vez y para siempre la vida humana, fue eliminando sistemáticamente los espacios de catarsis con que contaban las sociedades para purgarse de sus angustias y pesares. En la ecuación orden más progreso igual Modernidad, las sociedades del mundo fueron delineando la cartografía de sus nuevas normas éticas y morales, a través de las instituciones que fueron y aún son el conjunto de engranajes que las hace funcionar y marchar hacia adelante. Cada actividad y conducta de los seres humanos encontraría su lugar en una institución específica diseñada a tal fin. Dos ejemplos extremos: para la formación y la enseñanza, las escuelas y academias; para el castigo y la rectificación de las faltas, las cárceles o los asilos. Para la diversión y el placer, para el gozo, para la catarsis, un instructivo cada vez más extenso y riguroso, y espacios bien delimitados. 
Así las cosas, lo que fue quedando cada vez más por fuera de la vida cotidiana y se fue transformando en tabú, en deseo irrealizable, en frustración, en pecado, fue formando espejos ante los que todavía nos miramos sin reconocernos. Y la libertad real se nos presenta poco, sólo a veces, cuando la saturación es tal y tan urgente que sobreviene como explosión violenta bajo la forma de llanto, de actividad física desmedida o de grito que luego nos deja exhaustos.
Se dice que los griegos inventaron la catarsis. Se dice, además, que su política de la democracia y de la armonía del hombre con sus prójimos debía contar con espacios cotidianos dedicados al placer y la descarga. Sólo así se podría vivir en un estado de paz y aceptación, de respeto y equilibrio. Sencillo concepto de la libertad individual y colectiva, ¿no? Nosotros, en cambio, vamos desarrollando cada vez más y mejores métodos para convivir con nuestra epidemia peor, el estrés y la angustia. Allí, cada cual atiende su juego, y el que no… una prenda tendrá.

Catarsis - III

Pueden ser curiosos, como a veces rozar con cierto tinte de belleza o de espanto, los ejemplos que encontramos en el mundo para equiparar al ser humano o a sus comportamientos, con el resto de las criaturas o de los objetos que el mundo nos ofrece. Desde cierto punto de vista, la psique humana podría asimilarse casi perfectamente a la naturaleza y el funcionamiento de una olla a presión.
En principio, porque aunque suene burdo o extremadamente simplista, es allí donde todo lo que ingerimos se cocina y se procesa, en la psique. Esa "cosa" extraña y más inasible que cualquier otra, que no es ni el cerebro ni el alma, ni el espíritu ni la mente, sino algo más bien intermedio y difícil de definir. Algo que nos perturba, pero sin lo cual no podríamos vivir. Mal que nos pese a casi todos los mortales, es el órgano que más picazón nos produce, el que más males propaga y propicia en el resto del organismo, pero no existe la posibilidad de extirparlo. Hemos de vivir con nuestra psique a cuestas, cueste lo que cueste.
Todo lo que nos llega desde fuera, y también absolutamente todo lo que se genera dentro nuestro, va a parar allí, a esa pequeña y extraña olla que habita en algún punto indeterminado de nuestra existencia. Al igual que la olla a presión, la psique cuenta con una válvula de escape por donde salen hacia afuera aquellas cosas que sobran, lo que siglos atrás se llamaba "humores": todos esos sobrantes tóxicos que no tienen lugar dentro del recipiente. En el caso de los usos culinarios, la válvula libera el vapor que se genera por el calor interno a medida que se lleva a cabo la cocción de los alimentos, cada vez que la presión llega a determinado límite. En estos recipientes que la tecnología ha inventado para optimizar los tiempos de las amas de casa frente a las hornallas, hay además una válvula de seguridad que funciona de forma automática liberándose cada vez que la temperatura y la presión internas son demasiado elevadas. Y según dicen los expertos, no es nada raro que eso ocurra, pues lo más común es que ciertos alimentos obstruyan la salida habitual de vapor mientras se cuecen.
Y lo mismo ocurre con la olla a presión que es nuestra psique. Allí donde todos los pensamientos y emociones se cuecen según las temperaturas y los tiempos que no sabemos ni logramos manejar oportunamente, existe una válvula de escape común que nos permite llevar adelante nuestras vidas cotidianas sin mayores sobresaltos. Algo hace que en nuestro andar y vivir de cada día, la olla-psique vaya liberando tensiones de su presión interna para permitirnos, sencillamente, seguir adelante. Pero, y he aquí el inconveniente, todo lo que se cuece dentro de nuestro inasible recipiente interior, sin darnos cuenta y sin querer queriendo, va dejando residuos que un buen día,
sorpresivamente, nos dan la pauta de que la válvula habitual se ha obstruido.
Y ahí es cuando arrancan los achaques. Generalmente, las señales de alerta por obstrucción se dan de forma tan patente como clara; a menudo, lo más común es que se manifiesten bajo la forma de temores, o fobias.
Gracias a la bendita intervención de la industria farmacéutica en el quehacer de todos los mortales del mundo en nuestra época, hemos descubierto que existen soluciones para todos esos casos. Porque, antes, nos han permitido comprender (y bien se han ocupado de eso, difundiendo de manera masiva y recurrente los mensajes para el caso) que, aunque creamos que nos estamos muriendo, en verdad nada de eso ocurre. Y por suerte, así nos hemos liberado de lo que hace algunas pocas décadas atrás, nos hubiese marcado con el estigmatizante signo de varios tipos de locura. Sabemos ahora que no nos estamos muriendo ni teniendo un infarto ni una muerte súbita, sino que estamos experimentando las múltiples y simultáneas formas de  expresión de un ataque de pánico. Porque en verdad, lo que sucede más en el fondo de eso, es que ha entrado en su justo punto de ebullición algún trastorno de ansiedad que nos aqueja; aunque, claro, solíamos vivir sin saberlo. Pero, más en el fondo aún, sabemos ahora que esa ansiedad no es tal, sino un cúmulo de angustia que se venía cocinando a fuego lento y liberando residuos hasta que la válvula de escape habitual se nos obstruyó y comenzamos a ver las señales. Ahí llega, entonces, el momento en que la válvula de seguridad saldrá a escena y se mostrará ante nosotros plenamente, vestida de gala, parándose ante nosotros y mostrando todo aquello que deja salir a borbotones sin que podamos detenerlo.
Quizás, un sinfín de fantasmas y "recuerdos olvidados" salgan a desfilar delante de nuestros ojos, aun cerrados. Algunos, en un arrojo de salvataje, podrían hacer lo que los apurados hacen con sus ollas cuando quieren abrirla porque ya la mesa está servida: llevar la olla bajo un chorro de agua fría. Sin embargo, contrario a la folklórica instrucción sobre cómo calmar a los niños en sus arranques de capricho, esto no hace más que empeorar las cosas. ¿Por qué? Pues porque dentro de la olla a presión el agua nunca llega a hervir, sólo se calienta a altas temperaturas sin llegar al punto del hervor o la ebullición. Y cuando creemos que metiéndola bajo agua fría podemos abrirla rápidamente para cortar con la cocción, no hacemos más que dar lugar a un fenómeno físico por el cual justo en ese momento la ebullición se produce súbitamente; el resultado suele ser riesgoso, ya que abriendo la olla en ese momento enfría las paredes del recipiente, condensa el vapor de agua del interior, se produce una súbita ebullición y el contenido escapa inconteniblemente por cualquier esquicio, y eso puede quemarnos, y mucho. Por supuesto que abrir la olla a destiempo sin recurrir al lavado de cara con agua helada también tiene sus riesgos, pues cuando aún está a presión, la apertura súbita deja salir los vapores anárquicamente a temperaturas demasiado elevadas.
Menuda tarea de resistencia la de la olla a presión, ¿verdad? Por eso es que desde que se han inventado se supo que debían fabricarse con materiales duros, aguantadores, aluminio o acero han sido siempre las opciones. Ahí es donde nos encontramos en desventaja nosotros, los pobres mortales que, vayamos donde vayamos, vamos llevando a cuestas nuestra olla a presión de paredes finas, endebles, delicadas. La psique humana, es claro, no está preparada para soportar los niveles de presión que, en comparación, están listas para aguantar y sostener las ollas donde un repollo se cocina en un minuto, o se cuecen las habas en cinco, o las papas en cuatro, o un pollo entero en apenas veinte minutos reloj. No. Nuestra psique maneja otros tiempos, otras alternativas. Y viene con ninguna garantía de fábrica adosada que nos certifique el correcto funcionamiento de sus válvulas de escape. Por eso, acaso intuitivamente o instintivamente, necesitamos que ciertas cosas nos movilicen lo suficiente como para abrir esa válvula y liberar todos nuestros humores. Aunque eso ocurra sólo de vez en cuando, una vez cada tantos años, o excepcionalmente.
Suele suceder, y creería que se trata de algo indudablemente magnífico, que las experiencias de los otros nos sirven como puente propulsor para desahogar los humores que venimos cociendo en nuestro interior. Usualmente, son las experiencias límite o los hechos dolorosos los que nos mueven a eso. Más aún, las pérdidas que por una razón o por otra experimentamos como grandes e irreparables pérdidas. Días atrás, todo un país abrió sus ollas y dejó salir sus humores. La muerte de un ex presidente pudo haber sido la excusa, el motivo, la razón. Diferentes y muy diversos han sido los ingredientes que ese hecho dejó salir en todos nosotros. Tristezas, amargura, desesperanzas, temores, especulaciones, secretas alegrías, ilusiones reprimidas. Como sea, y lo que haya sido, bien valioso y maravilloso es el cuadro: un país entero mostrando la hilacha. Para bien o para mal, pero dejándola ver y no pudiendo esconderla. Lo mejor del caso, sin dudas, es que durante y después de la catarsis, no hay ni puede haber nada más clarito que la honestidad. Ante ella, todos quedamos desnudos.