lunes, 16 de agosto de 2010

Niños

Críos, bebés, chicos, chiquillos, pequeños, pibes. Infantes, criaturas, párvulos, impúberes, cachorros. Hijos, hijas, sobrinos, primos, nietos, hermanos, ahijados, amigos. Alumnos, clientes, consumidores, empleados, aprendices, discípulos. Caros, baratos, caprichosos, buenos, malcriados, solitarios, abandonados. Pobres, ricos, extraños, enfermos, sanos, huérfanos. Angelitos, diablitos, pollitos, escuincles, peques, cuchicuchis….



Esos, que son muchos y que nombramos con infinidad de epítetos según el gusto y la ocasión, son dos mil doscientos millones de seres humanos sobre una población mundial total de seis mil millones de personas. Tienen una suerte y un destino azarosos, desparejos: van donde los grandes los lleven, y naufragan o emergen de acuerdo a los vaivenes de las vueltas que el mundo dé. Son mil novecientos millones los que viven en países en desarrollo. Y eso no siempre es una ventaja. Los grandes porfiamos en la tendencia a creer que los “enfants” que nacen y viven en países pobres, ya han sido arrojados a la desgracia por destino inevitable. Pero de los que nacen y viven en otras regiones, uno de cada dos vive en situación de pobreza; en total, mil millones. Y eso, la pobreza, es apenas un detalle.
Claro, no es novedad para nadie; lamentablemente, pues “las cosas son así”. Y siempre estuvieron, ¿qué podría ser más obvio? Pero no siempre existieron. ¿Cómo es eso? Raro, ¿no? Sí, raro, pero cierto. Antes de la Modernidad (época que arranca a fines del siglo XVII y se consolida casi cien años más tarde), los niños, como tales, no existían. Es decir que, de allí para atrás, básicamente los niños no eran niños, sino “pequeños adultos”, y así fueron vistos y tratados histórica y sistemáticamente. Y ahí es cuando pronto deja de parecer tan rara la idea. Por aquellos remotos tiempos de la infancia ausente, no existían las escuelas; de entre tantas otras, esa fue la primera institución creada por la humanidad cuyo objeto y objetivo fueron y son única y exclusivamente los niños. Antes, la educación pasaba por casa; quedaba en manos de las nodrizas, cuando las había y cuando las condiciones socioculturales de los “cachorros” lo ameritaba. Pero en general, la educación de la mayor cantidad de niños quedaba en manos del mundo y de la calle; su único tutor, la suerte, que caprichosa y errante como es, les iba dando o quitando el permiso de “un día más”. Otros, entregados a los rigores de una educación sistemática, eran educados en las habilidosas artes de lar armas, para que tempranamente aprendieran el significado y la responsabilidad de morir defendiéndose del enemigo. Otras, absorbían calladamente las consignas morales que, en las labores cotidianas, incluían el aprendizaje de entregarse al hombre cuando fuese necesario pues ese era su deber y así lo mandaba su naturaleza de niñas.
La literatura infantil, que sin importar cómo ni quiénes fuesen los niños, actuó siempre como herramienta didáctica y moralizante, deja claro testimonio de cómo la educación fue cobrando diferentes objetivos, tonos y métodos. De hecho, ¿qué son y para qué se inventaron, si no, las moralejas? Pero la literatura infantil siguió su curso, y cambió, varias veces. Porque de pronto se supo que existían los niños. Digamos, por fin se inventaron. Diferentes disciplinas científicas fueron naciendo y haciendo su aporte a la creación del “objeto niño”. De entre todas ellas, la psicología brindó el aporte mayor. Y vaya que fue significativo…
Cuando a algunos médicos de comienzos del siglo XX se les ocurrió creer que los seres humanos tenemos, además del don de la razón, una psique inasible e indetectable que aloja un sinfín de emociones, recuerdos, traumas, deseos y demás, notaron que no era lo mismo la psique de los adultos que la de los infantes. De acuerdo a sus edades, los seres humanos actuaban, sentían, temían y deseaban distinto. Pero el mayor problema (y ahí estuvieron, además, el envión y el fundamento para que la psicología se afirmara como “ciencia”) fue que no tardaron demasiado en descubrir que todos los inconvenientes de los señores y señoras venían de allí: de la infancia. Por lo que, así como se inventó al niño como un ser de escasa edad con una psique diferenciada a la de un ser humano adulto, también se cargó a la niñez con la mancha oscura de la culpa por los males de la vida. Sí, esto también suena raro, pero aun el psicoanálisis defiende la idea de que para curar los males adultos, hay que extirpar los males de la infancia; o a la infancia misma, en algunos casos.
Con el correr de los años, y una vez que el “objeto niño” cobró presencia en el mundo real, la humanidad creó otras instituciones para ocuparse de la interminable suma de problemas que nacen con y por la niñez. Hoy tenemos ONGs, gabinetes escolares, nuevas ciencias específicas, derechos y leyes también específicas. Pero seguimos teniendo niños. Y en realidad, los problemas siguen siendo los mismos. Ellos, hoy igual que ayer, siguen yendo y viniendo por la vida según los vaivenes que los crecidos les imponemos. Aprenden lo que creemos que deben aprender; olvidan lo que suponemos que es conveniente olvidar; hacen lo que les decimos que es bueno hacer, y a veces lo que es malo pero oportuno; los instruimos en el temor y la prohibición de varias cosas que tratamos de evitarles, o de evitarnos, porque no sabríamos cómo lidiar con un niño herido si nos tocase algo así.
De hecho, declaradamente o no, todo eso que creamos para ocuparnos de los niños se ha fundado y sigue sosteniéndose en la misma intención: cuidar de ellos. Pero hay que ver hasta qué punto todo eso que hicimos para protegerlos no sirvió, en realidad, para dejarlos más desnudos y más solos. Tenemos lugares y especialistas para llevarlos cuando tienen una dolencia o alguna alteración en el cuerpo; allá van los pediatras y neonatólogos. Tenemos a quién delegarlos cuando acarrean alguna dificultad “intelectual”; allá van, pues, psicopedagogos, científicos de la educación, terapeutas y psicólogos ad hoc. Tenemos dónde llevarlos para que descarguen energías y sociabilicen; allá están los clubes y los equipos. Incluso, tenemos un Dios, un buen Dios, que mostrarles y enseñarles para que en él confíen y también en las personas que hacen la obra de Dios en la Tierra. Pero, qué torpes fuimos… No nos dimos cuenta, nunca, y parece que todavía no entendemos, que los peores y más reales problemas y dificultades que recaen sobre la niñez son aquellos imposibles de ver, tocar, sentir, escuchar, diagnosticar o confesar. Y la pobreza, por más silenciosa y letal que sea, puede devorarse a millones de niños hasta que por fin las personas se dignen a comprender que necesitan alimentarse. Pero lo que callan y contienen no se cura con remedios, terapias, juguetes ni golosinas: se cura con verdades.
Y la verdad, la más extendida, reprimida, dolorosa y complicada es esta: casi la totalidad de los niños del mundo, desde que el mundo es mundo y antes de que el niño fuera niño, son abusados por seres humanos mayores que ellos, de diversas formas pero con un único resultado: los daños profundos que nadie conoce. Eso que los mayores tratamos de resolver suelen ser síntomas, señales, expresiones disfrazadas de un problema peor y más hondo. Para tomar real dimensión de hasta qué punto esto es así, pongamos alguna cifra: anualmente, en todo el mundo, cientos de niños se suicidan o intentan suicidarse como consecuencia de situaciones de abuso que no logran desahogar ni soportar.
Digamos la verdad, a calzón quitado, como tiene que ser: mucho inventamos para hacer lo que creemos que debemos hacer con los niños que inventamos, pero mucho más hicimos y hacemos para protegernos los adultos de los males que cometemos a diario. Sin ir más lejos, ocuparse de resolver o cortar con una situación de abuso infantil requiere de interminables pasos legales y técnicos de comprobación y probación que, al final, por dejar a un sujeto preso algunos años, termina añadiendo otro daño más al niño que, en el ínterin, se habrá transformado en adolescente y quizás hasta en adulto. No nos gusta saberlo. Y así vamos. Convirtiendo niños en adultos que, más o menos, se adaptan a los devenires del mundo que hicimos. Y así vamos, poblando el mundo con adultos heridos que silenciaron una historia para poder sobrevivir. Y así vamos, como con muchas cosas más que no soportamos pero no nos decidimos a soltar ni resignar: lidiando con los síntomas y peleando contra enfermedades y locuras que, un día, el cuerpo y la psique de un niño descubrió como la única forma de mantenerse en pie. Se sorprendería, ¿sabe?, si le contara cuántos niños en una sola aula de una escuela de cualquier tipo experimenta situaciones de abuso de forma sostenida. Se sorprendería muchísimo más si supiera cuántos pudieron “zafar” cuando los adultos de alrededor decidieron hacerse cargo de la verdad. Son muy pocos, muy pocos… Pero así vamos, haciendo lo que podemos con la verdad, porque antes, siempre, aprendimos a evaluar las consecuencias…

(Ana C. 15-08-2010)

sábado, 7 de agosto de 2010

Perdones

En verdad, echando un breve vistazo apenas a ciertas noticias publicadas en las últimas semanas, sorprende la cantidad de titulares que anuncian con tipografía destacada algún que otro pedido de perdón. Por supuesto, varían los protagonistas de los pleitos, de la misma forma que el calibre de los conflictos. Pero, en síntesis, el perdón parece transformarse en una bebida cada día más aguada con que se brinda a medio camino de una crisis.
En el mismo medio donde se publica que un comerciante, luego de ser asaltado, se arrepiente y pide perdón a la familia de un delincuente que mató de un cuchillazo, se lee también que el ex DT Alves pidió perdón a la hinchada por la decepción y el fracaso. Pocos minutos después de reproducir la voz dolida o el rostro compungido del rector de la UBA Rubén Hallú por los últimos incidentes, que lo avergüenzan, se escuchan las ahora serenas y cordiales voces o se ven los repentinamente encajados rostros del Turco Assad y de Carusso Lombardi pidiéndose perdón.
Entre las noticias internacionales, pocas páginas median entre la difusión del pedido público de perdón de Paquita la del Barrio hacia la comunidad homosexual de su país y la sociedad toda por sus recurrentes y fervientes dichos acerca de la preferencia de matar a los chicos de la calle antes de que sean adoptados por una pareja gay; y los otra vez dudosos, fríos y a destiempo perdones del Papa por los abusos sexuales cometidos por su gente, esta vez refiriéndose a los casos ocurridos en las escuelas católicas irlandesas hace varios años.
Y más o menos en la misma línea, se emparejan las solicitudes de perdón de Cristina Kirchner hacia el gobierno y el pueblo peruanos por el tráfico de armas a Ecuador. El llamado al perdón del presidente de El Salvador por el asesinato del arzobispo de San Salvador, Monseñor Romero, hace 20 años. El perdón que reclama el Episcopado mexicano a sus fieles y no tanto, otra vez por ese costumbrista hábito de pederastia. Los perdones de Sebastián Marroquin (hijo del narcotraficante  Pablo Escobar, o “El Señor de la Droga”), vía film documental, por los innumerables crímenes que cometió su padre. Y el perdón enviado por Michelle McGee a Sandra Bullock por haber sido amante de su esposo, quien ahora -insisten en acotar los medios de prensa- se encuentra rehabilitándose en una clínica especializada por su clara inclinación a la infidelidad.   
No crea que estoy haciendo un esfuerzo por mezclar agua y aceite, o por meter en una misma jaula criaturas de tan diverso origen y especie. En realidad, la mescolanza viene dada de antemano. Al parecer, pedir perdón es un acto que está a la orden del día. Sobre todo, podría pensarse, desde que alguien de la talla de Tiger Woods se atrevió a disculparse con su ex mujer y sus múltiples amantes, luego con la sociedad norteamericana y hasta con los duendes y hadas de los mágicos campos de golf. En fin, quizás sea porque pedir perdón queda bien, y porque resulta tan correcto como legalmente provechoso para ponerle freno a un lío mayor o a una demanda agravada o más onerosa si el orgullo fuese más fuerte.
Sin embargo, por lo menos yo, no he encontrado la respuesta. ¿Cuál? La de todos aquellos a los que se les ha pedido perdón en los casos mencionados. Y eso sí que me suena raro, porque lleva a pensar que, si las cosas están dadas así y el perdón sucede sólo con pronunciar algunas breves y conjuradoras palabras, el daño está curado, el problema fue superado y se evitó una crisis que ya estaba tocando la puerta. ¿Será así, y muchos mortales aún no nos enteramos de cómo funciona la cosa? Macana de cualquier tipo, lío mediático (en el mejor de los casos), cruce de palabras y hasta de palos, y después pedir perdón; eso sí, que sea publicable en titulares, para que todos lo vean. ¿Y después?
Que yo sepa, al menos -y en todo caso perdóneme usted mi imperdonable miopía- los cientos de niños ahora ya bien entrados en la adultez que fueron sistemáticamente abusados en varias escuelas irlandesas con el consentimiento tácito de sus superiores vaticanos (era un secreto a voces lo que allí sucedía, y el silencio dio piedra libre a los monjes y monjas) no aceptaron las disculpas. Ninguno de ellos ni siquiera se reunió personalmente con el Papa o con alguno de los responsables; ninguno de ellos fue visitado personalmente por nadie para ofrecer -como corresponde, creo, ingenua de mí- disculpas y pedir perdón. Ninguno de ellos ha dicho “sí, los he perdonado, estoy en paz”. Por el contrario, muy por el contrario, todavía esperan a que los escuchen; todavía esperan que se les reconozca el doloroso y traumático hecho de que sí sufrieron y sufren. Todavía esperan que se hable, que se nombre, que se mencione a los muchos que murieron por suicidio tras los profundos traumas causados por sus religiosos tutores. Ninguno de ellos aceptó el perdón. Pero como si el perdón fuese algo que se hace sólo de palabras y de un solo lado, parece que la Iglesia se da por perdonada.
Lo mismo para el resto de los casos. Para todos esos donde la pederastia se resuelve, se alivia y desaparece sólo con un decir “pido perdón”. Y no porque eso no tenga importancia. Por supuesto que la tiene. Pedir perdón siempre será mucho mejor que no hacerlo. Lo que sí cuestiono, insistentemente, desde el malestar más profundo que me provoca toda esta sarta de gestos políticamente correctos y humanamente deshonestos, es esto: “hacer como si”. Hacer como si se sanara la herida por el sólo hecho de pedir perdón cuando el apriete es mucho y acuciante, o cuando la angustia estalla y le quema la conciencia al mejor estilo Eduardo Vázquez en todas y cada una de sus hipócritas declaraciones públicas. Hacer como si bastara con eso. Como si aquellos a los que se les pide perdón debieran contentarse y darse por satisfechos con ese solo gesto, como si una vez pedido el perdón no fuese necesaria ninguna otra compensación, ningún otro reclamo. Porque otra impostura política muy de moda en estos tiempos es demonizar a muchos de los genuinamente dañados por una lesión grave y deliberada, cuando se les pide perdón y ellos continúan reclamando por justicia.
¿Acaso no les alcanza con el perdón a los padres de la mujer atropellada por la Hiena Barrios? No, claro; quieren fama, luces, fotos, primeras planas, quieren dinero. ¿Acaso no les alcanza a los irlandeses con que el Papa, nada más ni nada menos que el propio Papa en su balconcito en Semana Santa, salga a disculparse con ellos? No, claro, quieren más; quieren ser tenidos por mártires, quieren lucrar con la victimización, quieren sacarle dinero al Vaticano con algo que pasó hace tanto tiempo que nadie se acuerda, y encima no se contentan con una ventanita al Paraíso por poner la otra mejilla.
¿No le alcanza a una sociedad entera con el arrepentimiento de sus gobernantes o de alguna autoridad pública o privada por algún desliz de la desidia o algún error cometido que haya puesto en riesgo su vida o la de su familia? ¿No le alcanza a una madre o a un padre con el arrepentimiento de un hombre que pide perdón luego de matar a balazos a su hijo un día cualquiera en una calle cualquiera de una ciudad cualquiera por un motivo cualquiera? ¿Qué le pasa a la gente, que no perdona, aunque le estén pidiendo perdón tanto y tantas veces?
Les pasa (me, nos pasa) que, en realidad, aunque no lo sepamos con la certeza que podría demostrar un tratado filosófico o una minuciosa exposición enciclopédica, algo nos dice -desde el instinto humano mismo, o desde la intuición de sentir, percibir y concebir lo que sucede por haber aprendido a vivir en este mundo tal como es y tal como nos tocó- que el perdón se trata de otra cosa. Quizás, de un paso que debe darse cuando ya se haya hecho camino por la vía previa de la honestidad y la sinceridad; ésas íntimas y francas, que ni siquiera necesitan expresarse en palabras. Quizás, porque el perdón no se hace con palabras, como tampoco se hace sólo con palabras una promesa por el simple hecho de decir “te prometo”, o un juramento por pronunciar “sí, juro”. Quizás, porque el perdón requiere de una intención cierta; y sobre todo de una respuesta. Y porque a veces no es nada fácil ni inmediato responder a ciertas cosas. Para lograrlo, muchas veces se necesita madurar el dolor, la conciencia del dolor, la experiencia del dolor, y la capacidad de seguir o no adelante con lo que se deba seguir o lo que se tenga.
A esa gente que no perdona le pasa (nos, me pasa) que hay ocasiones en que no podemos. Porque muchas veces, simplemente, no podemos comprender. ¿Sabe? La raza humana tiene cosas verdaderamente maravillosas. Pero, como contrapartida, tiene cosas incomparablemente horrorosas. El ser humano es capaz de atrocidades tan pero tan incomprensibles y aterradoras, de demostrar tantos y tales caudales de idiotez, que directamente no se puede comprender. Y porque, directamente, antes de perdonar y pedir perdón, es necesario aprender a no tener que disculparse.                    (Ana C., 18-04-2010) 
  

lunes, 2 de agosto de 2010

Familias

Es hora de madurar. No, no es ni fácil, no es simple. Supone una travesía cargada de obstáculos y complicaciones. Crecer es traumático. Madurar, también, o peor aún: quien madura, no sólo crece, también comprende que la camino consiste en abandonar, modificar, tomar y asumir una cantidad de cosas y rearmarse a cada paso  para atravesar la infancia.


Y quien en verdad madura, no sólo es consciente de aquello; además, lo hace, lo lleva a cabo. En otras palabras, crecer se crece por obediencia a un impulso ciego e instintivo de la naturaleza que afecta a todos los organismos vivos por igual. Todos los cuerpos crecen: nacen, se desarrollan y al fin mueren. Pero, por el contrario, en los seres humanos la madurez supone una travesía bien distinta: reúne y vincula cada uno de los aprendizajes que las personas vamos adquiriendo a lo largo de toda una vida. Es un derrotero que no corresponde únicamente a los cambios y modificaciones que nos toca experimentar en y con el cuerpo, como sucede con el crecimiento; la madurez consiste en todos aquellos cambios y modificaciones que cada sujeto humano experimenta en su vida emocional y psíquica, desde el primero hasta el último de sus días.
Ahora bien, con el crecimiento hay muchas trampas que uno pueda hacerse a sí mismo. Convengamos que cualquier maquillaje o cirugía puede dibujar una fachada nueva, para renovar o esconder de los rostros y los cuerpos las huellas que el tiempo va dejando impresas. Aunque nunca lo logren por completo. Trampas más o menos, nadie puede evadirse al mandato del crecimiento. Pero con la madurez, nada puede tapar ni disimular lo que se quisiera esconder: entre la madurez y la inmadurez se pone en juego el mundo de los posibles.
Madurar, en cierto sentido, es también un destino, una tarea que el vivir nos pacta cuando se dan la mano las circunstancias y la incertidumbre, y se suman a la mesa del tiempo el deseo y la necesidad de ser.  El gran riesgo de madurar es que siempre supone un cambio, en la forma de estar, de sentir y de ver, al mundo, a los otros, y a nosotros mismos. ¿Qué podría pasar? ¿Estará o no realmente el Cuco ahí, soplando las cortinas en la oscuridad de la infancia?


En nuestra sociedad, y me refiero a la sociedad argentina del siglo XXI, asistimos por estos días a uno de esos momentos clave en que el tiempo nos empuja a enfrentarnos a esa pregunta. Y ahora, o seguimos sosteniendo ciertas vendas que nos salvarán del riesgo de enfrentarnos a la experiencia de nuevas situaciones y formas de vida, o por fin abrimos los ojos para ver qué hay realmente allá, en ese entero y vasto universo de lo que somos, en la diversidad y en la heterogeneidad que nos constituyen y nos nutren. ¿Los argentinos estamos dispuestos a aceptar el matrimonio igualitario?
Hasta ahora, la pregunta ha tenido respuesta afirmativa por lo que podría llamarse “la mitad de los representantes del pueblo”, es decir, el Congreso. En lo inmediato, queda pendiente la otra mitad de la respuesta; el Senado, la otra mitad del pueblo, aún debe responder. Por supuesto, ante la posibilidad de una afirmación definitiva, una buena parte de la sociedad argentina en desacuerdo ha caído presa del vértigo y, en algunos casos, de ciertos estados de histeria y de pánico. Claro, ¿qué será de este mundo, de este bendito e inmaculado país, de esta sociedad tan pura y perfecta, tan religiosa, tan pulcra e instruida, tan decorosa y buena, tan aficionada a la civilización y fóbica a la barbarie, si dejamos que todos los homosexuales salgan bailando a la calle, rieguen las esquinas con serpentinas de colores, se casen, tengan hijos, cometan actos impuros cuando quieran, como quieran y donde quieran? ¿Será que una gran bacanal de placeres anti natura está por desatarse entre nosotros, y toda esta sociedad nuestra, bella y bendecida por la mano de Dios, tendrá que esconderse en sus casas para no ver el horror, o ir hasta el almacén con los ojos, los oídos y hasta la nariz tapados? ¿Será que toda la especie humana va a desaparecer? ¿Será que de pronto, todos nuestros hijos, sobrinos y nietos tendrán permiso para asistir a semejante carnaval de la impudicia y serán contagiados por el virus incurable de la desviación? ¿Será que, si nuestros legisladores finalmente aprueban la ley de matrimonio igualitario el mundo, al fin, se acabará?
Pues no. En realidad, nada de eso sucederá. El botón rojo del Apocalipsis no va a activarse; en todo caso, harbrá que madurar para habitar un mundo que ahora le dará más permiso de vivir y de ser a quienes se pretende dejar fuera de este mundo. Así que no, el mundo no terminará, posiblemente se haga más grande. 

Y varias sociedades en el mundo ya han dado un gran paso en el camino hacia su madurez, reconociendo por la vía legal lo que por simple derecho de vida ya era un hecho real, concreto e ineludible. Muchísimo tiempo antes -quizá mucho antes de lo que imaginan- de que sus leyes lo reconocieran, no pocos de sus ciudadanos habían formado familias no convencionales, con padres y madres del mismo sexo, con hijos, con sueños, con proyectos de vida, con frustraciones y fracasos, pero sin el amparo institucional ni los derechos con el que muchos otros ciudadanos sí contaban. ¿Por qué hacerlo? Por dos motivos, simples, innegables. Primero, son una realidad, y toda sociedad que no está dispuesta a ver la realidad fracasa, cae a la deriva de la ignorancia y la ausencia de futuro. Segundo, porque hace varios años que el concepto mismo de “familia” se ha modificado.
Antes de que las familias de padres y madres homosexuales fuesen reconocidas como familias, otras formas de familia habían sido reconocidas como tales. Así sucedió, por ejemplo, con las familias formadas por madres o padres solteros, o de padres casados en segundas nupcias, o familias sin hijos, o con hijos no biológicos, o con hijos adoptados provenientes de otras culturas, otros países, otros orígenes; o familias sin padres, donde hermanos, tíos, abuelos, o personas sin parentescos sanguíneos cuidan de otros. Familias así fueron vistas como no-familias durante demasiado tiempo, hasta que por fin se comprendió que “la familia es una unidad básica de la sociedad. A pesar de los muchos cambios en la sociedad que han alterado sus roles y funciones, la familia continúa dando la estructura natural para el apoyo esencial emocional y material para el crecimiento y bienestar de sus miembros” (UNESCO). O bien, que se denomina “familia” a todo grupo “de personas que tiene cierto grado de parentesco sanguíneo adopción matrimonio, y que funciona como núcleo fundamental en el que el ser humano nace, crece y se desarrolla” (ONU). 


Mire, es simple, como lo son en el fondo la mayor parte de las cuestiones y conflictos que nos problematizan y nos angustian como sociedad. Todo aquello que queda por fuera del reconocimiento legal, lo que preferimos no nombrar por si acaso al decir "Cuco" el Cuco finalmente se asoma y nos devora, termina siendo demonizado, ocultado, estigmatizado. Y nos recorta el mundo. Y nos silencia. Y nos inmoviliza. Y nos deja pensando y sin decidir en la noche del temor por lo que podría llegar a ocurrir. Evitar y resolver una buena parte de nuestros conflictos y pánicos sociales no requiere más que de eso: mirar y ver, decir y entender que existe, hacerse valer por fuerza de ley.
Ojalá, entonces, que esa mitad del pueblo con respuesta pendiente cuente con la lucidez suficiente como para empujarnos a madurar. Ojalá entiendan que, cuando no se puede de otra forma, muchos prejuicios logran ser vencidos cuando dejamos de escudarnos en el fantasma y logramos ver lo real. Ojalá seamos capaces de madurar, no sólo de nacer, crecer y morir. Al fin y al cabo, una nación entera también es una familia, ¿por qué habría de negar a miles de sus hijos, hijas, hermanas y hermanos?

(Ana C. , 30-05-2010)

Inclusión real

Sin dudas, el slogan más repetido y difundido del gobierno actual es el de lograr, por diversas vías y mediante diferentes decisiones políticas, la inclusión de las minorías. Hasta ahora, mucho de eso seguía siendo dominio exclusivo del discurso. Planes de ayuda económica y proyectos de obras públicas no consiguieron lo que hace unos días sí se logró desde el Poder Legislativo: incluir a una enorme minoría en los derechos universales, por fuerza de ley.


Y es fundamental remarcarlo, porque los laureles del logro que significa la aprobación de la reforma del Código Civil para permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo, no son laureles que pueda atribuirse el Gobierno como algo propio; ni siquiera desde la iniciativa. Es cierto, en oportunidad de haber sido consultada al respecto, la Presidenta de los argentinos expresó su apoyo a la reforma legal, aunque sin arriesgar demasiado y manteniéndose en el abstracto y general terreno de defender la inclusión de las minorías. Y tampoco es algo que en el ámbito de lo legislativo se haya conseguido por voluntad mayoritaria de su propio partido; es sabido que varios senadores del Frente para la Victoria se abstuvieron del voto o votaron en contra del proyecto. Y del justicialismo, como también quedó claro, salió parte de los más fervientes opositores a una de las más trascendentes iniciativas a favor de la igualdad, lisa y llanamente. Sin ir más lejos, larga trayectoria legislativa exhibe la senadora Liliana Teresita Negre de Alonso. No deja de llamarme la atención, dicho sea de paso -o no tanto-, que hayan sido de extracción peronista los diputados y senadores que ejercieron mayor oposición y que también montaron las más pesadas campañas en contra, pues se trata de un sector político que históricamente se ha definido e intenta seguir definiéndose como “nacional y popular”; ése que nació justamente, nada más ni nada menos, como abanderado de las minorías de este país. A menos que, en su diccionario, se considere “minorías” únicamente a los sectores sociales signados por la pobreza, que durante décadas viene alimentando y dando fundamento a dicho movimiento partidario. De otros, tradicionalmente conservadores, la sorpresa vino por el lado de posiciones mucho más moderadas o incluso, abiertas.
En fin, posturas e imposturas más o menos, lo cierto es que desde el miércoles pasado ha entrado en vigencia la nueva norma. Y la celebración no es, fue ni será sólo de la población gay de Argentina. De hecho, incontables seres humanos heterosexuales, ateos, agnósticos, católicos o de otras religiones, se suman a la celebración. Y es justo que así sea. En principio, porque en la cancha se vieron los pingos: la cantidad de prejuicios, pánicos, ignorancias y resistencias con las que se enfrentó la sociedad durante el proceso de discusiones que culminó días atrás en el Senado, dejó al descubierto cuáles son varios de los puntos flacos que nos queda mejorar y pulir como sociedad que somos, todos, no importa con quién se acueste cada uno y cada cual.
De guiarnos solamente por lo que fueron mostrando los medios de comunicación, veríamos con bastante claridad cómo muchos argentinos son extremadamente reacios al cambio y lo paradójico y preocupante que esto resulta. Una parte demasiado amplia de nuestra sociedad sigue siendo demasiado conservadora o, mejor dicho, demasiado selectiva en cuanto a los criterios de quién se merece y por qué ciertos derechos. Seguramente, durante los festejos que despertó en nuestra sociedad el paso de la selección de fútbol por el Mundial de Sudáfrica, a nadie le importó ni nadie se puso a pensar con cuántos homosexuales compartió momentos de festejo en franco plan de fraterna celebración de la argentinidad. O con cuántos portadores de HIV o pobres o negros o ignorantes se abrazó. A los argentinos, ciertas pasiones nos llevan a soltarnos y hacer todo lo que no haríamos en situaciones, quizá, más serias; y nos permiten sentirnos “pueblo”, por un ratito al menos, lo que dure un gol será suficiente para despertar dentro nuestro esa bella sensación de hermandad con la que no somos capaces de convivir en otras circunstancias.
Otras pasiones -algo cuestionables en realidad, pues de pasiones se nos disfrazan muchos supuestos deberes morales- pueden mostrarnos, en circunstancias muy distintas, cuánto podemos unirnos y con cuánta furia para defender otras causas. Causas con las que, en caso de ser consultados y responder con honestidad, pocos argentinos serían capaces de levantar la mano con similar firmeza para afirmar que son constantes y fieles. Porque, sin ahondar demasiado, nuestro país y nuestra realidad serían muy diferentes de lo que son si tantos miles de argentinos guardasen coherencia con los simples y básicos mandatos de tener amor por el prójimo, no robar, no matar, no levantar falso testimonio ni mentir, sólo por mencionar algunos…
Por otro lado, el debate por el matrimonio igualitario logró, como no sucedía hace tiempo, que no se diera por el típico y recurrente enfrentamiento entre los intereses de tales o cuales facciones políticas, o por el choque entre las ambiciones de tales o cuales aspirantes a algún cargo futuro. Esta vez, en cambio, el debate puso sobre la mesa el diálogo de la sociedad con la sociedad. Puede que en muchos casos haya sido un diálogo difícil, trunco, irracional, interrumpido o malogrado, pero no dejo de ver en esta oportunidad un contraste de opiniones y posturas tan digno de llamarse “debate público”, algo que no podría atribuir a tantos otras decisiones polémicas que pasaron en los últimos años por el Senado. Honestamente, ni siquiera el conflicto por la resolución 125 tuvo como protagonista a la sociedad por entero.
Aquí sí. Y no hubo quien no opinase, en lo público o en lo privado. No hubo ni un solo argentino a quien le resultase indiferente; en todos, en mayor o menor medida, el debate por la aprobación del matrimonio igualitario obligó a la reflexión, o despertó algún sentimiento de oposición o adhesión a algo; no importa qué tan mínimo o irracional haya sido, importa que haya sucedido. Y no son pocas las declaraciones que la gente de a pie a hecho en los medios, en muchos casos coincidiendo en que hasta el momento nunca habían tenido la oportunidad de detenerse a pensar en un tema como éste. Sucedió en la Iglesia, en los partidos, en la sociedad en general, pero también en los grupos de trabajo, entre los amigos de cualquier edad, y en las familias: el debate se dio. Y la inclusión, por una buena vez, dejó de ser discurso para convertirse en algo real y tangible.
Para quienes aún temen demasiado por lo que vendrá, bien vale decir que a lo largo del tiempo hemos atravesado reformas y cuestiones mucho más complejas. Otra vez, deberemos acomodarnos al curso de los tiempos y a la madurez social. Nada malo pasará, podemos ir en paz.



Cambios de código

Qué bueno que la ley no sea letra muerta, y que cada tanto tengamos la oportunidad de contradecir nuestro común prejuicio a creer que aquí las leyes no son mucho más que papel pintado. Y aunque a muchos les extrañe, no es la primera vez -seguramente tampoco será la última- que nuestro Código Civil experimenta modificaciones en lo reglamentado para el matrimonio de los argentinos.
Tal como había sido redactado por Dalmacio Vélez Sarsfield en 1869, el Código Civil se limitaba a convalidar jurídicamente el matrimonio sólo cuando se trataba de uniones religiosas. Es decir, el matrimonio civil o el matrimonio entre personas de distinta religión no era considerado tal ni podía realizarse, por lo que muchísimas parejas constituían una minoría sin derechos y por fuera de la ley.
Aunque en aquel tiempo no se trataba de homosexuales, el mismo pánico y el mismo fervor se despertó en gran parte de la sociedad para oponerse al matrimonio civil en 1888. Según lo expresado por representantes de la Iglesia Católica por esos años, el matrimonio fuera de la religión (que pretendía incluir y legalizar la situación de muchísimos inmigrantes que el propio país se ocupó de traer) significaba un claro atentado “al bien de la Patria y la religión”. Para Fray Reginaldo, obispo de Córdoba, las leyes católicas ya satisfacían “todas las necesidades del pueblo argentino” y una reforma “produciría resultados funestos”. Los argumentos fueron los mismos que se esgrimieron días atrás, es decir, 122 años más tarde: el proyecto violaba “la ley natural”; se preguntaban: “¿con qué derecho puede hacerse a un lado la legislación divina, cristiana y canónica en cuanto al matrimonio?”; entendían que “el derecho al matrimonio no es un derecho universal”. También juntaron firmas, realizaron actos públicos y campañas masivas, llenaron plazas. Pero no pudieron responder las mismas preguntas que les haríamos hoy; por ejemplo: ¿por qué lo que dicte esta iglesia debe considerarse ley divina, única y universal? ¿Por qué su ley debe reinar sobre las vidas de todos los hombres y mujeres, incluso sobre las de quienes no la eligen?  ¿Por qué son siempre otras las religiones culpables de la violencia, la discriminación, la desigualdad, los pecados y el fundamentalismo en el mundo que Dios creó?

(de Gabriela Marcó, 01-05-2010)