domingo, 19 de diciembre de 2010

Populares

De un tiempo a esta parte, las distintas realidades de los países latinoamericanos parecen coincidir en un punto común, fundamental: se autodenominan y autodefinen como “populares”. Por extensión lógica, esto debería significar que todas sus ideologías, expresiones, políticas y acciones buscan afectar positivamente la realidad vital de sus pueblos, es decir: la de todos los habitantes de las respectivas naciones. Pero, ¿es realmente así?
Pues de eso se habla cuando se habla de “pueblo”: del conjunto total de personas que habita una nación y la constituye, del capital humano que la conforma de punta a punta, con todos los vaivenes y diferencias que existan entre los individuos, inalienablemente unidos por el trazo común de ser al mismo tiempo el resultado y la suma de numerosas partes. Se trata de la parte viva y real de la cartografía, conjugada en un ser común y múltiple. Para las naciones contemporáneas, hace tiempo ya que la noción de “pueblo” se ha transformado en un concepto propio e indispensable del derecho constitucional; íntimamente ligado, además, a los derechos humanos que las constituciones contemporáneas de casi todos los países del mundo también incluyen entre sus principios básicos y sus prioridades civiles y políticas. Por lo tanto, cuando hablamos de “gobiernos populares” deberíamos estar hablando de gobiernos cuya meta primordial radica en remover de sus hábitos el enquistado y tan antiguo hábito de gobernar con políticas para el beneficio de pocos y el perjuicio -velado- de unos cuantos.
Así las cosas, en el profundo y valioso giro conceptual e ideológico que intenta significar últimamente eso de “gobierno popular” en el contexto latinoamericano de estos últimos años, con todas las acciones que obliga a llevar a cabo, se estaría efectuando un avance tan profundo como definitivo en la consolidación de la noción misma de “pueblo”. Y ahí se encontraría, de hecho, el gesto revolucionario legítimo que varios países y gobiernos del subcontinente intentarían ejercer sobre la amplia realidad del mundo, marcando la diferencia con naciones de otras latitudes. ¿Cómo lograrían semejante cosa? Dejando de lado las letras chicas del diccionario, las definiciones adicionales que otorgan el carácter de “pueblo” a cosas tan distintas como contradictorias: “ciudad o villa; población de menor categoría; conjunto de personas de un lugar, región o país; gente común y humilde de una población; o país con gobierno independiente”. Acepciones y opciones, como se ve, muy débiles, susceptibles de aplicarse con márgenes demasiado amplios de relatividad; tanto que, en la multiplicidad de significados que ofrecen, hacen de la palabra “pueblo” un concepto más divisorio y separatista que unificador. Y todas ellas, vaya casualidad, extraídas de la “carta magna” del idioma español que hablamos los latinoamericanos, la Real Academia Española. Entonces, si realmente fuese así, si un importante grupo de Estados latinoamericanos coinciden en aunar esfuerzos para llevar adelante esta revolución, la de gobiernos populares que trabajan por borrar las ficciones divisorias que durante siglos repartieron hostilidades y beneficios desparejos para sus individuos, somos los privilegiados habitantes del mundo que viven en un escenario de cambio real donde la idea y el deseo de un mundo mejor, más justo y equitativo, es una cosa real. Pero creo tener algunas malas noticias, a pesar de la belleza de los discursos, y es que los hechos cotidianos vividos acá nomás, en casa o a kilómetros de casa, muestran exactamente lo contrario: todavía somos pueblos fracturados internamente, aún hacemos grandes y claros esfuerzos por pisarnos las cabezas los unos a los otros.
¿Qué otra cosa deja al descubierto, si no, lo ocurrido hace pocos días con la comunidad toba de los Qom, en Formosa? Largos y difíciles meses de corte de una ruta como forma de protesta visible y audible, y como única alternativa de defensa a los derechos humanos -tan propios de una comunidad aborigen como de cualquier otro grupo humano-, muestran con excesiva y hasta dolorosa claridad que el poder de una Constitución o de un gobierno constitucional para garantizar los derechos de todos sus ciudadanos sigue siendo algo laxo, relativo, débil. Muestran, también, que el diálogo no ha dejado de ser una cuenta pendiente de las democracias jóvenes y vapuleadas de los pueblos sudamericanos, que a duras penas las han conseguido y sostenido a lo largo de sus biografías. Muestran que el poder de las razones económicas y el de las filiaciones políticas no han dejado de ser tan fuertes como en otras épocas, porque todavía conservan la capacidad de imponer sus razones por sobre las razones elementales del respeto a la vida de los otros.
Cada vez que una empresa minera extranjera o un grupo empresarial sojero o un gobierno provincial decidan arrasar con las personas y los hogares en un territorio determinado para tomar por la fuerza terrenos de propiedad comunitaria, otorgados y validados como tales por derecho ancestral y también por instrumentos legales como la Ley 23.160 de Emergencia de Tierras de las Comunidades Originarias, se está mostrando que no hay coherencia entre el discurso y el acto. Y peor aún, la violencia, la impunidad, las persecuciones, las desapariciones y las muertes que estos episodios dejan en el camino, están mostrando que los derechos son tan frágiles como es tan relativo el carácter de “humano” para las personas que se suponen dignas beneficiarias de sus derechos humanos, es decir, todos y no algunos: el pueblo entero.
Lo que ocurrió meses atrás en Andalgalá, de lo que ya no hablamos más, y lo que sucedió hace días apenas en La Primavera, de lo que hablamos y sabemos cada día un poco menos, muestran que una topadora Caterpillar o una bala siempre serán más fuertes que una comunidad entera intentando dialogar con el resto de su pueblo, o pidiendo ayuda a sus dirigentes o a su Presidenta. Hechos así, a las claras, son todavía mucho más fuertes que cualquier topadora o un proyectil para hacer polvo las hermosas quimeras discursivas que nos decoran la vida política y los orgullos bicentenarios día tras día. Porque con hechos como estos redescubrimos una vez más la facilidad que supimos desarrollar para la apatía cuando lo que se incendia son las vidas ajenas y no la mía ni la suya, acá en Buenos Aires o en Córdoba, Santa Fe o Santa Cruz. Allá en las puntas pobres del país, ni siquiera sabríamos decir con certeza quién gobierna ni cómo o de qué se vive.
Pero hay datos que no tienen desperdicio. Datos que, como anécdota, bien servirían para engrosar el historial de nuestras vergüenzas. Por ejemplo, no se puede dejar pasar el hecho de que Gildo Insfrán, gobernador de la provincia de Formosa, es el peronista que por más años ha sabido mantenerse en pie sobre las altas esferas del poder político. Gobierna en su provincia desde 1987 hasta el día de hoy, 21 años ininterrumpidos, ocho años como vicegobernador y el resto como gobernador de una provincia que hace honor a la democracia con su sistema de reelección indefinida. Una provincia, la de Gildo -y sí, es suya, ¿o no?-, que cuenta con un total aproximado de doscientos mil electores, cincuenta mil de ellos viven de los planes Jefes y Jefas de Hogar, y otros sesenta mil se sustentan como empleados públicos. Una provincia hecha de rehenes políticos, donde además el 80% de los empleados públicos cobra de su jefe y gobernador sueldos inferiores al mínimo vital.
Una provincia hecha de contrastes, construida a fuerza de violencias, despojos y silencios. Así es Formosa, como podría ser también Catamarca, Jujuy… Como lo es, de hecho, la Argentina misma. Un país que no dijo nada, que no hizo nada. Un país, un pueblo que calló y que dejó pasar. ¡Y qué raro! Nadie dijo ni hizo nada tampoco desde otros gobiernos populares, mientras matábamos a los tobas para hacer soja donde tenían sus casas. Y eso que tenemos amigos presidentes con sangre india en las venas: Hugo, Evo, Rafael… ¿Y Cristina? Vieja amiga de Gildo, qué pena…

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Catarsis - II

Diversas y numerosas son las estrategias que a lo largo de los siglos se han desarrollado para conducir a los seres humanos hacia la purificadora meta de la catarsis. En los tiempos modernos, incluyen desde la terapia de la palabra hasta rigurosas y precisas técnicas de respiración, danzas, o medicinas poco tradicionales o cuestionablemente legales. También las hay muy cotidianas, muy poco artísticas, muy probablemente poco sanas.
Pero antes, volvamos un poco a los helénicos, a esos siempre tan iluminadores de uno u otro modo. Esos hacedores de preceptivas y poéticas que con claridad y precisión establecieron, para su tiempo y también para las generaciones que los sucedieran, las sanas y buenas formas en que los hombres -o “animales sociales”-debían gobernar, sentir, pensar y actuar. Según sus propios preceptos, todo hombre de bien, que mereciera llamarse digno y noble ciudadano (por ahora las mujeres quedaban de lado, pues para que fuesen reconocidas como “anthropos” harían falta varios siglos) debía atravesar la experiencia de la catarsis. Para lograrlo, los griegos se valieron fundamentalmente de un instrumento práctico: la representación teatral; más específicamente, de la ética, estética y moral herramienta de la tragedia. Todo lo que en ella era representado, así como todos los fundamentos filosóficos y artísticos que la sustentan, no eran otra cosa que la médula misma del ser humano en lo que lo hace ser lo que es. Por eso, más allá de los argumentos o historias que una tragedia pudiese contar, lo valioso estaba y está en el fondo de esa historia; y ese fondo, en fin, desde su perspectiva es y será el argumento esencial de la vida de todo hombre.
Todo comienza básicamente igual. Se presenta a un personaje protagonista, el héroe trágico, cuya vida es un ejemplo para todos los griegos, por su impecable conducta moral y también por sus condiciones biológicas, digamos, que lo hacen ser siempre rey o casi casi rey. Ahora bien, el problema es que para merecer la categoría de “héroe trágico”, este sujeto debe estar atravesando por alguna experiencia que lo haga quebrarse a sí mismo, ir dejando de ser lo que solía ser. Y, lo que es peor, se verá arrasado y arrastrado por la calamidad de que, con su error, su falta o su culpa, no sólo cambiará para siempre su vida sino también la de todos aquellos que lo rodeen; incluso, la vida y la historia de su pueblo o del mundo. ¿Por qué habría de ser tan grave? Pues porque, según lo entendían los griegos de aquellos remotos tiempos, las vidas de los humanos están regidas por una ley de equilibrio que no puede romperse entre el mundo terrenal y el mundo divino de los dioses, del que es apenas una imperfecta y pequeña copia, un simulacro (a veces, un tablero y un par de piezas que Zeus y los suyos acomodan y mueven a su antojo divirtiéndose a la hora del té). Tal como creían, cada vez que un hombre se atrevía voluntaria o involuntariamente a cometer un acto inadmisible por las normas morales y éticas establecidas para la armónica vida de las almas humanas, el equilibrio y la armonía entre el mundo terrenal y el divino se rompían indefectiblemente. Y esa ruptura acarreaba, inexorablemente, un caos que se trasladaría a la vida de todos los demás habitantes de la Tierra. Y sólo existía una forma de restituir el orden y el equilibrio: pagar con la propia vida el error cometido, mediante la muerte o un devenir despojado de todo lo que el héroe en cuestión pudiese llamar “vida”. Eso sí, antes de hacerlo debía cumplir una condición, la más dolorosa y grave de todas: tomar conciencia de su error o su falta.
En resumen, todas las tragedias griegas contienen este único argumento, aunque las historias y los nombres varíen en las composiciones de uno u otro autor. Y todo era, ni más ni menos, para el público. Todo ese mecanismo de la escenificación de la tragedia humana fue finamente pensado para el uso obligado que de él debía hacer el espectador. Y así como al héroe trágico le correspondían un itinerario y un destino, también el espectador tenía los suyos: asistir al teatro para ver representadas allí, en un reflejo metafórico, sus propias faltas y miserias; y para que eso sirviese a los fines de tomar conciencia de ello y, luego, una vez que la observación del espectáculo trágico lograse identificarlo con el héroe hasta mover dentro de su espíritu las emociones tóxicas que lo atormentan, estallar en llanto y dejar salir de sí esas emociones. Así, se supone, el espectador lograba una profunda purga de sus “pecados”, a la vez que se volvía un ser más consciente de sus actos cada vez.
Sorteando las innumerables variables que las “reglas” de la representación teatral han ido imponiendo a lo largo de los años para la escenificación de la tragedia humana, bien podemos decir que al día de hoy, todos y cada uno de nosotros asistimos a la escenificación de nuestra(s) tragedia(s) de forma cotidiana, repetida, rudimentaria, bruta, hiperbólica, obsesiva, neurótica, inevitable. Y lo hacemos nos guste o no, más involuntariamente o por efecto de las inercias de las formas de vida que el mundo nos propone, que por voluntad de purgarnos o volvernos seres conscientes y cada día más sabios. Lo hacemos porque no tenemos más opción que hacerlo, y vernos reflejados en lo que vemos; aunque nuestras historias particulares en nada coincidan con las historias de los personajes reales cuyas vidas seguimos día tras otro. 
La tragedia humana que seguimos de cerca y por capítulos días tras día no necesita ya de escenarios o disfraces para llevarnos a la catarsis una y otra vez. Por el contrario, apenas nos basta un televisor y algo de tiempo que podemos conseguir perfectamente mientras hacemos cualquier otra cosa. O bien algún otro medio de comunicación, pues esta tragedia nuestra de cada día todo lo impregna y lo contagia. Y ahí vamos, viendo o leyendo ayer, hoy y mañana las incontables aventuras de gente que de la noche a la mañana se vuelve príncipe o princesa por los efectos de una noche de amor o una próxima boda con algún sapo afortunado o hada talentosa que, apenas con un tris, los coloca en un titular, una tapa o, en el mejor de los casos, dentro de un aparato cuadrado y cada vez más chato con cable y enchufe. 
Y ahí vamos, también, asistiendo a las tragedias ajenas y sufriendo por el temor acuciante de que podamos ser nosotros, y por la neurosis de vernos identificados como posibles víctimas de todo cuanto delito acontezca de aquí a la esquina o a miles de kilómetros a la redonda. Miramos y seguimos a pies juntillas, atónitos pero fascinados, los embates de la falta de higiene, de seguridad, de justicia que sufren otros tantos seres humanos. Y muchas veces, nos vamos a dormir aliviados de que sean otros los que sufren. Y a la vez, muchas veces nos dormimos con el irreprimible deseo de no ser precisamente nosotros los protagonistas de otras historias que quisiéramos vivir y no sabemos cómo cuernos hacer que se nos vuelvan realidad. Y muchas veces, además, nuestras vidas se empapan de padecimientos y pánicos que no tienen nada que ver con nuestra propia vida, ni con nuestro auténtico padecer ni ser ni sentir.
Nosotros, los que perdimos de vista y de rastro hace tiempo el sentido del equilibrio entre ser y desear, buscamos ahora las alternativas más inmediatas para hacer catarsis y quitarnos de encima tantas tragedias que queremos y no queremos vivir. Y lo hacemos porque ya nos han prevenido de que desahogar y no reprimir es la mejor forma de evitarnos a futuro un cáncer, una calvicie, un infarto, la impotencia o la frigidez. Al mismo tiempo, manoteamos lo que sea necesario con tal de encontrar la cura a la angustia o al estrés que nos pisan los talones cada día, cada noche. Y ahí vamos, de implosión en explosión, a la llamada de la catarsis, esa higiene emocional que tanto deseamos lograr para el bien de nuestra salud, y nuestra paz…

Cataris - I

Podrán decir que se trata de un invento viejo, si los hay, que no tiene mucho de nuevo o interesante. Que sus derechos de autor son patrimonio exclusivo de los antiguos griegos. ¿O no es cierto que todo, o casi todo lo que creemos nuestro, no es más que resto y residuo de herencias helénicas, reinventadas y readaptadas según los tiempos y los contextos? Quizá. Pero, nada logrará que dejemos de necesitarla, a esa vieja y vital invención de la catarsis.
Varios siglos antes de que la especie humana hubiese podido siquiera soñar, en sus más extravagantes fantasías, con algo parecido a la televisión (algo que, por cierto, para Platón hubiese encarnado el horror mismo de aquello que llamaban “falsas copias de lo real”), los griegos del Ágora y las túnicas inventaron el teatro. Eso que, mucho más que el drama (una historia, ciertos personajes, un tiempo, un lugar) significó casi un deber ético del ciudadano de bien. Aunque la interpretación dramática estaba a cargo de personas de poco rango político y sociocultural, todo espíritu elevado debía atravesar cuantas veces fuese necesaria la experiencia de asistir a la representación de sus propias miserias, errores y faltas. Allí, y sólo allí, no en la introspección sino en la observación del afuera entre las máscaras y los coros, se vería a sí mismo; y en esa identificación, la catarsis debía producirse en forma de llanto o piedad como única vía de purga o purificación para sus pesares espirituales y de conciencia.
Claro que, es preciso decirlo, la catarsis fue patrimonio exclusivo de la tragedia. La comedia, dedicada a recrear con sarcasmo e ironía los aspectos serios de la realidad, para alivianarlos, poniéndolos a la vista en forma caricaturesca con la intención única de provocar risa, nunca fue considerada como algo ni tan valioso ni tan importante. Aparentemente, la creencia de que el espíritu y el cuerpo del hombre sólo pueden perfeccionarse hasta amoldarse a los estándares adecuados de “aceptabilidad” mediante el dolor, ya era un clásico de la cultura occidental entre los griegos. Algo de lo que, no mucho tiempo después, se contagiaron los romanos. Y que no tuvo demasiado trabajo para llegar a nuestros días, a través del uso que, entre otras cosas, el psicoanálisis supo hacer de esta idea.   
El método catártico, elaborado y practicado por Josef Breuer y Sigmund Freud, consistía en “hacerle ver” al paciente la escena de su propio sufrimiento, o la del recuerdo de las causas de sus males, fobias o angustias; mostrarle el origen de sus histerias y neurosis para que así, ante el espanto o el horror renovados por la observación, lograra expulsar emociones hasta entonces reprimidas y redimirse de los síntomas que lo atormentan. Por su parte, las religiones occidentales también han hecho su aporte en este sentido. Cualquiera sea el credo que se practique, no es raro advertir que las doctrinas enseñan que arduo y sacrificado es y ha de ser el camino hacia la felicidad, la salvación, la perfección o la Verdad.
En el medio de todos esos caminos, insalvablemente, siempre encontramos un umbral: la catarsis, mezcla rara de intervalo gozoso y doloroso, que reúne a la vez el placer de la descarga y la dificultad de la conciencia.
Al decir de los griegos, el sendero que nos conduce hacia el salvífico umbral de la catarsis contiene determinadas etapas que lo convierten en un destino inevitable. Primero, un hombre debe cometer un error o vivir una situación que lo afecte como consecuencia del error de otro; luego, la mala acción (de pensamiento, acto o sentimiento) desencadena una ruptura en el equilibrio entre el mundo humano y el divino, o bien en el orden ético de la vida humana. Inmediatamente, el culpable se verá sometido a una sucesión de pruebas que lo conduzcan, aunque no quiera, a tomar conciencia de sus actos. Hasta que finalmente, cuando logra ver y verse a sí mismo, es llevado por su propia mente y su propio corazón a desahogar la pena y el dolor de ver frente a sí su propia oscuridad. Ése era, es, el efecto que debe causar en sus espectadores la representación de la tragedia humana. El mismo que buscó lograr el psicoanálisis con sus histéricos. Aunque, ahora, la escenificación y representación de nuestras más bajas miserias se observan y comparten mediante la representación televisiva del show de la tragicomedia humana, me pregunto: ¿cuáles y cuántos son los pecados, errores, males que tanto debemos purgar de nosotros con tanto ver y ver lo que vemos allí? Solían decir: “Si todos los hombres son mortales, entonces Sócrates es mortal”; podríamos ahora meditar: “Si eso que nos muestran es la vida, lo que no se muestra no es vivir”. Mmmm….  

lunes, 27 de septiembre de 2010

Islas

Sin dudas, el mundo y la humanidad han ido siendo lo que fueron, llegaron a ser lo que son y serán como deban ser, gracias a un principio básico: el movimiento. Entre migraciones y contagios, el contacto con los otros ha sido, es y será el umbral que permitió a las culturas formarse, a las tecnologías desarrollarse, a las ciencias fundarse y a las criaturas humanas conocerse. El problema, claro está, ha sido y es una cuestión de ópticas.
Porque todas esas maravillosas, numerosas y diversas fundaciones, formaciones, desarrollos y conocimientos se han dado siempre a partir del contraste entre lo propio y lo ajeno. Y eso, el punto de vista, nos ha condicionado y nos condiciona histórica y sistemáticamente para la convivencia con lo diverso y lo distinto, en este mundo extremadamente creativo que habitamos, donde hay tanto y tan diferente en todo lo que nos rodea, seamos quienes seamos, estemos donde estemos y hagamos lo que hagamos. No hay forma, y no hay opción: no podemos escapar del contacto con lo ajeno, con todo lo que “no es nosotros”. Sin embargo, por ahora no hemos logrado aprender y realmente comprender que, en sí y porque sí, lo que sea diferente a nosotros no es necesariamente una amenaza.
Hace millones de años dejamos ya de habitar la selva, la estepa, los desiertos. Hace millones de años ya, varios millones, que entendimos, adaptamos y perfeccionamos los métodos y los instrumentos para defendernos de las amenazas reales que el mundo planta ante nosotros. Ya no somos presas del animal salvaje, ni de la precaria e incierta habilidad de procurarnos el alimento por mano propia. Hoy, hasta la más impredecible de las bestias puede adquirir el rol de mascota. Hoy, hasta el más exótico de los alimentos viaja de una punta a otra del planeta para meterse en nuestras bocas, y nos llega luego de haber pasado por millones de manos en favor de nuestro hambre. 
Dejándonos llevar por cierta osadía, podríamos afirmar que hemos logrado domar y dominar todo; o casi todo. Lo único que se nos escapa por ahora son las fuerzas de la Naturaleza, que aún conservan la capacidad de arrasarnos y desbordarnos. ¡Ah! Sí, también nos queda otra cosa pendiente: dominar y domar a todos aquellos hombres y mujeres que andan por ahí regados a lo largo y ancho del mundo, y que tienen el mal gesto, la horrible e imperdonable falta de delicadeza, de no parecerse a nosotros. Todos esos que también arrasan con los límites de nuestra comprensión, y que desbordan capacidad de adaptación. Esos y esas que creen en cosas distintas, que se deleitan con alimentos que nos producen náuseas, se pasean vestidos de formas demasiado extrañas y ni siquiera tratan de disimularlo; les parecen hermosas las cosas más deformes, adoran a dioses y diosas tan falsas como inconcebibles, hablan idiomas que nos parecen una trompada al entendimiento, celebran ritos y reproducen tradiciones de lo más ridículas. ¿Qué hacen por ahí, mezclados entre nosotros, todas esas criaturas que no han sido hechas a imagen y semejanza de lo que somos? ¿Cómo se atreven a entrar en nuestros países, en nuestras ciudades, a ocupar nuestros trabajos, a enamorarse de nuestros connaturales, como si tuviesen derecho? ¿A quién se le ocurrió que debíamos ser tolerantes y respetuosos con todos ellos? Simple y sencilla la respuesta: dé vuelta el espejo, deje de mirarse el ombligo un momento y vea, todos esos se preguntan exactamente lo mismo. 
En este mundo, y en todos los mundos que ha sido a lo largo de la línea de tiempo por la que fue echado a rodar, no existen en verdad víctimas ni victimarios, tampoco condenados y verdugos. Lo que sí existe y siempre existió, han sido las balanzas y los desniveles. Y también los momentos. Para cada momento de la historia, siempre hubo una porción más abultada de poder que inclinó la balanza para un lado, favoreciendo a unos y perjudicando a otros. Así, quienes más peso ejercieron sobre los demás se han otorgado y se otorgan todavía el derecho de imponer sobre el resto lo que, creen, es bueno y es mejor. Y así, sin muchos más motivos, se han dado y se dan las innumerables persecuciones y los desalojos mutuos, creyendo siempre que éso es “hacer el bien”. Porque así lo vemos, desde el punto de vista del pobre, reducido y homogéneo mundo que es “nosotros”.
Y para ejemplos, anécdotas o crónicas, hay tantas y de tantos colores que sería imposible siquiera mencionarlas de forma completa. Persecuciones y desalojos a cristianos y de cristianos, a judíos y de judíos, a musulmanes y de musulmanes, de blancos y a blancos, de negros y a negros; persecuciones y desalojos no sólo religiosos sino políticos, étnicos, ideológicos de toda especie; persecuciones y desalojos manifiestos o sutiles, de género, de raza, de nacionalidad, de lo que se le ocurra.
Pero nos guste o no, cada uno de nosotros lleva la huella de los demás, de todos aquellos distintos. Porque, entre los vaivenes que ha dado y dará el mundo, y los seres humanos que vivimos montados a él, siempre resultará que alguna vez nos tocó y nos tocará ser huéspedes los unos de los otros. Y lo cierto es que, por más esfuerzos que hagamos para defender nuestra cosa propia, auténtica, inalienable, esa cosa en verdad no es tal: lo que somos es el resultado de una larga y progresiva mezcla de todas aquellas otras cosas que nos han ido dejando el contagio y el contacto permanente, muchas veces silencioso, con el resto de los seres y las culturas. De hecho, difícil sería imaginar qué hubiese resultado si todos esos intercambios jamás se hubiesen producido; si cada comunidad, desde sus remotos orígenes, se hubiese mantenido compacta y cerrada en sí misma, impidiendo el acceso de todo aquello que estaba ahí afuera. La endogamia nunca ha sido buena consejera de los destinos humanos, así que hombres y mujeres se lanzaron hacia el exterior, y fueron a buscar.
Se mezclaron, intercambiaron gestos y sonidos. Comerciaron, trocaron. Celebraron acuerdos, deshicieron pactos, elucubraron estrategias de mutuo provecho y cooperación. Conquistaron, se dejaron conquistar. Libraron batallas, uniones, separaciones. Se dieron muerte y, a veces, se ayudaron a resurgir. Se destruyeron y se necesitaron. Se recibieron y se desalojaron, sucesivamente, los pueblos del mundo. Y en esa contradicción terrible que los impulsó una y otra vez hacia afuera, la humanidad sigue haciendo su viaje entre alianzas y oposiciones. Sin saber claramente hacia dónde va y cómo llegará, la humanidad sigue su camino y avanza; la ampara el afecto hacia lo propio y la creencia de que hacer, ser y creer lo suyo es bueno, y es mejor.
Cada uno, a su tiempo y a su modo, pretende un mundo acorde a sus sueños y ambiciones. Y en ese afán primitivo, primario, de posicionarse como dueño del bien y la verdad, cada pueblo, cada grupo, cada individuo, olvida que no es más, apenas, que una isla entre otras tantas de un extenso y numeroso archipiélago.  En medio de ese amplísimo e inabarcable mar de relaciones que nos conectan a unos con otros, ahí vamos navegando. Quien se quede en tierra, estará condenado a la pobreza de creer que su isla es la Tierra. No importa quiénes sean, gitanos, latinos, africanos o adoradores de Alá, aunque los desalojemos, siempre estarán ahí, rodeando nuestra isla. Lamentablemente, en el mundo que hicimos nunca faltará más de un sujeto que se arrogue el derecho a destierro. Mientras tanto, a fuerza de persecuciones, diásporas y variados desalojos, otros serán capaces de entender otra verdad: “viajo, luego existo”.  

martes, 21 de septiembre de 2010

Los dones de Magoya (mago y señor de la "tarasca")

En principio, le cabe el privilegiado don de que su fama trascienda el tiempo y los espacios. Tarde o temprano, no hay quien no sepa de él, o de ella. Pues, a pesar de no saber a ciencia cierta si se trata de un señor o una señora, todos alguna vez apelamos a su difundida benevolencia, o le delegamos la generosa atención de aquello o aquellos de quienes nos desocupamos.
Aunque, en verdad, Magoya acumula un historial de dones mucho más numerosos. Es, como otras varias figuras y personajes que rondan el imaginario colectivo, una presencia al mismo tiempo perenne y salvífica. Por eso, ¿qué mejor que hacer una breve exploración sobre este personaje, para inaugurar esta columna? Pues justamente de eso se trata, de explorar, indagar y comprender de qué viene la cosa cuando tantas veces echamos mano de ciertas ideas, nombres, hechos o conceptos tan comunes en nuestro pensamiento y en las ocurrencias de lo cotidiano, sin saber a qué nos referimos o qué andamos invocando. Cosas que aprendimos y repetimos por el simple involuntario acto de estar presentes y existir aquí y ahora, en este mundo y en este lenguaje nuestro que desde la cuna nos heredan tantos saberes que, acaso, muy pocas veces nos tomamos la molestia de desenmarañar. En fin, cosa de curiosos, labor de entrometidos, que más de una vez valdrá varias sorpresas.
Veamos. Ante todo, bien vale decir que Magoya carga con una fama bastante extraña: todos saben de él, pero al mismo tiempo nadie lo conoce. Aunque un alto porcentaje de la población envía gente a su casa, nadie podría decir exactamente cuál es su domicilio, dónde atiende, ni de qué vive. Y eso sí que es toda una incógnita, porque ¿qué fortuna podría ser capaz de costear tanta deuda ajena sólo por portar un nombre como el suyo? Uno podría llegar a creer, sin muchos complejos, que ese es el infortunio que más le pesa a Magoya, aunque nunca nadie haya dado jamás con su bendito paradero. Y aun así, que levante la mano aquel que jamás haya enviado a nadie a visitar a Don Magoya… Tan pocas manos en alto, ¿sugerirán algo sobre el carácter de nuestra argentinidad? Aunque, claro, al mismo tiempo no debemos ser pocos los que por un motivo u otro alguna vez nos sentimos o fuimos el Magoya de alguien o de algo que nos cayó de golpe y sin opción.
Pero continuemos. Porque a la extraña pero comprobable fama, y a la inexplicable pero repetida prodigalidad, se le suma el privilegiado don de la inmortalidad. Magoya jamás perece, sólo cambia de apodos según ciertos y eventuales caprichos del lenguaje regional (hay quienes prefieren nombrarlo como “Magolla” o “Magolleta”). Y, por si fuera poco, su aceptación popular bien podría ser la envidia de muchos que por estos días ven cómo su popularidad se desbarranca según índices estadísticos a los que nuestro personaje nunca necesita recurrir. El nombre de Magoya es invocado por igual por gente de cualquier franja social, cultural, económica, y hasta por seres de cualquier edad. Grande podría ser la sorpresa, incluso, de qué tan jóvenes pueden ser aquellos que le envían a Magoya sus acreedores, o a varios que esperarán que les cante respuestas que ellos mismos prefieren ahorrarse de antemano. Sí, cierto, hay otros muy viejos con la misma y más vieja costumbre. Porque la presencia de Magoya comprende todos los ámbitos del quehacer humano, no importa el tipo ni el grado de responsabilidad que quepa en cada caso. ¿Será que eso sigue queriendo decirnos algo sobre nuestra argentinidad?
Una vez más, el hecho es que, nos guste o no, Magoya se ha ocupado de darnos respuestas a dilemas tan complejos que nadie más habría sido capaz de responder. Imagínese, si hasta hubo cierta vez en que uno de nuestros presidentes de facto invocó el mágico nombre para que muchas madres fueran a reclamar a casa de Magoya por sus hijos. Y no es chiste. Muy por el contrario, rastrear y anotar las incontables veces en que actores políticos de nuestra historia lo han invocado, supondría elaborar un listado tan extenso que no cabría nunca en el marco de este modesta y breve crónica. Mmm… ¿Será que una vez más vuelvo a preguntarme lo mismo?
Pero, ¿y si realmente existe? Según el decir de algunos, sí, Magoya alguna vez existió. Se supone que la célebre frase “andá a quejarte a Magoya” proviene de algún lugar remoto del interior de nuestro país, donde alguna vez habitó una vieja curandera apodada Mamá Goya (Ma’Goya) a la que muchos acudían para aliviar o curar sus males. Otros dicen que, en cambio, la frase que pronto devino en hábito de nuestra conducta proviene de una antigua herencia que ya traían bien arraigada los españoles que nos poblaron desde temprano: muchos siglos atrás, y como un secreto antídoto que corría a voces en esas épocas de caza de brujas, las dificultades se conjuraban con un simple “¡mago ya!”, que con el tiempo adoptamos los criollos para conjurar la malicia por nuestras faltas, imposibilidades o dificultades.
Y como todo lo que aquí se plantó en tiempos de la Conquista, creció y se multiplicó, Magoya no sólo fue haciéndose su ranchito con el aporte solidario de sus aliados y enemigos, también plantó bandera para formar su propia y numerosa familia. Es pariente del cada día más afamado Cadorna, que de a poco y silenciosamente va tomando la posta de idénticos dones, pese a su filiación menos española y más italiana. A la vez, tiene vínculos directos de sangre, acción e ideología con los inhallables y afamados Montoto, Mengano, Fulano y Sutano (también llamado “Sultano” o “Suntano”, según el gusto). Amigo íntimo de Mongoreto Flores y colega de Perengano, es hermano de andanzas para cualquier argentino que alguna vez haya precisado de sus favores. Pero, más importante aún, Magoya y toda su familia cuentan con el don de haber ingresado en los tratados de gramática española bajo el rango de “ordenadores del discurso”. ¿Qué significa eso? Muy simple: hay muletillas y pequeñas palabras que organizan nuestro decir para formar oraciones, frases y textos enteros. Recurrimos a ellas desde la inconciencia del habla, aunque pocas veces o quizás nunca lleguemos a notar qué decimos realmente en lo que decimos. De hecho, Magoya y todos los nombres vinculados forman una variable, un paradigma: expresado sin tecnicismos, sería el paradigma de “la responsabilidad ausente”. Si como aseguran muchos lingüistas, neurolingüistas o estudiosos de la psique, el discurso es reflejo del inconsciente colectivo, entonces, al final, tanto Magoya suelto entre nosotros, ¿querrá decir algo?
Dicen que dicen

Que hace años anda por ahí un venezolano haciéndose llamar Comandante Magoya. Aunque su verdadero nombre es Ramón Helegido Sibada, se rebautizó a sí mismo en tiempos de guerrilla por el sobrenombre con que solía llamarlo su abuela durante la infancia. Acumula más de 37 años de vida en la clandestinidad. Recién a mediados del 2000, y con la ayuda de algunos compatriotas del gobierno de su país, logró una cédula legal de “chamo” -lo que aquí diríamos un DNI-, que por su numeración de entonces se emparejaría con un lugareño recién nacido. Aunque muy poco tiene de nuevito.
Aprendió a leer a los 17 años, cuando se unió a la guerrilla en el ’62. Allí, en las clases de la escuela de guerrilla que los cubanos improvisaron en los montes, cuando aprendía lecciones de política y organización militar, tuvo sus primeras lecciones de lectura cuando se encontró con “Problemas estratégicos de la guerra de guerrillas”, de Mao Tse Tung. Diez años más tarde se convirtió formalmente en el Comandante Magoya, jefe del Frente José Leonardo Chirinos, con 21 guerrilleros a su cargo. Dice ser un agitador por naturaleza, aunque confiesa que su profesión es la de campesino. También dice ser parte de “un proceso revolucionario que iniciaron Bolívar, Páez, Zamora”. Y aunque durante años ha cargado con el yugo, que lamentó y reclamó, de ser un perseguido político que se escabulló varias veces de las manos de Hugo Chávez, de un breve tiempo a esta parte ostenta el favor del gobierno chavista-bolivariano. Y, mientras vive en Valencia con su mujer, Talsia Morillo, y sus cinco hijos, dice participar del gobierno formado por quienes fueron sus enemigos para luchar por trabajo y tierras para su pueblo. Mientras tanto, del otro lado, sus colegas de guerrilla escriben tristes cartas llamándolo a la reflexión y diciendo: “No somos quiénes para juzgarte, pero será la historia la que se encargue de darle la razón a uno o al otro”.
Real o imaginario, ¿se le ocurre algún otro ejemplo de lo que podría tildarse como “actitud magoyista”? Parece que viene haciéndose carne también mediante otros vínculos de simpatía por el Cono Sur.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Pánicos (Roche, in veneratio)

Según dicen, algunos de nuestros sentimientos más arraigados y repetidos a lo largo de la vida no son ni buenos ni malos, simplemente responden a un instinto básico: el instinto de supervivencia. En esta lucha constante por sobrevivir, que muchas veces no nos da ni tregua ni paz, el miedo va pegado a nosotros. Aliado en el alerta y la protección, enemigo a la hora del coraje; como todo, llegado el desborde se transforma en el reverso negativo de la vida.
Es el eco que nos susurra cautela y nos previene ante cualquier posible situación de riesgo, nada más natural ni más propio de toda criatura viviente que se abre paso en la maraña del mundo, frente a todo lo nuevo o desconocido que amenaza. Así lo aprendimos aun antes de que el hombre fuera hombre. Desde el antiguo cazador que se valía únicamente de los sentidos y el alerta para no caer en manos del cazador más grande, hasta cualquier niño que mide el momento y la distancia antes de arriesgarse al vértigo de los primeros pasos, el temor por la muerte o la caída nos sirvió y nos sirve de aviso y de resguardo. Claro que, tiempo atrás, mucho tiempo atrás, en la larga travesía de la especie y de la infancia, los llamados del temor eran otros, y eran menos. Pero hoy, erguidos y con pleno control del fuego, adultos hipotéticamente enterados y conscientes, el aullido del miedo se multiplica y prolifera en tantas formas distintas como inasibles. Sin querer, creyendo que hemos crecido, nos detenemos ante el pánico y nos volvemos más salvajes y llorones que nunca.
Presas del pánico más que de cualquier depredador, vivimos encerrados en una molesta pero confortable cueva -íntima y personal, también social y colectiva- de la que no salimos porque no la vemos, porque no nos animamos o porque pensamos que no existe. Haciendo un simple repaso y sacando una somera cuenta, vea cuántos motivos tenemos para temer y notará que nadie está exento; aunque le asuste creer que sí o que no.
Tenemos miedo de que nos asalten, nos violen, nos maten. Tenemos miedo del sol y del agua. Tenemos miedo de las lluvias, cuando están y cuando no. Tenemos miedo de lo que comemos y tenemos miedo de no poder comer alguna vez. Tenemos miedo de los asteroides y de las bombas, de las guerras y también de la paz. Porque tenemos miedo de ser distintos o de ser muy parecidos. Y de todo lo que conocemos y de lo que no conocemos ni remotamente. Tenemos mucho miedo de Dios y del Diablo. De los estornudos, del aire que nos ronda; de la celulitis y de la calvicie; de las arrugas, de la impotencia. Tenemos muchísimo miedo del colesterol, de los infartos, del cáncer. De las cutáneas y las venéreas; de los hongos, las bacterias, los bichitos y bichotes; de los parásitos y las gripes. Tenemos miedo de los terremotos y los huracanes. De los la luz y de la oscuridad. De salir y de quedarnos. De hablar y de no hablar. De lo que nos cuentan y lo que no nos cuentan. Tenemos un miedo terrible a las serpientes, las arañas, las agujas. En fin… que la lista podría no acabar jamás, porque tenemos miedo de no tener miedo y, a la vez, tenemos mucho miedo del miedo.
Pero, ¿qué tantas cosas nos exponen realmente a un riesgo fatal? ¿Cuáles de esos monstruos que nos hincan el diente a cada rato son verdaderos ogros y cuáles son sólo fantasmas que vemos en la noche de trasluz?
Déjeme decirle: la mayor parte de lo que incluye la lista, e incluso de lo que olvidó contar, no es tan cierto ni tan grave. Pero usted, al igual que yo, sabe que es mejor temerle a todo aquello, porque así aprendimos que debe ser. Y gracias a ello seguimos, obedientes y panicosos, la línea de comportamiento aceptable que nos han mostrado y nos muestran como válida, segura, saludable…la que, al final, tomamos como nuestra.
Porque lo que está detrás de todo temor particular –el suyo, el mío- es siempre otro temor más grande. Tanto es así que muchas veces no sabemos a qué le tememos, pero tememos igual. ¿De dónde sale? Simple, fíjese. Para que el miedo se instale entre nosotros basta con que ocurra algún suceso inesperado, preocupante y generalmente trágico (¿dengue, gripe porcina?); luego, quienes nos informan y deciden por nosotros imponen el estado de alerta (¿casos aislados, pandemia, epidemia?). Paso siguiente, avivando las llamas de la preocupación, se establecen líneas de contacto con otros problemas sociales y conflictos (¿pobreza, insalubridad, tercermundismo, mexicanos?) para advertir que los casos aislados son la punta de un iceberg profundo e inabarcable del que mejor prevenirse porque es una potencial amenaza para toda la sociedad, para el mundo entero. Con la contribución de los expertos, la información se selecciona y difunde por cuanto medio de comunicación exista; en la masividad de esta catarata de datos tanto ciertos como falsos, la población adopta las medidas necesarias para enfrentarse a la amenaza (¿fumigación, vegetarianismo, veda de fronteras?) y usualmente hasta cambia sus hábitos con tal de no quedar pegado ni manchado. Finalmente, en el afán por cortar las vías de propagación, se aísla el núcleo del problema (¿cuarentenas, cierre de fronteras, urgentes vuelos charter?) y se termina estigmatizando a un grupo como el culpable del mal de todos. Unos pocos pasos a seguir, y el pánico social ya estará instalado.
Y a río revuelto, ganancia de pescadores. Otras crisis y problemas estarán minimizados mientras engordan los bolsillos de los inventores de nuevas curas. Una vez institucionalizado el miedo, las innumerables barricadas mediáticas que alimentan el terror dejarán en segundo plano cualquier otro conflicto y el pánico social se hará cargo de mantener el control de una sociedad demasiado ocupada en cuidarse de los mosquitos y los chanchos como para pensar en que, no muy lejos, se definen los destinos de mañana mismo.
Reciclando, una vez más, el valor y la forma de lo bueno y lo malo, pasaremos de la efímera histeria colectiva al pánico moral que ratificará nuestras creencias y acciones o marcará nuestros nuevos hábitos de salud y bienestar. No creo que sea casualidad ni mala suerte que, justamente, el virus de la gripe porcina haya mutado en el cuerpo de una mujer mexicana, y pobre por supuesto, de una ciudad subdesarrollada sobre el límite de los Estados Unidos. No hubiesen sido muy inoportunos en agregar que, además, esa mujer también era analfabeta, madre soltera, maquiladora, repatriada, mula, drogadicta y… ¿qué más se le ocurre?
Hace poco más de setenta años, bastó con que Orson Wells relatara por radio y en forma de noticiero su novela “La guerra de los mundos” para que se desatara el pánico colectivo, traducido en una ola de suicidios momentánea de quienes no prestaron atención al mensaje aclaratorio de “esto es una ficción”. Por aquellos años, al igual que ahora, es tan fácil moldear y remodelar la medida de lo real como perder pie. Y en esa pérdida de contacto con lo real nos subimos a la puesta en escena de una ficción generalmente mucho más creíble y verdadera a la luz de las estadísticas. Mientras tanto, a medida que las fuerzas del pánico social y moral se concentran y definen en torno a las cifras oficiales y los rumores cotidianos, vamos generando y multiplicando los síntomas. Hasta que no creemos más que en esa evidencia: sudamos de sudor frío, sentimos palpitaciones y vértigo; se nos cierra la garganta, no podemos respirar; nos aqueja la jaqueca y vemos borroso. El cuerpo aterrado se hace portavoz de un pánico mayor, tan generalizado como conveniente, hasta que nos calma saber que llevábamos en el bolsillo algún ansiolítico que nos salva. Y sí, en el mismo momento en que la sublingual nos devolvía a la vida, Roche (la empresa creadora y productora del Rivotril) ganaba de manera estable y sostenida más de 43 millones de pesos por la venta estable de unas 2.400.000 unidades del medicamento que hizo auge desde la crisis del 2002.  

lunes, 16 de agosto de 2010

Niños

Críos, bebés, chicos, chiquillos, pequeños, pibes. Infantes, criaturas, párvulos, impúberes, cachorros. Hijos, hijas, sobrinos, primos, nietos, hermanos, ahijados, amigos. Alumnos, clientes, consumidores, empleados, aprendices, discípulos. Caros, baratos, caprichosos, buenos, malcriados, solitarios, abandonados. Pobres, ricos, extraños, enfermos, sanos, huérfanos. Angelitos, diablitos, pollitos, escuincles, peques, cuchicuchis….



Esos, que son muchos y que nombramos con infinidad de epítetos según el gusto y la ocasión, son dos mil doscientos millones de seres humanos sobre una población mundial total de seis mil millones de personas. Tienen una suerte y un destino azarosos, desparejos: van donde los grandes los lleven, y naufragan o emergen de acuerdo a los vaivenes de las vueltas que el mundo dé. Son mil novecientos millones los que viven en países en desarrollo. Y eso no siempre es una ventaja. Los grandes porfiamos en la tendencia a creer que los “enfants” que nacen y viven en países pobres, ya han sido arrojados a la desgracia por destino inevitable. Pero de los que nacen y viven en otras regiones, uno de cada dos vive en situación de pobreza; en total, mil millones. Y eso, la pobreza, es apenas un detalle.
Claro, no es novedad para nadie; lamentablemente, pues “las cosas son así”. Y siempre estuvieron, ¿qué podría ser más obvio? Pero no siempre existieron. ¿Cómo es eso? Raro, ¿no? Sí, raro, pero cierto. Antes de la Modernidad (época que arranca a fines del siglo XVII y se consolida casi cien años más tarde), los niños, como tales, no existían. Es decir que, de allí para atrás, básicamente los niños no eran niños, sino “pequeños adultos”, y así fueron vistos y tratados histórica y sistemáticamente. Y ahí es cuando pronto deja de parecer tan rara la idea. Por aquellos remotos tiempos de la infancia ausente, no existían las escuelas; de entre tantas otras, esa fue la primera institución creada por la humanidad cuyo objeto y objetivo fueron y son única y exclusivamente los niños. Antes, la educación pasaba por casa; quedaba en manos de las nodrizas, cuando las había y cuando las condiciones socioculturales de los “cachorros” lo ameritaba. Pero en general, la educación de la mayor cantidad de niños quedaba en manos del mundo y de la calle; su único tutor, la suerte, que caprichosa y errante como es, les iba dando o quitando el permiso de “un día más”. Otros, entregados a los rigores de una educación sistemática, eran educados en las habilidosas artes de lar armas, para que tempranamente aprendieran el significado y la responsabilidad de morir defendiéndose del enemigo. Otras, absorbían calladamente las consignas morales que, en las labores cotidianas, incluían el aprendizaje de entregarse al hombre cuando fuese necesario pues ese era su deber y así lo mandaba su naturaleza de niñas.
La literatura infantil, que sin importar cómo ni quiénes fuesen los niños, actuó siempre como herramienta didáctica y moralizante, deja claro testimonio de cómo la educación fue cobrando diferentes objetivos, tonos y métodos. De hecho, ¿qué son y para qué se inventaron, si no, las moralejas? Pero la literatura infantil siguió su curso, y cambió, varias veces. Porque de pronto se supo que existían los niños. Digamos, por fin se inventaron. Diferentes disciplinas científicas fueron naciendo y haciendo su aporte a la creación del “objeto niño”. De entre todas ellas, la psicología brindó el aporte mayor. Y vaya que fue significativo…
Cuando a algunos médicos de comienzos del siglo XX se les ocurrió creer que los seres humanos tenemos, además del don de la razón, una psique inasible e indetectable que aloja un sinfín de emociones, recuerdos, traumas, deseos y demás, notaron que no era lo mismo la psique de los adultos que la de los infantes. De acuerdo a sus edades, los seres humanos actuaban, sentían, temían y deseaban distinto. Pero el mayor problema (y ahí estuvieron, además, el envión y el fundamento para que la psicología se afirmara como “ciencia”) fue que no tardaron demasiado en descubrir que todos los inconvenientes de los señores y señoras venían de allí: de la infancia. Por lo que, así como se inventó al niño como un ser de escasa edad con una psique diferenciada a la de un ser humano adulto, también se cargó a la niñez con la mancha oscura de la culpa por los males de la vida. Sí, esto también suena raro, pero aun el psicoanálisis defiende la idea de que para curar los males adultos, hay que extirpar los males de la infancia; o a la infancia misma, en algunos casos.
Con el correr de los años, y una vez que el “objeto niño” cobró presencia en el mundo real, la humanidad creó otras instituciones para ocuparse de la interminable suma de problemas que nacen con y por la niñez. Hoy tenemos ONGs, gabinetes escolares, nuevas ciencias específicas, derechos y leyes también específicas. Pero seguimos teniendo niños. Y en realidad, los problemas siguen siendo los mismos. Ellos, hoy igual que ayer, siguen yendo y viniendo por la vida según los vaivenes que los crecidos les imponemos. Aprenden lo que creemos que deben aprender; olvidan lo que suponemos que es conveniente olvidar; hacen lo que les decimos que es bueno hacer, y a veces lo que es malo pero oportuno; los instruimos en el temor y la prohibición de varias cosas que tratamos de evitarles, o de evitarnos, porque no sabríamos cómo lidiar con un niño herido si nos tocase algo así.
De hecho, declaradamente o no, todo eso que creamos para ocuparnos de los niños se ha fundado y sigue sosteniéndose en la misma intención: cuidar de ellos. Pero hay que ver hasta qué punto todo eso que hicimos para protegerlos no sirvió, en realidad, para dejarlos más desnudos y más solos. Tenemos lugares y especialistas para llevarlos cuando tienen una dolencia o alguna alteración en el cuerpo; allá van los pediatras y neonatólogos. Tenemos a quién delegarlos cuando acarrean alguna dificultad “intelectual”; allá van, pues, psicopedagogos, científicos de la educación, terapeutas y psicólogos ad hoc. Tenemos dónde llevarlos para que descarguen energías y sociabilicen; allá están los clubes y los equipos. Incluso, tenemos un Dios, un buen Dios, que mostrarles y enseñarles para que en él confíen y también en las personas que hacen la obra de Dios en la Tierra. Pero, qué torpes fuimos… No nos dimos cuenta, nunca, y parece que todavía no entendemos, que los peores y más reales problemas y dificultades que recaen sobre la niñez son aquellos imposibles de ver, tocar, sentir, escuchar, diagnosticar o confesar. Y la pobreza, por más silenciosa y letal que sea, puede devorarse a millones de niños hasta que por fin las personas se dignen a comprender que necesitan alimentarse. Pero lo que callan y contienen no se cura con remedios, terapias, juguetes ni golosinas: se cura con verdades.
Y la verdad, la más extendida, reprimida, dolorosa y complicada es esta: casi la totalidad de los niños del mundo, desde que el mundo es mundo y antes de que el niño fuera niño, son abusados por seres humanos mayores que ellos, de diversas formas pero con un único resultado: los daños profundos que nadie conoce. Eso que los mayores tratamos de resolver suelen ser síntomas, señales, expresiones disfrazadas de un problema peor y más hondo. Para tomar real dimensión de hasta qué punto esto es así, pongamos alguna cifra: anualmente, en todo el mundo, cientos de niños se suicidan o intentan suicidarse como consecuencia de situaciones de abuso que no logran desahogar ni soportar.
Digamos la verdad, a calzón quitado, como tiene que ser: mucho inventamos para hacer lo que creemos que debemos hacer con los niños que inventamos, pero mucho más hicimos y hacemos para protegernos los adultos de los males que cometemos a diario. Sin ir más lejos, ocuparse de resolver o cortar con una situación de abuso infantil requiere de interminables pasos legales y técnicos de comprobación y probación que, al final, por dejar a un sujeto preso algunos años, termina añadiendo otro daño más al niño que, en el ínterin, se habrá transformado en adolescente y quizás hasta en adulto. No nos gusta saberlo. Y así vamos. Convirtiendo niños en adultos que, más o menos, se adaptan a los devenires del mundo que hicimos. Y así vamos, poblando el mundo con adultos heridos que silenciaron una historia para poder sobrevivir. Y así vamos, como con muchas cosas más que no soportamos pero no nos decidimos a soltar ni resignar: lidiando con los síntomas y peleando contra enfermedades y locuras que, un día, el cuerpo y la psique de un niño descubrió como la única forma de mantenerse en pie. Se sorprendería, ¿sabe?, si le contara cuántos niños en una sola aula de una escuela de cualquier tipo experimenta situaciones de abuso de forma sostenida. Se sorprendería muchísimo más si supiera cuántos pudieron “zafar” cuando los adultos de alrededor decidieron hacerse cargo de la verdad. Son muy pocos, muy pocos… Pero así vamos, haciendo lo que podemos con la verdad, porque antes, siempre, aprendimos a evaluar las consecuencias…

(Ana C. 15-08-2010)

sábado, 7 de agosto de 2010

Perdones

En verdad, echando un breve vistazo apenas a ciertas noticias publicadas en las últimas semanas, sorprende la cantidad de titulares que anuncian con tipografía destacada algún que otro pedido de perdón. Por supuesto, varían los protagonistas de los pleitos, de la misma forma que el calibre de los conflictos. Pero, en síntesis, el perdón parece transformarse en una bebida cada día más aguada con que se brinda a medio camino de una crisis.
En el mismo medio donde se publica que un comerciante, luego de ser asaltado, se arrepiente y pide perdón a la familia de un delincuente que mató de un cuchillazo, se lee también que el ex DT Alves pidió perdón a la hinchada por la decepción y el fracaso. Pocos minutos después de reproducir la voz dolida o el rostro compungido del rector de la UBA Rubén Hallú por los últimos incidentes, que lo avergüenzan, se escuchan las ahora serenas y cordiales voces o se ven los repentinamente encajados rostros del Turco Assad y de Carusso Lombardi pidiéndose perdón.
Entre las noticias internacionales, pocas páginas median entre la difusión del pedido público de perdón de Paquita la del Barrio hacia la comunidad homosexual de su país y la sociedad toda por sus recurrentes y fervientes dichos acerca de la preferencia de matar a los chicos de la calle antes de que sean adoptados por una pareja gay; y los otra vez dudosos, fríos y a destiempo perdones del Papa por los abusos sexuales cometidos por su gente, esta vez refiriéndose a los casos ocurridos en las escuelas católicas irlandesas hace varios años.
Y más o menos en la misma línea, se emparejan las solicitudes de perdón de Cristina Kirchner hacia el gobierno y el pueblo peruanos por el tráfico de armas a Ecuador. El llamado al perdón del presidente de El Salvador por el asesinato del arzobispo de San Salvador, Monseñor Romero, hace 20 años. El perdón que reclama el Episcopado mexicano a sus fieles y no tanto, otra vez por ese costumbrista hábito de pederastia. Los perdones de Sebastián Marroquin (hijo del narcotraficante  Pablo Escobar, o “El Señor de la Droga”), vía film documental, por los innumerables crímenes que cometió su padre. Y el perdón enviado por Michelle McGee a Sandra Bullock por haber sido amante de su esposo, quien ahora -insisten en acotar los medios de prensa- se encuentra rehabilitándose en una clínica especializada por su clara inclinación a la infidelidad.   
No crea que estoy haciendo un esfuerzo por mezclar agua y aceite, o por meter en una misma jaula criaturas de tan diverso origen y especie. En realidad, la mescolanza viene dada de antemano. Al parecer, pedir perdón es un acto que está a la orden del día. Sobre todo, podría pensarse, desde que alguien de la talla de Tiger Woods se atrevió a disculparse con su ex mujer y sus múltiples amantes, luego con la sociedad norteamericana y hasta con los duendes y hadas de los mágicos campos de golf. En fin, quizás sea porque pedir perdón queda bien, y porque resulta tan correcto como legalmente provechoso para ponerle freno a un lío mayor o a una demanda agravada o más onerosa si el orgullo fuese más fuerte.
Sin embargo, por lo menos yo, no he encontrado la respuesta. ¿Cuál? La de todos aquellos a los que se les ha pedido perdón en los casos mencionados. Y eso sí que me suena raro, porque lleva a pensar que, si las cosas están dadas así y el perdón sucede sólo con pronunciar algunas breves y conjuradoras palabras, el daño está curado, el problema fue superado y se evitó una crisis que ya estaba tocando la puerta. ¿Será así, y muchos mortales aún no nos enteramos de cómo funciona la cosa? Macana de cualquier tipo, lío mediático (en el mejor de los casos), cruce de palabras y hasta de palos, y después pedir perdón; eso sí, que sea publicable en titulares, para que todos lo vean. ¿Y después?
Que yo sepa, al menos -y en todo caso perdóneme usted mi imperdonable miopía- los cientos de niños ahora ya bien entrados en la adultez que fueron sistemáticamente abusados en varias escuelas irlandesas con el consentimiento tácito de sus superiores vaticanos (era un secreto a voces lo que allí sucedía, y el silencio dio piedra libre a los monjes y monjas) no aceptaron las disculpas. Ninguno de ellos ni siquiera se reunió personalmente con el Papa o con alguno de los responsables; ninguno de ellos fue visitado personalmente por nadie para ofrecer -como corresponde, creo, ingenua de mí- disculpas y pedir perdón. Ninguno de ellos ha dicho “sí, los he perdonado, estoy en paz”. Por el contrario, muy por el contrario, todavía esperan a que los escuchen; todavía esperan que se les reconozca el doloroso y traumático hecho de que sí sufrieron y sufren. Todavía esperan que se hable, que se nombre, que se mencione a los muchos que murieron por suicidio tras los profundos traumas causados por sus religiosos tutores. Ninguno de ellos aceptó el perdón. Pero como si el perdón fuese algo que se hace sólo de palabras y de un solo lado, parece que la Iglesia se da por perdonada.
Lo mismo para el resto de los casos. Para todos esos donde la pederastia se resuelve, se alivia y desaparece sólo con un decir “pido perdón”. Y no porque eso no tenga importancia. Por supuesto que la tiene. Pedir perdón siempre será mucho mejor que no hacerlo. Lo que sí cuestiono, insistentemente, desde el malestar más profundo que me provoca toda esta sarta de gestos políticamente correctos y humanamente deshonestos, es esto: “hacer como si”. Hacer como si se sanara la herida por el sólo hecho de pedir perdón cuando el apriete es mucho y acuciante, o cuando la angustia estalla y le quema la conciencia al mejor estilo Eduardo Vázquez en todas y cada una de sus hipócritas declaraciones públicas. Hacer como si bastara con eso. Como si aquellos a los que se les pide perdón debieran contentarse y darse por satisfechos con ese solo gesto, como si una vez pedido el perdón no fuese necesaria ninguna otra compensación, ningún otro reclamo. Porque otra impostura política muy de moda en estos tiempos es demonizar a muchos de los genuinamente dañados por una lesión grave y deliberada, cuando se les pide perdón y ellos continúan reclamando por justicia.
¿Acaso no les alcanza con el perdón a los padres de la mujer atropellada por la Hiena Barrios? No, claro; quieren fama, luces, fotos, primeras planas, quieren dinero. ¿Acaso no les alcanza a los irlandeses con que el Papa, nada más ni nada menos que el propio Papa en su balconcito en Semana Santa, salga a disculparse con ellos? No, claro, quieren más; quieren ser tenidos por mártires, quieren lucrar con la victimización, quieren sacarle dinero al Vaticano con algo que pasó hace tanto tiempo que nadie se acuerda, y encima no se contentan con una ventanita al Paraíso por poner la otra mejilla.
¿No le alcanza a una sociedad entera con el arrepentimiento de sus gobernantes o de alguna autoridad pública o privada por algún desliz de la desidia o algún error cometido que haya puesto en riesgo su vida o la de su familia? ¿No le alcanza a una madre o a un padre con el arrepentimiento de un hombre que pide perdón luego de matar a balazos a su hijo un día cualquiera en una calle cualquiera de una ciudad cualquiera por un motivo cualquiera? ¿Qué le pasa a la gente, que no perdona, aunque le estén pidiendo perdón tanto y tantas veces?
Les pasa (me, nos pasa) que, en realidad, aunque no lo sepamos con la certeza que podría demostrar un tratado filosófico o una minuciosa exposición enciclopédica, algo nos dice -desde el instinto humano mismo, o desde la intuición de sentir, percibir y concebir lo que sucede por haber aprendido a vivir en este mundo tal como es y tal como nos tocó- que el perdón se trata de otra cosa. Quizás, de un paso que debe darse cuando ya se haya hecho camino por la vía previa de la honestidad y la sinceridad; ésas íntimas y francas, que ni siquiera necesitan expresarse en palabras. Quizás, porque el perdón no se hace con palabras, como tampoco se hace sólo con palabras una promesa por el simple hecho de decir “te prometo”, o un juramento por pronunciar “sí, juro”. Quizás, porque el perdón requiere de una intención cierta; y sobre todo de una respuesta. Y porque a veces no es nada fácil ni inmediato responder a ciertas cosas. Para lograrlo, muchas veces se necesita madurar el dolor, la conciencia del dolor, la experiencia del dolor, y la capacidad de seguir o no adelante con lo que se deba seguir o lo que se tenga.
A esa gente que no perdona le pasa (nos, me pasa) que hay ocasiones en que no podemos. Porque muchas veces, simplemente, no podemos comprender. ¿Sabe? La raza humana tiene cosas verdaderamente maravillosas. Pero, como contrapartida, tiene cosas incomparablemente horrorosas. El ser humano es capaz de atrocidades tan pero tan incomprensibles y aterradoras, de demostrar tantos y tales caudales de idiotez, que directamente no se puede comprender. Y porque, directamente, antes de perdonar y pedir perdón, es necesario aprender a no tener que disculparse.                    (Ana C., 18-04-2010) 
  

lunes, 2 de agosto de 2010

Familias

Es hora de madurar. No, no es ni fácil, no es simple. Supone una travesía cargada de obstáculos y complicaciones. Crecer es traumático. Madurar, también, o peor aún: quien madura, no sólo crece, también comprende que la camino consiste en abandonar, modificar, tomar y asumir una cantidad de cosas y rearmarse a cada paso  para atravesar la infancia.


Y quien en verdad madura, no sólo es consciente de aquello; además, lo hace, lo lleva a cabo. En otras palabras, crecer se crece por obediencia a un impulso ciego e instintivo de la naturaleza que afecta a todos los organismos vivos por igual. Todos los cuerpos crecen: nacen, se desarrollan y al fin mueren. Pero, por el contrario, en los seres humanos la madurez supone una travesía bien distinta: reúne y vincula cada uno de los aprendizajes que las personas vamos adquiriendo a lo largo de toda una vida. Es un derrotero que no corresponde únicamente a los cambios y modificaciones que nos toca experimentar en y con el cuerpo, como sucede con el crecimiento; la madurez consiste en todos aquellos cambios y modificaciones que cada sujeto humano experimenta en su vida emocional y psíquica, desde el primero hasta el último de sus días.
Ahora bien, con el crecimiento hay muchas trampas que uno pueda hacerse a sí mismo. Convengamos que cualquier maquillaje o cirugía puede dibujar una fachada nueva, para renovar o esconder de los rostros y los cuerpos las huellas que el tiempo va dejando impresas. Aunque nunca lo logren por completo. Trampas más o menos, nadie puede evadirse al mandato del crecimiento. Pero con la madurez, nada puede tapar ni disimular lo que se quisiera esconder: entre la madurez y la inmadurez se pone en juego el mundo de los posibles.
Madurar, en cierto sentido, es también un destino, una tarea que el vivir nos pacta cuando se dan la mano las circunstancias y la incertidumbre, y se suman a la mesa del tiempo el deseo y la necesidad de ser.  El gran riesgo de madurar es que siempre supone un cambio, en la forma de estar, de sentir y de ver, al mundo, a los otros, y a nosotros mismos. ¿Qué podría pasar? ¿Estará o no realmente el Cuco ahí, soplando las cortinas en la oscuridad de la infancia?


En nuestra sociedad, y me refiero a la sociedad argentina del siglo XXI, asistimos por estos días a uno de esos momentos clave en que el tiempo nos empuja a enfrentarnos a esa pregunta. Y ahora, o seguimos sosteniendo ciertas vendas que nos salvarán del riesgo de enfrentarnos a la experiencia de nuevas situaciones y formas de vida, o por fin abrimos los ojos para ver qué hay realmente allá, en ese entero y vasto universo de lo que somos, en la diversidad y en la heterogeneidad que nos constituyen y nos nutren. ¿Los argentinos estamos dispuestos a aceptar el matrimonio igualitario?
Hasta ahora, la pregunta ha tenido respuesta afirmativa por lo que podría llamarse “la mitad de los representantes del pueblo”, es decir, el Congreso. En lo inmediato, queda pendiente la otra mitad de la respuesta; el Senado, la otra mitad del pueblo, aún debe responder. Por supuesto, ante la posibilidad de una afirmación definitiva, una buena parte de la sociedad argentina en desacuerdo ha caído presa del vértigo y, en algunos casos, de ciertos estados de histeria y de pánico. Claro, ¿qué será de este mundo, de este bendito e inmaculado país, de esta sociedad tan pura y perfecta, tan religiosa, tan pulcra e instruida, tan decorosa y buena, tan aficionada a la civilización y fóbica a la barbarie, si dejamos que todos los homosexuales salgan bailando a la calle, rieguen las esquinas con serpentinas de colores, se casen, tengan hijos, cometan actos impuros cuando quieran, como quieran y donde quieran? ¿Será que una gran bacanal de placeres anti natura está por desatarse entre nosotros, y toda esta sociedad nuestra, bella y bendecida por la mano de Dios, tendrá que esconderse en sus casas para no ver el horror, o ir hasta el almacén con los ojos, los oídos y hasta la nariz tapados? ¿Será que toda la especie humana va a desaparecer? ¿Será que de pronto, todos nuestros hijos, sobrinos y nietos tendrán permiso para asistir a semejante carnaval de la impudicia y serán contagiados por el virus incurable de la desviación? ¿Será que, si nuestros legisladores finalmente aprueban la ley de matrimonio igualitario el mundo, al fin, se acabará?
Pues no. En realidad, nada de eso sucederá. El botón rojo del Apocalipsis no va a activarse; en todo caso, harbrá que madurar para habitar un mundo que ahora le dará más permiso de vivir y de ser a quienes se pretende dejar fuera de este mundo. Así que no, el mundo no terminará, posiblemente se haga más grande. 

Y varias sociedades en el mundo ya han dado un gran paso en el camino hacia su madurez, reconociendo por la vía legal lo que por simple derecho de vida ya era un hecho real, concreto e ineludible. Muchísimo tiempo antes -quizá mucho antes de lo que imaginan- de que sus leyes lo reconocieran, no pocos de sus ciudadanos habían formado familias no convencionales, con padres y madres del mismo sexo, con hijos, con sueños, con proyectos de vida, con frustraciones y fracasos, pero sin el amparo institucional ni los derechos con el que muchos otros ciudadanos sí contaban. ¿Por qué hacerlo? Por dos motivos, simples, innegables. Primero, son una realidad, y toda sociedad que no está dispuesta a ver la realidad fracasa, cae a la deriva de la ignorancia y la ausencia de futuro. Segundo, porque hace varios años que el concepto mismo de “familia” se ha modificado.
Antes de que las familias de padres y madres homosexuales fuesen reconocidas como familias, otras formas de familia habían sido reconocidas como tales. Así sucedió, por ejemplo, con las familias formadas por madres o padres solteros, o de padres casados en segundas nupcias, o familias sin hijos, o con hijos no biológicos, o con hijos adoptados provenientes de otras culturas, otros países, otros orígenes; o familias sin padres, donde hermanos, tíos, abuelos, o personas sin parentescos sanguíneos cuidan de otros. Familias así fueron vistas como no-familias durante demasiado tiempo, hasta que por fin se comprendió que “la familia es una unidad básica de la sociedad. A pesar de los muchos cambios en la sociedad que han alterado sus roles y funciones, la familia continúa dando la estructura natural para el apoyo esencial emocional y material para el crecimiento y bienestar de sus miembros” (UNESCO). O bien, que se denomina “familia” a todo grupo “de personas que tiene cierto grado de parentesco sanguíneo adopción matrimonio, y que funciona como núcleo fundamental en el que el ser humano nace, crece y se desarrolla” (ONU). 


Mire, es simple, como lo son en el fondo la mayor parte de las cuestiones y conflictos que nos problematizan y nos angustian como sociedad. Todo aquello que queda por fuera del reconocimiento legal, lo que preferimos no nombrar por si acaso al decir "Cuco" el Cuco finalmente se asoma y nos devora, termina siendo demonizado, ocultado, estigmatizado. Y nos recorta el mundo. Y nos silencia. Y nos inmoviliza. Y nos deja pensando y sin decidir en la noche del temor por lo que podría llegar a ocurrir. Evitar y resolver una buena parte de nuestros conflictos y pánicos sociales no requiere más que de eso: mirar y ver, decir y entender que existe, hacerse valer por fuerza de ley.
Ojalá, entonces, que esa mitad del pueblo con respuesta pendiente cuente con la lucidez suficiente como para empujarnos a madurar. Ojalá entiendan que, cuando no se puede de otra forma, muchos prejuicios logran ser vencidos cuando dejamos de escudarnos en el fantasma y logramos ver lo real. Ojalá seamos capaces de madurar, no sólo de nacer, crecer y morir. Al fin y al cabo, una nación entera también es una familia, ¿por qué habría de negar a miles de sus hijos, hijas, hermanas y hermanos?

(Ana C. , 30-05-2010)

Inclusión real

Sin dudas, el slogan más repetido y difundido del gobierno actual es el de lograr, por diversas vías y mediante diferentes decisiones políticas, la inclusión de las minorías. Hasta ahora, mucho de eso seguía siendo dominio exclusivo del discurso. Planes de ayuda económica y proyectos de obras públicas no consiguieron lo que hace unos días sí se logró desde el Poder Legislativo: incluir a una enorme minoría en los derechos universales, por fuerza de ley.


Y es fundamental remarcarlo, porque los laureles del logro que significa la aprobación de la reforma del Código Civil para permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo, no son laureles que pueda atribuirse el Gobierno como algo propio; ni siquiera desde la iniciativa. Es cierto, en oportunidad de haber sido consultada al respecto, la Presidenta de los argentinos expresó su apoyo a la reforma legal, aunque sin arriesgar demasiado y manteniéndose en el abstracto y general terreno de defender la inclusión de las minorías. Y tampoco es algo que en el ámbito de lo legislativo se haya conseguido por voluntad mayoritaria de su propio partido; es sabido que varios senadores del Frente para la Victoria se abstuvieron del voto o votaron en contra del proyecto. Y del justicialismo, como también quedó claro, salió parte de los más fervientes opositores a una de las más trascendentes iniciativas a favor de la igualdad, lisa y llanamente. Sin ir más lejos, larga trayectoria legislativa exhibe la senadora Liliana Teresita Negre de Alonso. No deja de llamarme la atención, dicho sea de paso -o no tanto-, que hayan sido de extracción peronista los diputados y senadores que ejercieron mayor oposición y que también montaron las más pesadas campañas en contra, pues se trata de un sector político que históricamente se ha definido e intenta seguir definiéndose como “nacional y popular”; ése que nació justamente, nada más ni nada menos, como abanderado de las minorías de este país. A menos que, en su diccionario, se considere “minorías” únicamente a los sectores sociales signados por la pobreza, que durante décadas viene alimentando y dando fundamento a dicho movimiento partidario. De otros, tradicionalmente conservadores, la sorpresa vino por el lado de posiciones mucho más moderadas o incluso, abiertas.
En fin, posturas e imposturas más o menos, lo cierto es que desde el miércoles pasado ha entrado en vigencia la nueva norma. Y la celebración no es, fue ni será sólo de la población gay de Argentina. De hecho, incontables seres humanos heterosexuales, ateos, agnósticos, católicos o de otras religiones, se suman a la celebración. Y es justo que así sea. En principio, porque en la cancha se vieron los pingos: la cantidad de prejuicios, pánicos, ignorancias y resistencias con las que se enfrentó la sociedad durante el proceso de discusiones que culminó días atrás en el Senado, dejó al descubierto cuáles son varios de los puntos flacos que nos queda mejorar y pulir como sociedad que somos, todos, no importa con quién se acueste cada uno y cada cual.
De guiarnos solamente por lo que fueron mostrando los medios de comunicación, veríamos con bastante claridad cómo muchos argentinos son extremadamente reacios al cambio y lo paradójico y preocupante que esto resulta. Una parte demasiado amplia de nuestra sociedad sigue siendo demasiado conservadora o, mejor dicho, demasiado selectiva en cuanto a los criterios de quién se merece y por qué ciertos derechos. Seguramente, durante los festejos que despertó en nuestra sociedad el paso de la selección de fútbol por el Mundial de Sudáfrica, a nadie le importó ni nadie se puso a pensar con cuántos homosexuales compartió momentos de festejo en franco plan de fraterna celebración de la argentinidad. O con cuántos portadores de HIV o pobres o negros o ignorantes se abrazó. A los argentinos, ciertas pasiones nos llevan a soltarnos y hacer todo lo que no haríamos en situaciones, quizá, más serias; y nos permiten sentirnos “pueblo”, por un ratito al menos, lo que dure un gol será suficiente para despertar dentro nuestro esa bella sensación de hermandad con la que no somos capaces de convivir en otras circunstancias.
Otras pasiones -algo cuestionables en realidad, pues de pasiones se nos disfrazan muchos supuestos deberes morales- pueden mostrarnos, en circunstancias muy distintas, cuánto podemos unirnos y con cuánta furia para defender otras causas. Causas con las que, en caso de ser consultados y responder con honestidad, pocos argentinos serían capaces de levantar la mano con similar firmeza para afirmar que son constantes y fieles. Porque, sin ahondar demasiado, nuestro país y nuestra realidad serían muy diferentes de lo que son si tantos miles de argentinos guardasen coherencia con los simples y básicos mandatos de tener amor por el prójimo, no robar, no matar, no levantar falso testimonio ni mentir, sólo por mencionar algunos…
Por otro lado, el debate por el matrimonio igualitario logró, como no sucedía hace tiempo, que no se diera por el típico y recurrente enfrentamiento entre los intereses de tales o cuales facciones políticas, o por el choque entre las ambiciones de tales o cuales aspirantes a algún cargo futuro. Esta vez, en cambio, el debate puso sobre la mesa el diálogo de la sociedad con la sociedad. Puede que en muchos casos haya sido un diálogo difícil, trunco, irracional, interrumpido o malogrado, pero no dejo de ver en esta oportunidad un contraste de opiniones y posturas tan digno de llamarse “debate público”, algo que no podría atribuir a tantos otras decisiones polémicas que pasaron en los últimos años por el Senado. Honestamente, ni siquiera el conflicto por la resolución 125 tuvo como protagonista a la sociedad por entero.
Aquí sí. Y no hubo quien no opinase, en lo público o en lo privado. No hubo ni un solo argentino a quien le resultase indiferente; en todos, en mayor o menor medida, el debate por la aprobación del matrimonio igualitario obligó a la reflexión, o despertó algún sentimiento de oposición o adhesión a algo; no importa qué tan mínimo o irracional haya sido, importa que haya sucedido. Y no son pocas las declaraciones que la gente de a pie a hecho en los medios, en muchos casos coincidiendo en que hasta el momento nunca habían tenido la oportunidad de detenerse a pensar en un tema como éste. Sucedió en la Iglesia, en los partidos, en la sociedad en general, pero también en los grupos de trabajo, entre los amigos de cualquier edad, y en las familias: el debate se dio. Y la inclusión, por una buena vez, dejó de ser discurso para convertirse en algo real y tangible.
Para quienes aún temen demasiado por lo que vendrá, bien vale decir que a lo largo del tiempo hemos atravesado reformas y cuestiones mucho más complejas. Otra vez, deberemos acomodarnos al curso de los tiempos y a la madurez social. Nada malo pasará, podemos ir en paz.



Cambios de código

Qué bueno que la ley no sea letra muerta, y que cada tanto tengamos la oportunidad de contradecir nuestro común prejuicio a creer que aquí las leyes no son mucho más que papel pintado. Y aunque a muchos les extrañe, no es la primera vez -seguramente tampoco será la última- que nuestro Código Civil experimenta modificaciones en lo reglamentado para el matrimonio de los argentinos.
Tal como había sido redactado por Dalmacio Vélez Sarsfield en 1869, el Código Civil se limitaba a convalidar jurídicamente el matrimonio sólo cuando se trataba de uniones religiosas. Es decir, el matrimonio civil o el matrimonio entre personas de distinta religión no era considerado tal ni podía realizarse, por lo que muchísimas parejas constituían una minoría sin derechos y por fuera de la ley.
Aunque en aquel tiempo no se trataba de homosexuales, el mismo pánico y el mismo fervor se despertó en gran parte de la sociedad para oponerse al matrimonio civil en 1888. Según lo expresado por representantes de la Iglesia Católica por esos años, el matrimonio fuera de la religión (que pretendía incluir y legalizar la situación de muchísimos inmigrantes que el propio país se ocupó de traer) significaba un claro atentado “al bien de la Patria y la religión”. Para Fray Reginaldo, obispo de Córdoba, las leyes católicas ya satisfacían “todas las necesidades del pueblo argentino” y una reforma “produciría resultados funestos”. Los argumentos fueron los mismos que se esgrimieron días atrás, es decir, 122 años más tarde: el proyecto violaba “la ley natural”; se preguntaban: “¿con qué derecho puede hacerse a un lado la legislación divina, cristiana y canónica en cuanto al matrimonio?”; entendían que “el derecho al matrimonio no es un derecho universal”. También juntaron firmas, realizaron actos públicos y campañas masivas, llenaron plazas. Pero no pudieron responder las mismas preguntas que les haríamos hoy; por ejemplo: ¿por qué lo que dicte esta iglesia debe considerarse ley divina, única y universal? ¿Por qué su ley debe reinar sobre las vidas de todos los hombres y mujeres, incluso sobre las de quienes no la eligen?  ¿Por qué son siempre otras las religiones culpables de la violencia, la discriminación, la desigualdad, los pecados y el fundamentalismo en el mundo que Dios creó?

(de Gabriela Marcó, 01-05-2010)